Read El silencio de los claustros Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¿Qué tal ha ido todo?
—Sin problemas. Son gente espabilada. Ya tiene todo el mundo su sector y empiezan mañana. De ésta la encuentran seguro.
—Así sea.
En casa me quedé sorprendida al descubrir que los hijos de Marcos cenaban en la cocina. No era fin de semana.
—Hemos venido en jueves porque el sábado no podremos. Tenemos una excursión. Y Marina ha venido para estar con nosotros —me explicó Hugo.
—Yo sí que vendré el sábado porque no tengo ninguna excursión —dijo Marina.
—Estupendo. ¿Dónde está vuestro padre?
—Dijo que llegaría tarde por culpa de una reunión. Nos ha hecho la cena Jacinta, que se acaba de marchar. Pero no nos ha dicho qué había de postre.
Abrí la nevera.
—Vamos a ver... yogur, hay yogur si os apetece.
Teo, el más irónico, el más rebelde, me lanzó una mirada fría e inquietante. De pronto dijo:
—La verdad es que no sé por qué hemos venido. A mi padre ni se sabe cuándo le veremos el pelo y tú también vuelves tarde del trabajo. Hubiera sido mejor quedarnos en casa.
—Si os hubierais quedado en vuestra casa no hubierais visto a Marina ni tampoco a mí. Lo que voy a hacer es sentarme con vosotros en la mesa y charlamos un rato.
—¿Charlar?, si luego no quieres contarnos nada de las investigaciones del muerto ese del convento. Todos los compañeros saben que la mujer de mi padre es policía y no paran de preguntarnos cosas sobre este caso tan interesante. Quedamos en ridículo diciendo que no sabemos nada.
Hugo le soltó agriamente:
—¡Mamá ha dicho que no quiere que hablemos con Petra de cosas de asesinatos!
Me quedé boquiabierta. Intenté calmarme y reaccionar de manera adecuada.
—Lo siento de verdad, pero debéis decirles a vuestros amigos que las cosas del trabajo son importantes, tanto que no está permitido hablar de ellas.
Teo siguió en pie de guerra declarada.
—Sí, ya veo, el trabajo es lo más importante para mi padre y para ti. No tenéis tiempo de ocuparos de nada más. Por eso digo que hubiera sido mejor no venir.
Acopié toda la paciencia que al parecer guardaba en ignotos almacenes. Había leído en un magazine dominical que con los niños siempre hay que intentar el diálogo.
—Vamos a ver, Teo: ¿por qué estás hoy aquí?, porque el sábado sales de excursión, ¿no es eso? Entonces lo que ocurre es que tu trabajo, una excursión escolar, forma parte del trabajo de un estudiante, te impide venir. Es decir, que debes renunciar al fin de semana con tu padre por motivos de trabajo; lo cual indica que el trabajo te importa tanto como a los demás.
Saltó como un pequeño insecto al que intentaran tocar con el dedo.
—¡A mí me obligan a ir!
—¿Crees que tu padre y yo trabajamos por placer?
—¡Pero es que vosotros...!
Con la voluntad de diálogo hecha trizas lo interrumpí casi gritando.
—¡No pienso seguir con esta conversación absurda! ¿Piensas que no tengo otra cosa que hacer más importante que oír las opiniones de un niño consentido?
Fijó los ojos en mí con una rabia que me asustó. Apretó los dientes para preguntar:
—¿Puedo irme a mi habitación?
—Antes, recoge tus platos de la mesa.
Lo hizo con gestos precisos y cara impasible. Cuando estaba en mitad de la operación se levantó Hugo, muy serio, y también preguntó:
—¿Puedo irme yo? Ya recojo lo mío.
Era obvio que se veía obligado a tomar partido por su hermano. Me estaba bien empleado, era yo quien había perdido el control de la situación al haberle reñido. Desaparecieron ambos de la cocina, dignos y ofendidos. Marina daba los últimos bocados a sus croquetas de pollo. En ningún momento había hecho comentarios o dejado de comer. Exclamé como para mí misma:
—¡Vaya, genial, todo el mundo enfadado!
Me dirigí a la nevera.
—Bueno, me comeré yo el yogur. ¿Tú quieres, Marina?
—Sí. —respondió. Lo abrió y empezó a removerlo con la cucharilla, impávida. Comimos en silencio, frente a frente. Por fin dijo:
—No hagas caso. Teo siempre tiene que meterse con todo el mundo, y Hugo hace lo que él quiere. Además, su madre es una histérica.
La miré con incredulidad. Aquella niña de seis años, formal y un tanto ensimismada, ¿había proferido en realidad aquella última frase? Sin la menor duda, porque continuó en el mismo tono.
—Cuando mi padre estaba casado con mi madre y Hugo y Teo venían en fin de semana, también le soltaban bobadas y le recordaban lo que su madre quería y no quería que hicieran. Un día mi madre me contó que la de ellos era una histérica.
—Es posible; pero de todos modos tengo la sensación de que a tus hermanos no les caigo muy bien. Supongo que no contaban con un tercer matrimonio de tu padre.
—¡Bah!, los padres de casi todos los chicos de mi clase se han casado tres veces.
Sabía que estaba mintiendo, pero le agradecí la inmejorable intención. Entonces remató:
—A mí sí que me caes bien.
Le sonreí.
—Gracias, Marina, tú también a mí.
—Ninguna niña de mi clase tiene una madre o una madrastra que sea policía. Sólo yo.
Bien, aunque únicamente fuera por la originalidad que aportaba a su corta vida, estaba claro que no existían problemas entre Marina y yo. En cuanto a los gemelos... Suspiré; no me encontraba preparada para todas aquellas eventualidades. El matrimonio con Marcos había abierto un nuevo campo en mi vida que hasta entonces me resultaba desconocido. No sabía si podría transitarlo con éxito. Ya era suficiente con tener que coordinar el trabajo y la convivencia amorosa como para, encima, preocuparse de las relaciones intermitentes con unos niños que yo no había traído al mundo. De cualquier modo, descarté comentarle a Marcos lo sucedido. Era demasiado pronto como para considerar aquello un conflicto serio.
A la mañana siguiente, mientras mi marido y yo desayunábamos, me preguntó como por casualidad:
—¿Qué tal anoche con los chicos?
—¡Ah, bien, estuvimos charlando un rato!
—Petra, antes de irse al colegio, Marina me ha contado lo que pasó.
—No pasó nada grave.
—Puede que no; pero tengo que hablar seriamente con Teo y Hugo.
—No merece la pena, ya irán aceptando la situación. Y si les caigo mal no hay gran cosa que tú puedas hacer.
—Dudo que les caigas mal, simplemente están molestos porque no quieres contarles cosas sobre tu trabajo de policía.
—¡Hay que joderse! A ningún niño del mundo le importa un carajo la profesión de los mayores; pero claro, por culpa de la maldita televisión, del cine, de las estúpidas novelas de detectives, todo el mundo cree que vivimos en una película de suspense y acción. Un día me voy a llevar a tus chicos a comisaría para que me vean horas y horas haciendo informes en el ordenador, rellenando formularios, archivando papeles. Se pegarán tal aburrida que no volverán a demostrar interés en lo que hago.
—Quizá no fuera una mala idea.
—Me gustaría saber qué pensarían sus madres si se enteran de que se han solazado con semejante visita turística.
—Si tuviera que preocuparme por lo que piensan mis ex mujeres sobre lo que sucede en mi casa ya me habría vuelto loco.
—En eso llevas razón. Al menos mis ex maridos han quedado sepultados en la noche de los tiempos.
—Ventajas de no haber tenido hijos con ellos.
Se acercó a mí, me abrazó.
—Siento haberte complicado la vida, Petra, lo siento de verdad.
—Olvídalo, la complicación es mi sino.
Me quedé un rato sola en la cocina, frente a una última taza de café. Todo es complicado, todo, y todo se paga. Encuentras un hombre con el que te resulta placentero vivir, pero él solito se marca una familia numerosa, ¡y con dos madres distintas, además! Cada paso que das comporta nuevos escenarios con los que no habías contado. ¿Qué salidas tenía: intentar camelar a los hijos de Marcos, decirle a él que se buscara una casa cercana a la mía y que ya nos veríamos de vez en cuando? Compaginar las distintas facetas de la vida es una clásica aspiración femenina. Nos creemos omnipotentes: «Puedo ser una profesional combativa y una madre amorosa y la mejor de las amantes y todo al mismo tiempo». Pero ¿qué pasaba cuando, como en mi caso, los requerimientos se disparaban en direcciones insospechadas?: «Quiero atrapar a un asesino ladrón de momias, y ser amable con los compañeros de trabajo y una esposa excelente... y, por si no fuera bastante quiero ser una madrastra que no tenga nada que ver con la de Blancanieves». ¡Demasiado para ti, Petra!, me dije dando un sorbo nervioso al café. Pero ¿a cuáles de aquellas metas podía renunciar? Podía ser antipática en comisaría, pero lo demás... Había magnificado mis capacidades. Sin duda existen mujeres que son excelentes esposas y madres, buenas físicas nucleares y que en sus ratos libres cooperan con una ONG, pero no era mi caso. Una policía vive al instante, en la incertidumbre, construye sendas como un zapador por las que debe caminar a tientas. Su vida depende de la circunstancia, de la suerte, del caso que esté investigando en cada momento. Una policía no puede imponerse rutinas, ni organizar milimétricamente la semana, ni asegurar siquiera qué hará en la hora siguiente. Y yo me sentía policía y a eso tampoco pensaba renunciar. ¡Dios te asista, Petra!, me autocomplací en mis problemas. Luego miré el reloj y salí de casa a toda velocidad.
Aquella mañana Garzón estaba pletórico de fuerzas, despejado como un lechuguino, y exhibía una sonrisa feliz. Ninguna nube parecía ensombrecer su cielo azul. Era obvio que su matrimonio no presentaba ambivalencias y lo salvaguardaba de cualquier problema. Le había aportado estabilidad emocional, económica y social. Además, no tenía hijos ni hijastros.
Me recibió contento como si fuera el día de su primera comunión. Mientras preparábamos el trabajo de la jornada, silbaba una canción desconocida para mí y cuando le fallaba el flujo de aire, pasaba al tarareo. No estaba segura de cuál de las dos modalidades sinfónicas me incomodaba más.
—¿Es imprescindible para su inspiración policial que emita esos trinos?
—¿No le gusta? Me extraña; todo el mundo me dice que, de no haber sido policía, tenía un futuro como cantante.
—Pero ya que es policía, mejor se olvida de su segunda vocación.
—¿Está de mal humor, querida jefa?
—No he dormido bien.
—Sé que está preocupada por este caso, pero tranquilícese: estoy seguro de que vamos a atrapar al asesino del fraile. Incluso intuyo que recuperaremos los restos del bueno de Asercio. Me lo dice mi sexto sentido.
—Espero que el sexto lo tenga usted mejor que el sentido del oído.
Lejos de molestarse, soltó una carcajada divertida.
—Le propongo que vayamos a tomar café antes de empezar el currelo. Eso siempre consigue animarla un poco.
—Voy a necesitar dosis masivas.
Desayunamos en La Jarra de Oro, yo aún de mal humor, él siempre pletórico como un político en campaña. Charló sobre fútbol con el camarero, saludó a un par de colegas que se sentaban a nuestro lado, comentó las inclemencias del tiempo con otro cliente...
—¡Caramba, Fermín!, ¿por qué no se está callado sólo un rato? Me está animando tanto que estoy casi al borde de un ataque de nervios.
—¿Puede decirme de una vez qué es lo que le pasa? Porque algo le pasa; la conozco mejor que si la hubiera parido, y Dios me libre de haber contribuido de ese modo a los desastres de la Humanidad.
Refocilándome en una debilidad personal inaguantable hice algo que no había hecho jamás: saqué a relucir mi vida privada y le conté mis problemas con los hijos de Marcos. Debía estar convirtiéndome en una mujer de lo más corriente, porque estaba convencida de que esa confidencia me relajaría y pondría de mejor humor. Dejándome con la boca abierta por el pasmo, mi subalterno soltó una carcajada y pontificó:
—¡Ay, inspectora, cómo se nota que es usted de una generación privilegiada!
—No sé qué coño tiene que ver mi generación con esto.
—Pues todo. Usted ya pertenece a la España de las consecuciones absolutas. Tienen ustedes un objetivo importante, luchan por él, lo logran y entonces todo tiene que ser redondo y perfecto. Pero yo soy más viejo que usted, soy de la España de las mejoras. En mi época no había objetivos, lo único a lo que nos atrevíamos a aspirar era a mejorar un poquito: que te aumentaran el sueldo, que tu hijo pudiera estudiar, poder veranear en la playa...
—¡Joder, Garzón, en buena hora he hablado! Yo le hago un comentario de mi vida y usted me recita el Catón.
—Déjese de historias, Petra, tiene usted mucha suerte. Se ha casado con un hombre lleno de madurez, de inteligencia, que sabe cómo tratar con una mujer moderna y que no se inmuta por tonterías.
—El problema es que tiene más hijos que un jeque árabe.
—¡Vaya problema! ¿Le llama usted problema a que dos críos de doce años estén mosqueados con usted? Eso se lo arreglo yo en dos patadas.
—¿Pero qué dice?
—Si de lo que se quejan es de que no les habla de su actividad policial, tráigalos alguna vez a comisaría.
—Ya lo había pensado, para que se aburran a morir; pero presentarme en el despacho con mis hijastros es poco serio.
—Yo me encargo de llevarlos; y los jefes no tienen por qué enterarse.
Detrás de nosotros carraspeó Sonia, sin atreverse a hablar.
—¿Ocurre algo, Sonia?
—No, nada, sólo que el comisario me ha mandado a buscarles. Vino al despacho preguntando por ustedes y le dije que estaban tomando un café. Me soltó que si ahora los casos se llevan desde el bar que a él nadie le ha avisado oficialmente.
Garzón abrió mucho los ojos.
—¿Y tú por qué carajo le cantas que estamos en el bar? ¿Nadie te ha enseñado que un superior nunca toma café cuando lo requiere otro superior de mayor rango?
—¿Y qué iba a decirle?
—¡Cualquier cosa! Que estábamos en el depósito de cadáveres, camino de China buscando una pista... pero ¡tomando café!... Puedes largarte, enseguida iremos.
Me reí entre dientes mientras Garzón sentenciaba:
—No sé qué futuro nos aguarda con semejante juventud.
Aquel día estaba especialmente filosófico.
Coronas siempre conseguía cazarnos con la guardia baja. Nos presentamos en su despacho muy seguros porque llevábamos al día los informes; pero salió por otro lado.
—Lamento decirles que la presión informativa sobre el caso se ha disparado. La madre superiora de las corazonianas ha llamado al jefe superior pidiendo ayuda, y lo mismo el abad de Poblet. Los periodistas montan guardia en ambos recintos y no paran de incordiar a los religiosos, alterando su paz. En un montón de medios de comunicación crecen los artículos especulando con posibilidades cada vez más fantasiosas. Esto no puede seguir así.