Read El silencio de los claustros Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
Después de un ligero rifirrafe a cuenta del cuestionario, que se saldó a nuestro favor, concretamos la visita para las cuatro de la tarde, hora en la que el viejo habría acabado de hacer la siesta. Garzón estaba bastante nervioso cuando íbamos en el coche.
—Desde luego, cuando la gente dice que la ley no es la misma para todos tiene santa razón. A ver a qué chorizo se le tienen tantas contemplaciones.
—Le recuerdo que
Piñol
no habla con nosotros en calidad de sospechoso.
—¡Da igual! ¡Ni el papa pone tantas trabas para recibir a la gente!
Al pobre Garzón le faltaba por vivir una última afrenta, también una sorpresa morrocotuda que compartí con él, y es que cuando la nutrida comitiva medicolegal estaba presta para acompañarnos frente al anciano rey, éste cogió un cabreo del demonio que sonó así:
—¿Qué
collons
es esto, una comisión oficial, una fiesta de cumpleaños? ¡Aún me falta bastante para llegar a los cien! ¡Fuera, fuera de aquí!
Estaba sentado en un cómodo sillón de mimbre que ocupaba buena parte de una gran glorieta en el jardín. Tenía el pelo blanco, la cara huesuda, pero no había en su tono ni en la severidad de sus gestos ningún atisbo de demencia senil. Su hijo mayor trató de calmarlo con buenas palabras, pero él repitió sus invectivas y especificó sus órdenes.
—¡Todos fuera, que sólo se quede la mujer!
La mujer era yo. Me asombró ver cómo todos aquellos acólitos que, teóricamente, debían suplir la falta de criterio del anciano, le obedecieron sin rechistar. Garzón me miraba remiso a sumarse al grupo de los expulsados. Le indiqué con una mínima seña que saliera también. Cuando nos quedamos solos, Heribert
Piñol i Riudepera
me invitó a sentarme con el semblante serio y cansado.
—Soy Petra Delicado, inspectora de la Policía Nacional.
—Sé perfectamente quién es usted. Puede que le hayan dicho que estoy
gagá
, pero le aseguro que mi cabeza funciona mejor que la de todos esos tarugos juntos.
—No lo dudo.
—¿Y sabe por qué he dicho que sólo quería hablar con una mujer? ¡Porque los hombres no respetan la edad! Como lo único que les interesa es la fuerza y el poder, cuando uno se hace viejo piensan que es un cero a la izquierda. ¿Me comprende?
—Le comprendo a la perfección. ¿También sabe por qué estoy aquí?
—¡Por supuesto que lo sé! Veo la televisión y si no tengo la vista muy cansada, también leo los periódicos. Por cierto, nunca había oído más tonterías juntas que las que están diciendo sobre este caso.
—Comparto esa impresión con usted.
—¡Un fanático religioso, un asesino paranoico... como si estuviéramos en Estados Unidos! Aquí todos los fanáticos religiosos están en la Conferencia Episcopal, y de momento aún no se han cargado a nadie, aunque tampoco me extrañaría!
Me eché a reír con ganas. Él, sorprendido, me observó.
—Tiene usted una risa bonita, inspectora, en eso también les gana a los que se han quedado fuera.
¿Estaba coqueteando conmigo? Sin duda, los hombres coquetean siempre, eternamente, siempre se lanzan a la conquista femenina, hasta después de muertos, como el Cid.
—¿Tiene usted una teoría propia sobre lo que ha podido suceder, señor ?
Piñol
—Para hablarle de eso necesito hacerme una idea de hasta dónde sabe usted, sin ocultarme nada.
—La Semana Trágica. La profanación del convento de la corazonianas. La posible reclamación de uno de sus antepasados que ocasionó una represalia policial contra el profanador. Eso es todo.
Su mente, lúcida pero quizá lenta, tardó un momento en procesar mi síntesis. Luego, su cabeza asintió con gravedad.
—Exactamente. ¿No saben nada de Caldaña?
Saqué mi pequeño bloc de notas y al hacerlo, sobresalió un poco mi pistola. A
Piñol
le llamó enseguida la atención.
—¿Puede enseñarme la pistola?
La observó en mi mano, como si fuera un niño, e hizo un gesto de desagrado.
—No me gustan las armas, ni tampoco las guerras. En España ha habido demasiadas guerras.
Temerosa de que se descentrara, lo conminé a continuar:
—¿Quién es Caldaña?
—El hombre a quien mi familia denunció tras la profanación de las corazonianas se llamaba Diego Caldaña. Pasó años en la cárcel por aquella denuncia. Fue una sentencia desproporcionada que siempre se recordó con dolor entre nosotros los
Piñol
. Se trataba de un obrero textil sin la menor cualificación que tenía la friolera de siete hijos. Supongo que aquel encarcelamiento hizo que la economía familiar se resintiera extraordinariamente, ya conoce usted la dureza de aquellos tiempos. Sabemos que la esposa de mi abuelo, una buena samaritana, intentó compensar a aquellos desgraciados en plan caritativo, pero su ofrecimiento nunca fue aceptado, los Caldaña eran pobres, pero orgullosos. Esta historia ignominiosa no se ocultó en el núcleo familiar, y mi padre se encargó de contármela tal como hicieron con él y tal como yo hice con mis hijos. Supongo que, en el fondo, se trata de una manera de hacer penitencia por los errores del pasado.
No sabía qué preguntarle ni por dónde abordar las aclaraciones, pero antes de que pudiera tomar la palabra, él prosiguió:
—Durante la guerra civil yo era joven aún. Como catalanista mis simpatías estaban en el bando republicano, aunque mi actividad en la guerra se limitó a estar destinado en unas oficinas militares. Uno de mis cometidos consistía en conducir un coche oficial para hacer los recados que me mandaban mis superiores. Un día, en verano del año 38, el coche en el que viajaba sufrió un atentado en cuanto lo cogí. Iba solo y me salvé de milagro de la carga explosiva que reventó casi debajo de mis pies. Todo se saldó con un par de días en el hospital, pero al salir, alguien me había dirigido una carta sin firmar. En ella podía leerse: «Las canalladas nunca se olvidan». Siempre pensé que algún descendiente de los Caldaña había tenido algo que ver en aquel intento de quitarme de en medio.
Se calló de improviso.
—¿Y qué hizo usted?
—Nada, destruir la carta y callar.
—¿Por qué?
—Pensará que fue por miedo a una nueva venganza, o por no dar a la luz pública el episodio pasado de la familia, pero le aseguro, se lo aseguro, que si no dije nada fue por un extraño sentido de la justicia. Me sentía liberado, como si aquella deuda afrentosa de los
Piñol
con los Caldaña (fueran quienes fuesen) se hubiera saldado en mi persona. Ya no les debía nada, estábamos en paz.
—¿Y después?
—Después... nada.
—¿No tuvo noticias del autor de la carta, no investigó...?
—No hice nada. Tampoco hubo ninguna autoridad que quisiera investigar. Los tiempos eran lo suficientemente revueltos como para que un atentado se considerara una rutina habitual. Siempre he pensado que aquello era un asunto cerrado y no he querido pensar más en él.
—Comprendo.
—De modo que si ahora quiere pasar este dato a los medios de comunicación, me da exactamente igual. ¿A quién le importan las historias pasadas?
—Señor
Piñol
, ¿usted piensa que nuestro caso puede tratarse de una venganza tardía contra su reputación?
—¡Que me aspen si lo sé! A lo mejor cada tiempo lleva aparejado un tipo de venganza. En la guerra civil, atentados con bomba. Hoy en día... revuelo de periodistas tras la momia perdida hasta que vuelva a salir el tema del pasado y todo el mundo sepa que los
Piñol i Riudepera
fueron delatores. ¡Qué sé yo, cada vez entiendo menos lo que pasa, inspectora! Es por eso por lo que me doy cuenta de que me he hecho viejo.
Le sonreí.
—Usted no tiene nada de viejo, se lo aseguro. Si no fuera por lo que es, me lo llevaría de ayudante en esta investigación.
Rió con pequeños impulsos que hicieron moverse todo su cuerpo enjuto.
—Dígaselo a mi hijo mayor, verá cómo no está de acuerdo con usted.
—Señor
Piñol
, si se siente usted un poco... perdone la expresión y tómela con todo tipo de salvedades, pero si se siente usted un poco secuestrado por su familia y cree que yo puedo hacer algo de tipo legal le aseguro que...
Sonrió tristemente, elevó una mano sarmentosa y llena de venas prominentes.
—Todo está bien como está. Puede parecerle otra cosa, pero si yo hubiera seguido al mando de las empresas familiares, hace tiempo que estaríamos en la ruina. El tiempo no pasa en balde, ya lo verá. De todas maneras, me encanta que una mujer venga a liberarme en un caballo blanco. Antes era al revés. Es usted encantadora, Petra. En otros tiempos le hubiera tirado los tejos. ¿Le parece ridículo?
—No.
—Me basta con eso. ¿Puedo pedirle un favor antes de que se vaya? Me gustaría que nos hicieran una foto a los dos, usted llevando en la mano la pistola.
—Eso está hecho.
Llamó a sus adláteres y le trajeron la cámara digital que pidió. La cara de todos ellos, incluido Garzón, cuando nos vieron posar adoptando diferentes posturas siempre cercanas a la parafernalia del agente 007 resultó un verdadero poema. Luego nos despedimos como auténticos amigos, lanzándonos mutuos requiebros que nadie acababa de comprender.
A la salida,
Piñol
júnior parecía mucho más cabreado que cuando entré. Me amenazó sin sutilezas.
—Tenga mucho cuidado con lo que comunica a los periodistas sobre este asunto o le juro que removeré cielo y tierra para que se quede sin trabajo.
Lo miré como suelo hacer con las moscas estivales que zumban a mi alrededor y, a falta de insecticida, le solté:
—Yo en su lugar sería más amable, cualquier día de éstos igual me convierto en su madrastra.
El subinspector reía de buena gana cuando ganamos la calle.
—¡Hay que joderse, inspectora! ¿El viejo se ha prendado de usted?
—No más que cualquier hombre que me conoce.
—Me chivaré a su marido.
—Y yo también. Le contaré a Beatriz que anda comiendo entre horas.
—La odio.
—Del amor al odio sólo hay un paso, Fermín.
—Puede, pero del odio al amor...
La pasajera euforia que me produjo aquel episodio nacía más bien de la íntima satisfacción de haber echado una mano al viejo David en contra del joven Goliat, que de las novedades positivas que aportara a nuestro caso. Toda aquella historia de los Caldaña y sus sucesivos fantasmas, vivos generación tras generación, me dejaba un tanto indiferente. ¿Por dónde hincarle el diente a semejante pastel? Por el contrario, noté que, tras informarlo, el subinspector ponía grandes esperanzas en el nuevo marco que se presentaba ante nosotros.
—¡Era lo que nos faltaba para completar el rompecabezas!
—Permítame que le corrija. Era lo que nos faltaba para completar ¡un rompecabezas!, pero ¿es el rompecabezas que corresponde a la realidad?
—Inspectora, buscaremos al tal Caldaña. Estoy seguro de que aparecerá y cantará.
—Mire, Garzón, aceptemos que un descendiente de Diego Caldaña, especialmente reivindicativo y peleón, reinicia una venganza historicofamiliar, se busca un cómplice y decide robar la momia de fray Asercio para que las afrentas seculares salgan a la luz y el nombre de los
Piñol i Riudepera
se cubra de cieno. De acuerdo, incluso por ponernos a fantasear digamos que es un tipo joven y con pocas responsabilidades a quien una gamberrada semejante le divierte y se busca un amiguete para que lo acompañe. Aún más, según la teoría que estamos imponiendo a fuerza de repetirla, se encuentran los dos compinches con el hermano Cristóbal y, con un golpe que no pretendía matar, acaban sin embargo con él. Vale, de acuerdo, todo correcto hasta ahí. Pero el culpable va y nos pone un cartelito a la poli para que se levante jaleo mediático. Es aquí donde yo ya empiezo a dudar porque, después del trauma de haberse cargado imprevistamente a un ser humano, ¿aún les quedaban ganas de jugar? Pero luego, no contento con eso, sigue en la misma línea y le corta una pata al beato. Y yo me pregunto: ¿para qué el troceado del beato que no hace sino darnos pistas? ¿Qué quiere ese tipo, que lleguemos hasta él y lo trinquemos por asesinato? Una cosa es que le hubiéramos acusado del robo de un momio, pero ¿nos desafía teniendo no uno, sino dos muertos a sus espaldas? Perdone que le diga que no me lo puedo creer.
Garzón se rascó varias veces el pelo fuerte y canoso en un gesto que siempre repetía cuando su pensamiento alcanzaba un alto nivel de intensidad. Luego, me respondió de un modo en que era evidente el placer discursivo que sentía.
—Ha dejado llevar su imaginación demasiado lejos, inspectora, dotando al presunto sospechoso de una personalidad determinada que acaba de inventarse. ¿Por qué tendría que ser Caldaña un chico joven, gamberrete y garboso al que le divierte ir robando reliquias por ahí? Para nada, yo más bien diría que se trata de un tipo perturbado que ha centrado su desequilibrio en la obsesión de aquella injusticia sufrida por su familia, la cual desde pequeño ha oído comentar. Y como tal perturbado, no mide la consecuencia final de sus acciones y sigue jugando.
—¿Y el cómplice?
—Digamos que el cómplice le ayudó a robar la momia, nada más.
—¿Y el asesinato de la mendiga? Los testigos dicen que ella mencionaba a dos hombres persiguiéndola.
—A eso también le ayudó por la cuenta que le traía, o quizá bajo amenaza, pero del despedazamiento de la momia y de los jueguecitos dejando pistas no sabía nada y ahora anda horrorizado poniendo parches a lo que ayudó a hacer. ¿Sabe lo que pienso? Pienso que debemos poner estos datos en conocimiento del doctor Beltrán y que en vez de seguir haciendo chorradas para disfrute de periodistas, tiene que ponerse en serio a elaborar el perfil de un tipo obsesivo y loco como Caldaña.
—Me jode admitirlo, pero lleva usted razón. Llame al psiquiatra y póngalo en conocimiento de todas estas novedades. Y a Yolanda y Sonia dígales que quedan liberadas de buscar locos ficticios. Que se personen las dos en mi despacho esta misma tarde y les daremos órdenes para que se pongan a buscar a todos los tipos apellidados Caldaña que haya en Barcelona.
Todo aquello no me llevaba a hacerme demasiadas ilusiones, que los indicios nos señalaran un posible sujeto no significaba que le hubiéramos echado el guante. Porque si el loco Caldaña existía y era culpable, dudaba mucho de que estuviera esperándonos en su lugar de residencia habitual.