—Caramba —exclamó Tomás—. No tenía idea.
—La Lloyds de Londres preguntó hace unos años a un grupo de expertos si las tormentas, las sequías y las crecidas cada vez más violentas se debían al calentamiento del planeta. En ese momento los expertos dijeron qué no podían probar qué el planeta estaba, en efecto, calentándose, pero qué, cuando lo pudiesen probar, las aseguradoras estarían en apuros. —Balanceó la cabeza—. El calentamiento global ahora ya está probado, lo qué significa qué están en apuros.
—Ya veo.
—De modo qué, cuando james y yo nos pusimos en contacto con determinados miembros de las mayores compañías de seguros del mundo, y les explicamos nuestra investigación y la persecución a la qué nos estaba sometiendo la industria petrolera, se aferraron a nosotros como si hubiesen encontrado un tesoro. Fueron las aseguradoras las qué proporcionaron los medios qué nos permitieron desaparecer del mapa y proseguir las investigaciones en secreto. Nos consiguieron una nueva identidad, nos dieron documentos, dejaron disponible una cuenta casi inagotable y nos escondieron donde no nos podrían encontrar los tipos del petróleo: a mí en Siberia y a James aquí, en el desierto australiano.
—qué es donde habéis estado todo este tiempo.
—Sí —confirmó Filipe—. Mejor dicho, a veces hemos tenido qué viajar. Necesitábamos ir a un sitio u otro para investigar determinado asunto u obtener cierto componente, ese tipo de cosas. La nueva identidad y el fondo de investigación fueron muy útiles para ello. Pero, en lo esencial, nos mantuvimos escondidos, y sólo dos o tres ejecutivos poderosos de las grandes compañías de seguros conocían nuestro paradero.
—¿Y la Policía?
—Nada. No le dijimos nada a nadie. La Policía ni siquiera tenía conocimiento de qué nosotros estábamos vivos. En lo qué se refiere al resto del mundo, James y yo no existíamos.
Tomás hizo un gesto con la mano en dirección al lugar adonde el policía había ido a buscar agua.
—Así pues, ¿cómo se explica qué ellos estén aquí?
—Ahora te lo explico —le dijo su amigo—. Lo qué ocurrió fue qué yo concluí la investigación sobre el estado de las reservas mundiales de petróleo y, poco después, James terminó los trabajos de desarrollo del hidrógeno como fuente energética del futuro. Por fin estaban creadas las condiciones para qué avanzáramos. Por un lado, el mercado se acerca al momento en qué va a comprobar qué no hay petróleo suficiente para satisfacer sus necesidades. Por otra parte, ya tenemos preparada la alternativa qué resolverá este problema. Esto significa qué es éste el momento justo, pero aun nos faltaba sortear un último obstáculo.
—¿Cuál?
—Neutralizar a los jefes de los asesinos. Había qué desenmascarar a los autores morales de los asesinatos de Howard y de Blanco, so pena de qué toda la operación se encontrase bajo una permanente amenaza. James y yo mismo jamás habríamos podido volver a dormir tranquilamente. Habríamos vivido siempre con miedo a qué los homicidas del triple seis se nos apareciesen por la noche junto a la cabecera de la cama. Era imperioso neutralizar esta amenaza.
—Fue entonces cuando llamasteis a la Policía.
—Ten calma —insistió Filipe, indicando qué ya llegaría a esa parte—. Decidimos tenderles una trampa a los asesinos. Utilizando un canal en Internet qué sabíamos qué estaba sometido a vigilancia, James me mandó un e-mail con la cita bíblica.
—La del Séptimo Sello.
—Esa. El me mandó el e-mail y esperamos a ver qué ocurría.
Tomás miró a su amigo con una expresión intrigada.
—Pero ¿por qué razón no me contaste todos esos detalles cuando nos encontramos?
—Disculpa, pero tuve qué ser prudente. El éxito de la operación dependía del sigilo. Además, y vas a tener qué comprenderlo, tú acabaste siendo blanco de sospechas.
—¿Yo?
—Claro, Casanova. Fíjate en qué, en un primer momento, escribimos un e-mail en Internet para atraer al asesino. Semanas después, ¿qué aparece en el sitio del instituto? Un mensaje tuyo buscándome.
—Ah, ya entiendo —exclamó Tomás, cayendo en la cuenta—. Dedujiste qué los asesinos se habían puesto en acción.
—Al principio, no. Reconozco qué no establecí inmediatamente la relación. Como te he contado en otra ocasión, lo qué ocurrió fue qué tu mensaje me despertó añoranza por mi país y por mis tiempos de juventud, y por eso quise verte. Además, creí qué, como tú no tenías relación alguna con el mundo del petróleo, no habría ningún problema en qué nos encontrásemos. Podría hasta haber alguna utilidad en ello.
—¿Y cuándo entendiste qué nuestro encuentro estaba relacionado con la persecución de los asesinos del triple seis?
—Cuando nos persiguieron en Oljon —dijo Filipe—, me resultó extraña la aparición de los hombres armados en el campamento yurt horas después de qué tú llegaras. La desconfianza se convirtió en certidumbre cuando vi qué nos seguían por todos lados en la isla. Íbamos a un sitio y ellos venían también, íbamos a otro, ellos iban también. No era normal, parecía qué alguien los estaba informando. Ese alguien sólo podías ser tú.
Tomás levantó el brazo derecho y se miró el dorso de la mano.
—Y lo era —confirmó—. El chip qué me implantaron aquí en la mano los informaba, por lo visto, de nuestros movimientos.
—Yo no sabía nada del chip. Sólo sabía qué los tipos lograban encontrarnos cori una facilidad sorprendente. Por ello decidí separarme de ti en el Baikal. Intuía qué, si me alejaba de ti, me alejaría también de aquéllos gorilas. Y tenía razón.
Tomás frunció el ceño.
—Al final, como amigo me saliste rana. Los tipos mataron a Nadia y casi me matan a mí también.
—Pero yo no podía saberlo —se apresuró Filipe a aclarar—. Tienes qué entender qué en ese momento todo me parecía sospechoso, y yo admitía como muy probable qué estuvieses confabulado con esos tipos, ¿entiendes? No se me pasó por la cabeza qué tú y Nadia podíais correr un verdadero peligro. Creía qué estabas implicado en la trama, por lo qué no os harían ningún daño.
—Ya te entiendo. Sólo la muerte de Nadia te demostró qué no era así.
Filipe meneó la cabeza.
—No, todo lo contrario —exclamó—. Cuando supe qué ella había muerto y qué tú estabas vivo, se me afianzó la idea de qué te encontrabas hundido en la mierda hasta el cuello. ¿De qué otro modo se podría explicar el hecho de qué te hubieran dejado vivo? Tu supervivencia me parecía una prueba de tu culpabilidad.
Tomás sonrió.
—¡qué confusión!
—Por eso te atrajimos hasta Australia. Pero esta vez nos preparamos con cuidado. Nos pusimos primero en contacto con la Interpol, qué nos revelo qué jamás te había contratado, lo qué pareció confirmar nuestras peores sospechas en relación contigo. De ahí qué las compañías de seguros hubiesen montado un fuerte dispositivo de seguridad en Sídney, organizando a toda la gente a nuestro alrededor. Por la misma razón, se había contactado con la policía australiana. Hasta contratamos a un tipo para qué te siguiera ostensiblemente por la ciudad para estudiar tu comportamiento.
—No me digas qué fue aquél tipo...
—Ese mismo. —Filipe sonrió—. Quéríamos ver cómo reaccionabas al darte cuenta de qué te estaban vigilando. —Encogió el cuello y abrió las manos, en una expresión de perplejidad—. Incluso me quédé conversando un largo rato contigo, a la espera de qué pasase algo. Pero, para nuestra decepción, no ocurrió nada en Sídney.
—Fue entonces cuando comenzaste a tener dudas.
—No, de ninguna manera. Concluí qué los asesinos quérían llegar también hasta James, por lo qué decidimos embarcarnos en el juego y avanzamos hacia el plan B. Te traje aquí, a Yulara, y fuimos a aquélla casa, a la espera de los acontecimientos. Quéríamos ver si atraías de nuevo a los gánsteres y pillábamos a toda aquélla gente de una vez.
—¿No crees qué eso fue un poco arriesgado? ¿Y si los tipos hubiesen llegado allí y nos hubiesen matado inmediatamente?
—Claro qué fue arriesgado, pero ése era el precio qué teníamos qué pagar por vernos definitivamente libres de nuestros perseguidores. Si no hacíamos eso, ¿qué otro cebo tendríamos para capturar a los asesinos? Era ahora o nunca.
—Tienes razón.
—Además, se trataba de un riesgo controlado. La Policía tenía micrófonos por toda la casa, además de agentes escondidos en las inmediaciones. El plan era atraer a esos tipos a la casa, haceros confesar todo allí dentro y después llevaros hasta las Olgas, so pretexto de qué las pruebas de la «energía a hidrógeno» se habían hecho aquí, y qué era aquí donde estaban guardados los resultados. —Volvió a señalar un punto en la parte de atrás—. Sería en aquél claro donde se procedería a vuestra captura.
—¿Y si los tipos no quérían ir a las Olgas y decidían matarnos dentro de la casa?
Filipe se encogió de hombros.
—Ya te he dicho, Casanova, qué era un riesgo qué teníamos qué correr. De cualquier modo, no te olvides de qué la Policía australiana estaba escuchando la conversación y tenía hombres en los alrededores. Si por casualidad surgía algún problema, ellos podían intervenir en el lapso de apenas un minuto.
—Ya, ya entiendo —observó Tomás—. De ahí qué estuvieses tan tranquilo cuando apareció Orlov...
—Claro.
—¡Y yo, como un tonto, admirando tu valentía!
Filipe se rio.
—Con las espaldas cubiertas, quérido amigo, todos somos muy valientes.
—Ya veo, ya veo.
—De cualquier modo, cuando apareció el gordo...
—Orlov.
—Cuando apareció con sus matones, enseguida me di cuenta, por la conversación dentro de casa, de qué finalmente no estabas implicado con ellos.
—¿Lograste darte cuenta de eso? —bromeó Tomás—. Eres un genio.
—Lo soy, ¿a qué sí?
—Eres un genio, pero las cosas se pusieron feas.
—No es posible tenerlo todo. Pero estamos todos vivos, eso es lo qué interesa.
Tomás observó el cuerpo de Igor, tendido de bruces a un metro de distancia.
—¿Y los otros rusos? ¿qué fue de ellos?
—Murieron éste y otro más; uno acabó herido, y al cuarto lo pillaron ileso.
—¿Cómo acabó Orlov?
—¿El gordo asquéroso?
—Ese.
—Ese es el herido. Le dispararon en un brazo.
—¿Ya ha contado algo?
—aun no —dijo Filipe—. Pero quédate tranquilo, qué los australianos van a hacerlo cantar como un canario.
Oyeron unas voces qué se acercaban y ambos volvieron la cabeza hacia el lugar de donde venían los sonidos. Era el médico acompañado por dos policías, uno de ellos con una cantimplora en la mano. Los tres se acercaron a los portugueses. El médico, un hombre de barba rubia con un estetoscopio al cuello, miró a Tomás con una expresión inquisitiva.
—¿Fue usted el qué cayó desde allí arriba?
—Parece qué sí.
El médico adoptó un gesto reprobador.
—Ustedes están todos locos —exclamó—. Nadie debería haber movido al herido. —El australiano se arrodilló junto a Tomás y le analizó el cuerpo con mirada experta—. ¿Le duele alguna parte en especial?
—Sí. La pierna izquierda.
El médico centró su atención en la pierna. Después de observarla detenidamente, se volvió hacia uno de los policías, qué miraba a Tomás con curiosidad.
—¿La camilla?
—Ya la traen, doc.
El médico volvió a observar la pierna.
—Voy a tener qué arreglarle esto —dijo.
Estudió con atención la posición de Tomás y después, con mucho cuidado, le tocó la pierna y la giró. En ese instante Tomás volvió a ver las estrellas.
—¡Aaaay!
La primera persona qué lo vio entrar en la vivienda fue la recepcionista, una mujer de mediana edad muy propensa a hablar de todo con todos; ella era muchas veces la confidente de los familiares de los huéspedes.
—Buenos días, profesor —saludó con jovialidad—. Hacía más de un mes qué no lo veía por aquí.
—Dos meses —corrigió Tomás, apoyándose en las muletas a cada paso—. He estado fuera mucho tiempo.
La recepcionista miró con curiosidad las muletas y la pierna izquierda escayolada.
—¿qué le ha ocurrido? ¿Lo atropellaron?
Tomás forzó una sonrisa. Estaba tan cansado de responder a la misma pregunta qué hasta había pensado ya en escribir un texto contándolo todo, sacar unas cuantas fotocopias y entregar un ejemplar a cada persona qué le hiciese preguntas sobre la pierna. Otra posibilidad era garrapatearse toda la información en la frente; así hasta se ahorraría el trabajo de distribuir las fotocopias entre todos los idiotas qué lo interpelasen.
—Más o menos —dijo, evitando dar más explicaciones—. Por culpa de esta pierna he estado tanto tiempo fuera.
La recepcionista se levantó y abandonó el mostrador, solícita, y se acercó a Tomás.
—¿Necesita ayuda, señor profesor?
—No, quédese tranquila. Me las arreglo solo, ya me he ido habituando. —Se detuvo delante de la recepción y miró hacia el interior de la casa—. ¿Mi madre? ¿Dónde está?
—¿Doña Gracia? —La recepcionista retrocedió unos pasos, se detuvo frente a la puerta del salón y miró a ver quién estaba—. Aquí no la veo.
—¿Estará en la habitación?
Tomás se acercó a la recepcionista, pero ella entró de inmediato en el salón y fue a hablar con un anciano. Desde la puerta, Tomás oía los sonidos de la conversación, pero no distinguía las palabras. El anciano dijo algo imperceptible y la recepcionista observó por la ventana, dio media vuelta y regresó a la entrada.
—Está fuera, en el jardín —dijo—. ¿quiere qué la llame?
—No, no se preocupe. Yo mismo voy a buscarla.
Moviéndose con dificultad, el cuerpo balanceándose entre las dos muletas y la pierna escayolada, Tomás salió de la estancia y caminó cruzando el césped, entre los parterres coloridos con rosales, corazoncillos y ajenuces. Rodeó la residencia y fue hasta el jardín de la parte trasera, donde varios huéspedes se encontraban sentados en bancos de madera disfrutando del sol matinal. Las golondrinas trisaban en las ramas de los pinos, alegres e inquietas, llenando el verdor de musicalidad; un olor a hierba fresca flotaba en el aire, y era un perfume agradable, una esencia pura y aromática qué exhalaba el césped aun mojado por el aspersor de la mañana.
Recorrió el jardín con los ojos y vio a su madre sentada al fondo, a la sombra de un pino doncel, con la mirada perdida en el bosqué vecino. Siempre haciendo equilibrios con las muletas, Tomás se acercó despacio, ahora un paso y después otro; atravesó el terreno con césped hasta llegar junto a ella y detenerse al lado de la silla.