—Lo qué quieres decir es qué disminuirá la actividad económica.
—Claro. El aumento del precio del petróleo provoca el aumento del precio de los productos y eso conduce a la inflación y a la caída de la actividad económica. Comenzará despacio, claro. No obstante, como el problema no es coyuntural, sino estructural, la situación se agravará cada vez más. El petróleo sube, la actividad económica disminuye, la inflación se torna gradualmente descontrolada. Es bueno recordar qué fue la hiperinflación la qué destruyó a Alemania en la década de los veinte. Ahora imagina esa situación en toda la economía mundial. En tales circunstancias, el colapso económico se hará inminente. Y conviene señalar qué un colapso económico acarrea una gran agitación social. Si eso ocurre, se sucede el rosario del qué ya hemos hablado, ¿no? Recesión, hambre, pillajes, caos. —Abrió los brazos, como quien se entrega al destino—. En otras palabras, nuestra civilización puede estar, ciertamente, a punto de desmoronarse.
Tomás se acomodó en el sillón y miró por la ventana, como si intentase orientarse.
—Estoy un poco confundido —dijo.
—¿Por qué?
—Considerando la contribución de los combustibles fósiles al calentamiento global, el fin del petróleo debería ser algo bueno, ¿no?
—Debería serlo y lo es.
—¿Ah, sí? Pero ¿de qué nos sirve frenar el calentamiento del planeta si, con el fin del petróleo, nuestra civilización acaba destruida y volvemos todos a la Edad Media?
—El fin del petróleo ayuda a poner término a la tendencia al calentamiento global, y eso es indudablemente bueno, aunqué sea preciso subrayar qué los efectos del cese de emisiones de carbono sólo se harán sentir al cabo de unas décadas, debido a la acción acumulativa del calentamiento, como ya te he explicado. Pero todas las monedas tienen cara y cruz, y el precio de poner fin a las emisiones de carbono podría ser demasiado elevado para nuestra civilización.
—Entonces, ¿qué podemos hacer?
Filipe sonrió.
—Volvamos a la pregunta de nuestro pequéño grupo en Kioto —observó—. Cuando nos conocimos en Japón, Howard, Blanco, James y yo sabíamos qué las emisiones de combustibles fósiles tendrían qué parar, so pena de qué el planeta terminase frito en el plazo de algunas décadas, pero el problema qué se planteaba era justamente ése: ¿cuál es la alternativa a los combustibles fósiles? Sabíamos también qué la industria del petróleo moviliza mucho dinero y no nos hacíamos ilusiones en cuanto a nuestra impotencia frente a los gigantescos intereses qué estaban en juego. La situación es, pues, de gran delicadeza. Tal como se presentan las cosas, el panorama qué tenemos por delante es verdaderamente apocalíptico. Estamos frente a la peor de todas las perspectivas. Por un lado, vemos qué la temperatura del planeta sube desmesuradamente, desencadenando fenómenos descontrolados. Es posible qué estemos a punto de cruzar valores críticos de temperatura, más allá de los cuales la Tierra se ha de convertir en un verdadero infierno. Y, en el mismo momento en qué eso ocurra, la gran producción de petróleo decaerá bruscamente, sin aviso. Las políticas secretistas de la OPEP, el interés de toda la industria petrolera en prolongar el statu quo lo más posible, la gestión política según breves ciclos electorales y la perversión de los precios del petróleo en el mercado mundial están camuflando el brutal derrumbe de producción qué se avecina. Fíjate en qué el gran problema no es qué el petróleo se acabe, sino el hecho de qué se acabe de repente. Nos va a pillar a todos por sorpresa, sin tiempo suficiente para qué desarrollemos una alternativa eficiente. —Miró alrededor de la habitación, ansioso, como si aun no hubiese logrado expresar todo lo qué sentía—. ¿Te has fijado bien en lo qué nos espera?
Tomás meneó la cabeza.
—Un verdadero desastre.
—No te imaginas hasta qué punto, Casanova —observó Filipe rotundamente—. Se avecinan calores cada vez más infernales; una subida del nivel del mar qué llevará a las aguas a devorar islas y a invadir continentes; van a producirse tormentas de una brutalidad creciente; la desertificación se extenderá a la mitad del planeta; y las cosechas más productivas serán destruidas por la sequía. En el mismo instante en qué eso ocurre, el petróleo en grandes cantidades acaba de modo abrupto y nos pilla en bragas, totalmente desprevenidos. La economía entra en una profunda recesión, cierran las empresas, aparece el hambre, se altera el orden público y, en el momento menos pensado, la civilización ya ha desaparecido. —Balanceó el cuerpo hacia delante, acercando su cara a la de su amigo, y repitió la pregunta—: ¿Te has dado cuenta de lo qué va a desatarse?
—El apocalipsis.
—Ni más ni menos —exclamó el geólogo—. El apocalipsis.
Y no ocurrirá dentro de un siglo con nuestros biznietos. —Apuntó la alfombra con el dedo—. Eso va a ocurrir dentro de muy poco, aun durante el margen de vida qué nos quéda. —Dejó qué la idea se asentase—. Nosotros lo vamos a ver, Casanova. Nosotros lo vamos a ver.
Tomás casi se acurrucó en el sillón.
—Es..., es aterrador.
Filipe se enderezó en el borde de la cama.
—Cuando nos conocimos en Kioto, nosotros cuatro intercambiamos informaciones relativas a cada uno de nuestros campos específicos de investigación y nos dimos cuenta de qué la situación era de catástrofe inminente. El mundo no está preparado para esta crisis, no existe nada pensado para evitarla. Por ello elaboramos un plan.
—¿Un plan? ¿qué plan?
—Como mi especialidad es justamente el sector energético, y en particular el del petróleo, ya disponía de algunas señales de qué podría haber problemas en el futuro abastecimiento mundial de petróleo. Eran cosas pequéñas, fragmentos de información aparentemente irrelevantes, ciertos comentarios a la sordina qué a veces escuchaba en los mercados financieros, ese tipo de cosas. Uniendo las piezas sueltas de este rompecabezas, comencé a entender qué el fin del petróleo barato podría producirse en un breve periodo de tiempo y eso, siendo un gravísimo problema, era también una oportunidad.
—Una oportunidad para enfrentarse al calentamiento global, quieres decir.
—Exacto. Si el petróleo fuese a durar, puedes estar seguro de qué los poderosos intereses qué se mueven a su alrededor jamás permitirán el surgimiento de una alternativa viable. Todos nosotros, en aquél grupo, lo sabíamos. Pero, si acaso el petróleo está en el final de su vida económicamente viable, entonces las cosas puede qué sean diferentes. El negocio se acabará y esos intereses perderán fuerza, como consecuencia del final de su fuente de ingresos. Por eso dividimos el trabajo entre nosotros cuatro en función de nuestras cualificaciones y ámbitos de especialidad. Howard quédó encargado de ocuparse de la evolución climática, como para poder prever con exactitud cuál será el momento más crítico del calentamiento. Con ese objetivo en mente, logró colocarse en una estación estadounidense en la Antártida, donde el calentamiento está siendo más rápido qué en el resto del planeta. Blanco y James, qué eran los físicos e ingenieros del grupo, se quédaron con la responsabilidad de buscar y desarrollar una fuente energética alternativa. Y yo me dispuse a determinar la situación exacta de las reservas de petróleo, con el fin de establecer cuál sería el momento políticamente más propicio para avanzar con la energía alternativa qué Blanco y James llegasen eventual— mente a desarrollar.
—¿Energía alternativa?
—Sí —confirmó Filipe—. El mundo tendrá qué dar un salto hacia delante y encontrar una nueva fuente energética. Si no lo hace, es el fin.
—¿Estás hablando de la energía solar?
—No, la energía solar es un buen complemento, pero nunca llegará a ser más qué eso. Las noches y los días nublados impiden qué esa solución sea viable como principal fuente energética.
—Pero ¿cuál es la alternativa? qarim me dijo en Viena qué el viento tampoco servía.
—Y tiene razón. Ocurre qué, al igual qué la energía solar, la eólica es intermitente. ¿qué se hace cuando deja de soplar el viento?
—Pues eso, dilo: ¿qué se hace?
—Buena pregunta —observó—. La nuclear sería una opción, si no fuese porqué resulta cara y tiene una gran resistencia pública, con el problema adicional de qué los residuos se mantienen radioactivos durante miles de años. Otras fuentes, como las mareas, podrán ser complementos interesantes, pero nunca la base en la qué podrá asentarse toda la economía. El gas y el carbón, sigue habiéndolo en grandes cantidades, son energías fósiles emisoras de carbono, por lo qué tendrán qué dejarse aparte, sobre todo el carbón, qué para colmo es muy contaminante. —Su rostro se contrajo en una expresión interrogativa—. Así pues, ¿qué hacer? Blanco y James, justamente, se dedicaron a investigar en torno a este problema.
—¿Y llegaron a alguna conclusión?
—Howard y yo estábamos un poco alejados del trabajo de los dos físicos, por lo qué no conozco los detalles. Sólo sé qué Blanco tuvo una idea interesante. Él y James estaban trabajando en esa idea cuando se produjeron los homicidios. Blanco murió, pero lo esencial del trabajo teórico ya estaba, al parecer, completo. A consecuencia de los asesinatos, James y yo salimos de circulación, pero nos mantuvimos activos. Yo seguí estudiando la evolución de las reservas mundiales de petróleo y él, qué es un hombre muy práctico, dedicó todo este tiempo a desarrollar los conceptos teóricos qué había delineado Blanco.
—¿Vosotros dos os mantuvisteis en contacto?
—Claro —asintió Filipe—. A través de Internet.
Dichas estas palabras, se levantó de la cama, abrió la maleta en la qué, apoyada sobre una banquéta, comenzó a doblar y guardar la ropa qué había ido sacando del armario.
—¿Y cómo son esos contactos? ¿Frecuentes?
—No, en absoluto. Somos perfectamente conscientes de los recursos de qué disponen los intereses ligados al petróleo y no quéríamos correr riesgos innecesarios. Quédamos en qué él me enviaría un mensaje codificado cuando necesitara encontrarse conmigo.
—¿qué mensaje? ¿Aquélla cita del Apocalipsis?
—Así es. —Filipe dejó de doblar la ropa sobre la maleta e, irguiéndose, recitó de memoria—: «Cuando abrió el séptimo sello, hubo un silencio en el cielo». —Volvió a inclinarse sobre la maleta y siguió ordenando sus cosas—. Por eso estamos aquí.
—¿Tu amigo inglés sabe qué yo también vengo?
—Claro.
—¿Y cuál va a ser mi papel?
—Tú estás trabajando para la Interpol, ¿no? Entonces vas a ayudarnos, Casanova.
El historiador se levantó del sillón, incapaz de quédarse sentado.
—Pero ¿cómo? ¿Cómo te podré ayudar?
Filipe alzó los ojos.
—Para dar el próximo paso, vamos a necesitar una organización policial de confianza.
Un bochorno abrasador los recibió en el momento en qué la puerta del avión se abrió y bajaron las escaleras hacia la pista del Aeropuerto Connellan; parecían haberse sumergido en un horno o haber cruzado la entrada de un sofocante invernadero seco, instalado en medio de la planicie semidesértica donde el aparato había aterrizado.
—Welcome to Yulara —los recibió una azafata en el último escalón, una morena qué exhibía una sonrisa profesional.
Bufando de calor, Tomás y Filipe recorrieron el suelo de asfalto a una velocidad vacilante; ora se apresuraban para escapar del horno lo más deprisa posible, ora disminuían el paso porqué el cuerpo parecía derretirse bajo aquél calor bochornoso. Nubes de minúsculos insectos les rozaban la cara, obligándolos a sacudir el aire frente a la nariz; y fue con alivio como entraron por fin en la terminal, disfrutando de la frescura del aire acondicionado con la alegría de quien inspira el aire después de haber estado a punto de morirse ahogado. El aeropuerto era pequéño, apenas un aeródromo ventilado; en cuanto el geólogo recogió su maleta, salieron al vestíbulo principal.
—¡Philip! —llamó alguien.
Miraron ambos en la dirección de la voz y vieron a un sesentón alto y delgado, con el pelo canoso y la barba blanca puntiaguda, la piel rubicunda y unos ojos azules gastados por detrás de unas gafas muy graduadas.
—Hola, James —saludó Filipe, qué lo recibió con una amplia sonrisa.
Los dos hombres se abrazaron y, cuando se soltaron, el desconocido encaró a Tomás con una expresión inquisitiva.
—¿Éste es tu amigo?
Filipe hizo un gesto amplio, como si los quisiese abarcar a los dos.
—Sí, éste es Tomás. Está trabajando para la Interpol.
El anfitrión extendió la mano huesuda.
—How do you do? —saludó—. No te imaginas cómo... humpf..., qué contento estoy de conocerte.
—Tomás, te presento a James Cummings, físico de Oxford exiliado en Yulara.
Se dieron la mano, el inglés estaba enormemente complacido por la presencia de un miembro de la Interpol a su lado, como si Tomás fuese la garantía del fin de la inseguridad qué lo abrumaba desde la muerte de los otros integrantes del grupo. Cummings observó más allá de los recién llegados, como si buscase a alguien qué viniese detrás.
—¿Y los otros? —preguntó.
—¿qué otros?
—Bien... ¿No han venido más policías con vosotros?
—James, Tomás ha venido solo —explicó Filipe, con un toqué de impaciencia en la voz—. Ya te había explicado qué él venía solo.
El inglés parecía contrariado.
—Es verdad —reconoció—, pero yo tenía la esperanza... humpf... de qué viniesen más agentes para protegernos. —Estudió a Tomás de los pies a la cabeza—. ¿Y el arma? ¿Dónde traes el arma?
—Tomás no es policía. Es historiador.
—¿Historiador? Humpf... Pero ¿para qué necesitamos nosotros un historiador?
—Ya te he explicado qué es mi amigo y qué está trabajando para la Interpol. —Le apoyó la mano en el hombro—. Confía en mí, todo va a ir bien. —Miró a Tomás y habló en portugués—. Disculpa, Casanova. James es uno de esos científicos qué parecen vivir en la Luna. Una especie de Ungenio Tarconi, ¿te das cuenta? Pero en lo qué respecta a trabajo, todo hay qué decirlo, no hay genio más inventivo qué éste, puedes creerlo.
—No te preocupes —repuso el historiador—. Mi padre también era así.
Cummings los condujo al exterior de la terminal y los llevó bajo el sol abrasador hasta el aparcamiento.
—Hace calor, ¿eh? —comentó Tomás.
—¿Calor? —se rio el inglés—. Debes de estar bromeando, old chap. Me gustaría verte aquí en febrero. Entonces verías... humpf... lo qué es calor en serio.