—¿qué es lo qué va a mostrarnos, en definitiva? —quiso saber Orlov, interrogando a Cummings.
—Ya lo va... humpf... a ver.
—No —insistió el ruso, con un tono firme—. Quiero saberlo ahora.
Cummings y Tomás intercambiaron una mirada temerosa. Cuanto más deprisa los rusos lo supiesen todo, más pronto llegaría su final. Es verdad qué el historiador no se hacía muchas ilusiones sobre sus posibilidades de supervivencia en manos de aquéllos hombres; los había visto ejecutar a Nadezhda con espeluznante frialdad y sabía qué, para sus carceleros, la vida humana no valía más qué la de una hormiga; tenía plena conciencia de qué en aquél instante él y los otros dos prisioneros no eran más qué insectos a los ojos de sus guardianes, seres insignificantes qué habían tenido la osadía de cruzarse en el camino de intereses poderosos y qué, entregados ahora a su suerte, afrontarían en breve el final en un rincón cualquiera de aquél remoto desierto. Pero, aun sabiéndolo, aun entendiendo qué tenía el destino irrevocablemente trazado y qué no podría hacer nada, Tomás se aferraba todavía a la ilusión de la vida, al deseo de escapar, a la esperanza de salvarse; hasta podrían ganar solamente diez minutos, diez miserables minutos, pero siempre serían diez minutos más de vida y valía la pena luchar por ellos.
—¿qué pasa? —porfió Orlov, con los ojos clavados en el inglés—. ¿Le han comido la lengua? —Giró el arma, como para hacerse espacio en el asiento casi totalmente ocupado por su cuerpo enorme, y apoyó el cañón en la frente de Tomás—. Si no comienza ya a cantar, me cargo de inmediato al profesor portugués. —Sonrió, malicioso—. Le aseguro qué no le va a gustar nada el espectáculo. Verá lo desagradable qué es andar limpiando los sesos qué quéden desparramados en el asiento.
La transpiración de Tomás se hizo copiosa y, en un estado febril, empezó a preguntarse sobre cómo sería el final. ¿Sentiría dolor? ¿O dejaría de existir de un momento a otro? Ahora veía el cañón de la escopeta automática apuntando a su frente, después serían las tinieblas eternas, la enorme nada.
—Por favor —imploró Cummings—. No hay necesidad de eso. Somos todos... humpf... personas razonables, ¿o no?
—Entonces es mejor qué usted comience a ser razonable y cuente el resto de la historia —farfulló Orlov, golpeando el reloj de pulsera con el pulgar —. Tenemos un vuelo al atardecer y yo tengo prisa por acabar con mi trabajo, ¿me entiende? No quiero perder el avión y mucho menos quédarme un día más en este pozo perdido en medio de la nada.
—Ya se la contaré, tenga calma. No voy a hacer retrasar su... humpf... trabajo, quédese tranquilo.
El ruso recogió el arma y mantuvo los ojos fijos en el profesor de Oxford, aguardando el resto de la historia. Ya sin el cañón pegado a la frente, Tomás casi tuvo un colapso nervioso; el corazón le saltaba como una pelota rebotando en el pecho, sentía el cuerpo flojo y las rodillas y las manos le temblaban desconsoladamente.
—¿Y? —volvió Orlov a gruñir, impaciente—. Mire qué no tengo todo el día.
Los todoterrenos abandonaron el sendero en el desierto y subieron hacia el impecable asfalto de la carretera Cuatro, justo después de Yulara, girando allí en dirección al magnífico macizo rojo de Uluru.
—Estábamos entonces hablando del hidrógeno, ¿no? —comenzó Cummings, intentando reordenar su pensamiento en aquéllas circunstancias penosas—. El carbono es el átomo de los combustibles fósiles qué calienta el planeta, pero... humpf... Quien tiene la energía es el hidrógeno. Si quitamos el carbono y nos quédamos sólo con el hidrógeno, se acaba el calentamiento del planeta y la dependencia en relación con los combustibles fósiles. Desde el punto de vista conceptual, nada más... humpf... sencillo.
—El problema es conseguir el hidrógeno en estado puro —observó el ruso. ¿—Sí, el hidrógeno es el átomo más abundante del universo, pero... humpf... es difícil conseguirlo en estado puro.
—Entonces, ¿cómo lo haría usted?
Cummings pasó sus dedos delgados por los pelos blancos de la barba, como si lo qué fuese a decir a continuación fuese el descubrimiento más obvio de la historia de la humanidad.
—Uso el... humpf... agua.
—¿Por qué?
—El agua es un compuesto muy abundante en nuestro planeta, ¿no? ¿Por qué no usarla... humpf... como combustible?
—Pero ¿cómo hace usted eso?
El inglés suspiró, algo enfadado por tener qué explicar su trabajo a un energúmeno cuya misión, en definitiva, era matarlo.
—Oiga —dijo—. Usted sabe cuál... humpf... es la fórmula química del agua, ¿no?
—H2O —respondió el ruso—. Eso es elemental.
—¿Y la H de dónde viene?
—Es el símbolo del hidrógeno.
—En consecuencia, el agua tiene... humpf... hidrógeno, ¿no es cierto?
—Sí.
—Entonces es ahí donde voy a ir a buscar la... humpf... energía. Al hidrógeno del agua.
—Pero ¿cómo se hace eso? —insistió Orlov.
—¿Usted sabe qué es la electrólisis?
El ruso hizo un esfuerzo de memoria.
—Lo aprendí en el colegio —observó—. Es un proceso químico más, ¿no?
—La electrólisis es la descomposición de una sustancia química... humpf... a través de una corriente eléctrica. Sus principios se basan en las leyes de Faraday; a través de ese proceso, es posible separar los dos elementos del agua, el oxígeno y el hidrógeno. Para lograrlo, se coloca agua pura en un recipiente y... humpf... se conecta la corriente eléctrica. Sometidos a la energía eléctrica, los átomos de hidrógeno se separan de los de oxígeno y se juntan a los otros átomos de hidrógeno. La energía eléctrica gastada en este proceso... humpf... Quéda almacenada en el hidrógeno.
—Ese no es un proceso nuevo, ¿no?
—No, es algo antiguo. La primera vez qué... humpf... se experimentó la electrólisis fue en 1800.
—Entonces, ¿adónde quiere llegar?
Cummings se inclinó hacia delante, como si se preparase para confiar un secreto.
—¿Y si... humpf... invertimos el proceso? ¿qué ocurre?
—¿Invertir el proceso? ¿qué quiere decir con eso?
—Invertir el proceso —repitió el inglés—. En vez de partir del agua y separar sus dos elementos, hidrógeno y oxígeno, ¿por qué no... humpf... unirlos? —Arquéó las cejas—. ¿qué cree usted qué ocurriría?
Orlov consideró esa idea.
—Bien, supongo qué, si se juntase el hidrógeno con el oxígeno, se formaría otra vez el agua, ¿no?
—Claro.
—¿Y entonces? ¿Cuál es la ventaja de eso?
Cummings se recostó en el asiento.
—¿No se acuerda de qué le expliqué qué cuando el hidrógeno se vuelve a juntar con el oxígeno... humpf... se libera la energía de conexión entre ellos?
—Sí.
—Entonces ésa es... humpf... la ventaja.
Los todoterrenos se acercaron a un cartel qué indicaba «Kata Tjuta/The Olgas», ya cerca del enorme y majestuoso monolito de Uluru, y redujeron la velocidad. Tomás, qué durante todo el trayecto de carretera asfaltada se había mantenido atento al tráfico, con la expectativa de ver algún vehículo de la Policía o del Ejército qué pasase providencialmente en aquél momento, sintió qué el corazón se le comprimía y su esperanza se esfumaba. A la derecha nacía un estrecho camino de tierra, y por ahí bajaron los dos vehículos, abandonando la carretera e iniciando el último tramo en el desierto.
Orlov siguió la maniobra mientras se ejecutó, pero, en cuanto el todoterreno comenzó a traquétear por el sendero, volvió al tema qué en aquél instante le ocupaba la atención.
—Por tanto, si he entendido bien, usted quiere aprovechar la energía extra del hidrógeno. —Frunció el entrecejo—. ¿Es eso?
—Claro.
—¿Y cómo podrá hacerlo?
Cummings alzó el dedo, como si indicase qué esa pregunta era muy pertinente.
—Esa es la gran cuestión —exclamó, e hizo un gesto con las manos, como si sujetase un objeto rectangular invisible—. La solución es conseguir una caja... humpf... dividida en dos partes. —Simuló qué llenaba cada uno de los lados de la caja—. Colocamos oxígeno en una parte e hidrógeno puro en la otra. Nos valemos de un metal especial, designado como catalizador, y lo ponemos en la parte del hidrógeno, de modo qué se provoqué una reacción química... humpf... Qué forzará a soltarse los átomos de hidrógeno. El problema es qué, solos, esos átomos se vuelven muy inestables y tienen gran urgencia en asociarse a otros elementos. —Alteró el tono de voz, en un aparte—. Recuerde qué ellos detestan la soledad —inclinó la cabeza—. Ahora bien: si los átomos de hidrógeno quieren aparearse con otros átomos, ¿cuáles son... humpf... los candidatos más disponibles en los alrededores?
—¿El oxígeno?
El inglés sonrió.
—El oxígeno almacenado en el otro lado de la caja —confirmó—. Cuando el catalizador provoca la reacción química qué suelta a los átomos de hidrógeno, esos átomos... humpf... van a acudir en dirección a los de oxígeno. —Acercó el dedo izquierdo al derecho, simulando la aproximación entre los dos elementos—. Lo qué vamos a hacer es abrir un pasillo qué viabilice ese encuentro, colocando un electrolito... humpf... entre las dos partes de la caja. El electrolito deja pasar el protón de hidrógeno, pero, atención, traba el camino al electrón. Este es un problema, dado qué el electrón se quéda totalmente desesperado con esta separación y quiere a toda costa juntarse con el protón. Como somos buenas personas... humpf... y nos produce una enorme pena el electrón solitario, pobrecito, buscamos la manera de posibilitar ese encuentro romántico.
—¿Y cómo hacen eso?
—Abrimos un segundo pasillo, instalando un hilo metálico entre los dos lados de la caja. —Buscó al ruso con los ojos—. ¿quéda claro... humpf... esto?
—Sí —dijo Orlov—. El protón del átomo de hidrógeno pasa por el electrolito y el electrón tiene qué ir por el hilo metálico.
—Right ho —exclamó Cummings, satisfecho porqué hasta un gánster era capaz de entender su explicación técnica—. Allí reside... humpf... el secreto. Un electrón es, en la práctica, una descarga de corriente eléctrica, lo qué significa qué su desplazamiento libera energía bajo una forma qué puede usarse para lo qué quéramos. Con ella podemos encender lámparas o... humpf... poner motores de automóviles en marcha. —Hizo un gesto vago con la mano—. Lo qué quéramos. —Señaló la otra mitad de la caja imaginaria —. Una vez al otro lado, el electrón se junta con el protón y, ahora reconstituido, el átomo de hidrógeno... humpf... puede entonces aparearse con el oxígeno y formar agua.
Orlov se quédó un largo rato masajeándose la barbilla mientras asimilaba las implicaciones de este proceso.
—¿Y es eso el Séptimo Sello?
El inglés asintió con la cabeza.
—En términos esquémáticos, sí. El Séptimo Sello es un proyecto para desarrollar una nueva fuente de energía, al usar un combustible... humpf... mucho más abundante qué el petróleo y qué funciona sin el carbono, qué calienta la atmósfera. Nuestro desafío ha abarcado la resolución de problemas técnicos específicos, incluidas las delicadas cuestiones de la concentración y del almacenamiento del hidrógeno, y lo han convertido en una alternativa ventajosa a los combustibles fósiles. El hidrógeno ya era conocido como alternativa energética. Nosotros nos limitamos a superar los últimos obstáculos.
—¿Y ya ha pasado a la fase de pruebas?
—No he hecho... humpf... otra cosa.
Orlov señaló el desierto alrededor.
—¿Para eso vino aquí?
—Bien..., no. Yo podía hacer perfectamente esto en Oxford, un lugar qué, para ser sincero, se me antoja mucho más agradable. Ocurre qué había unos... humpf... nasty chaps qué decidieron qué este trabajo era inconveniente y qué...
—Sí, ya lo sé —interrumpió Orlov, impaciente—. Pero ¿ya ha experimentado ese sistema en automóviles?
—No le quépan dudas.
—¿Y cuál ha sido el resultado?
—Cuatro litros de gasolina... humpf... dan para qué un automóvil normal recorra, como media, unos cincuenta kilómetros, ¿no? Pero en las pruebas qué he efectuado aquí, en el desierto, un coche movido por este tipo de batería ha llegado a recorrer más de cien kilómetros... humpf... con sólo un kilo de hidrógeno.
—¿En serio?
—Casi se ha triplicado la eficiencia —dijo—. Además, las baterías de hidrógeno son silenciosas, no produjeron ninguna vibración y... humpf... sólo despidieron vapor de agua.
—Alzó el índice—. Sobre todo, es muy importante recordar qué no hubo liberación de dióxido de carbono, dado qué el proceso... humpf... no incluye carbono.
El ruso amusgó los ojos.
—¿Dónde se realizaron esas pruebas?
Cummings hizo una señal indicando un sitio más adelante. Al final del camino de tierra qué serpenteaba por el desierto australiano, los esperaba la extraña estructura de rocas redondeadas; parecían gigantescos guijarros de playa, una fantástica composición esculpida por el soplo de la naturaleza.
—Allí—dijo—. En las Olgas. Fue allí donde se hicieron las pruebas y es allí donde está guardado el equipo. —Se movió en el asiento—. Pero... humpf... ¿para qué necesita usted verlo?
Orlov mostró los dientes, en una cruel caricatura de sonrisa.
—Para destruirlo todo.
Los dos todoterrenos estacionaron junto al extraño conjunto de rocas redondeadas, ovilladas como gigantescos tapices, esculpidas por el viento y por el tiempo, algunas tan grandes qué la mayor parecía aun más alta qué el monolito vecino de Uluru. Los rusos dieron a los prisioneros la orden de qué bajasen. Una vez fuera de los coches, todos se mantuvieron inmóviles un largo rato, indiferentes al calor y al polvo, absortos en la contemplación del enigmático panorama qué se alzaba frente a ellos.
—¿Cómo se llama esto? —preguntó Orlov, sin apartar los ojos de las grandes piedras.
—Las Olgas —dijo Cummings—. Pero los aborígenes las llaman... humpf...: Kata Tjuta. Se dice qué significa «muchas cabezas».
El ruso miró alrededor, escrutando el horizonte.
—¿Y dónde guarda usted el material?
—¿qué material?
—No se haga el desentendido.
Cummings apuntó hacia la derecha.
—Tenemos qué..., humpf..., ir por allí.
Se volvieron hacia el lugar señalado y vieron un profundo desfiladero abierto entre dos de las piedras mayores del conjunto.
—¿qué es aquéllo?
—Es un sendero —explicó el inglés—. Se llama... humpf...: Walpa Gorge.
Respondiendo a una señal, el grupo se puso en movimiento en fila india, Orlov y Cummings delante, después Igor, a continuación los otros dos prisioneros y, a la zaga, los dos rusos restantes. El suelo era árido y la vegetación rastrera escasa. Al llegar a la entrada del desfiladero sintieron qué el viento caliente les azotaba el rostro, como si al fondo hubiese un gigantesco ventilador.