Read El Señor Presidente Online
Authors: Miguel Angel Asturias
Y como aquella vez del escondite, así salió de las vistas, con los ojos llorosos y atropelladamente, entre los que abandonaban las sillas y corrían hacia las puertas en la oscuridad. No pararon hasta el Portal del Comercio. Y allí supo Camila que el público había salido huyendo de la excomunión. En la pantalla, una mujer de traje pegado al cuerpo y un hombre mechudo de bigote y corbata de artista, bailaban el tango argentino.
Vásquez salió a la calle armado todavía —la barreta que le sirvió para callar a la
Chabelona
era arma contundente—,
y a
una señal de su cabeza, asomó Cara de Ángel con la hija del general en los brazos.
La policía empezaba a huir con el botín cuando aquéllos desaparecieron por la puerta de
El Tus-Tep.
De los policías, el que no llevaba a miches un galápago, llevaba un reloj de pared, un espejo de cuerpo entero, una estatua, una mesa, un crucifijo, una tortuga, gallinas, patos, palomas y todo lo que Dios creó. Ropa de hombre, zapatos de mujer, trastos de China, flores, imágenes de santos, palanganas, trébedes, lámparas, una araña de almendrones, candelabros, frascos de medicinas, retratos, libros, paraguas para aguas del cielo y para aguas humanas.
La fondera esperaba en
El Tus-Tep
con la tranca en la mano para acuñar luego la puerta.
Jamás sospechó Camila que existiera este cuchitril hediendo a petate podrido, a dos pasos de donde feliz vivía entre los mimos del viejo militar, parece mentira ayer dichoso; los cuidados de su nana, parece mentira hoy malherida; las flores de su patio
ayer
no pisoteadas, hoy por tierra; la gata fugada y el canario muerto, aplastado con jaula y todo. Al quitarle el favorito de los ojos la bufanda negra, Camila tuvo la impresión de estar muy lejos de su casa... Dos y tres veces se pasó la mano por la cara, mirando a todos lados para saber dónde estaba. Los dedos se le perdieron en un grito al darse cuenta de su desgracia. No estaba soñando.
—Señorita... —alrededor de su cuerpo adormecido, pesado, la voz del que esa tarde le anunció la catástrofe—, aquí, por lo menos, no corre usted ningún peligro. ¿Qué le damos para que le pase el susto?
—¡Susto de agua y fuego! —dijo la fondera, y corrió a desenterrar el rescoldo en el apaste con ceniza que le servía de cocina, instante que aprovechó Lucio Vásquez para tocar a degüello y empinarse una garrafa de aguardiente de sabor, sin saborearlo, como quien bebe mataburro.
A soplidos le sacaba la fondera los ojos al fuego, sin dejar de repetir entre dientes: «fuego y luego, luego y fuego». A su espalda, por la pared de la trastienda, que alumbraba de rojo el resplandor del rescoldo, resbaló la sombra de Vásquez camino al patio.
—Aquí fue donde él le dijo a ella... —decía Lucio con su voz aflautada—. No hay quién que por cien no venga... y por mil también. El que a mataburro vive, a mataburro muere...
El agua que llenaba una taza de bola tomó color de persona asustada al caerle la brasa y apagarse. Como la pepita de una fruta infernal flotó el carbón negro que la
Masacuata
echó ardiendo y sacó apagado con las tenazas. «Susto de agua y fuego», repetía. Camila recobró la voz a los primeros tragos:
—¿Y mi papá? —fue lo primero que dijo.
—Tranquilícese, no tenga pena; beba más agüita de brasa, al general no le ha sucedido nada —le contestó Cara de Ángel.
—¿Lo sabe usted?
—Lo supongo...
—Y una desgracia...
—¡Isht, no la llame usted!
Camila volvió a mirar a Cara de Ángel. El semblante dice muchas veces más que las palabras. Pero se le perdieron los ojos en las pupilas del favorito, negras y sin pensamiento.
Es menester que se siente, niña... —observó la
Masacuata.
Volvía arrastrando la banquita que Vásquez ocupaba esa tarde, cuando el señor de la cerveza y el billete entró en la fonda por primera vez...
... ¿Esa tarde hacía muchos años o esa tarde hacía pocas horas? El favorito fijaba los ojos, alternativamente, en la hija del general y en la llama de la candela ofrecida a la Virgen de Chiquinquirá. El pensamiento de apagar la luz y hacer una que no sirve le negreaba en las pupilas. Un soplido y... suya por la razón o la fuerza. Pero trajo las pupilas de la imagen de la Virgen a la figura de Camila caída en el asiento y, al verle la cara pálida bajo las lágrimas granudas, el cabello en desorden y el cuerpo de ángel a medio hacer, cambió el gesto, le quitó la taza de la mano con aire paternal y se dijo: «¡pobrecita!»...
Las toses de la fondera, para darles a entender que los dejaba a solas y sus improperios al encontrar a Vásquez completamente borracho, tirado en el patiecito oloroso a rosas de cachirulo que seguía a la trastienda, coincidieron con nuevos llantos de Camila.
—¡Vos sí que dialtiro sos liso —la
Masacuata
estaba hecha una chichigua—, desconsiderado, que sólo servís para derramarle a uno las bilis! ¡Bien dicen que con vos el que parpadea pierde! ¡Mucho que decís que me querés!... Se ve..., se ve... ¡Apenas di media vuelta te sembraste la garrafa! ¡Para vos que no me cuesta..., que lo salgo a fiar..., que me lo regalan!... ¡Ladronote!... ¡Salí de aquí o te saco a pescozadas!
La voz quejosa del borracho, los golpes de su cabeza en el suelo cuando la fondera empezó a jalarlo de los pies... El aire cerró la puerta del patiecito. No se oyó más.
—Pero si
ya pasó,
si ya pasó... —entredecía Cara de Ángel al oído de Camila, que lloraba a mares—. Su papá no corre peligro y usted escondida aquí está segura; aquí estoy yo para defenderla... Ya pasó, no llore; llorando así se va a poner más nerviosa... Míreme sin llorar y le explico todo bien cómo fue...
Camila dejó de llorar poco a poco. Cara de Ángel, que le acariciaba la cabeza, le quitó el pañuelo de la mano para secarle los ojos. Una lechada de cal y pintura rosada fue el día en el horizonte, entre las cosas, bajo las puertas. Los seres se olfateaban antes de verse. Los árboles, enloquecidos por la comezón de los trinos y sin poderse rascar. Bostezo y bostezo las pilas. Y el aire botando el pelo negro de la noche, el pelo de los muertos, para tocarse con peluca rubia.
—Pero lo indispensable es que usted se calme, porque es echarlo a perder todo. Se compromete usted, comprometemos a su papá y me compromete a mí. Esta noche volveré para llevarla a casa de sus tíos. El cuento aquí es ganar tiempo. Hay que tener paciencia. No se pueden arreglar ciertas cosas así no más. Algunas necesitan más
eme-o-de-o
que otras.
—No, si por mí qué pena; ya, con lo que me ha dicho, me siento segura. Se lo agradezco. Todo está explicado y debo quedarme aquí. La angustia es por mi papá. Lo que yo quisiera es tener la certeza de que a mi papá no le ha pasado nada.
—Yo me encargaré de traerle noticias.
—¿Hoy mismo?
—Hoy mismo...
Antes de salir, Cara de Ángel se volvió para darle con la mano un golpecito cariñoso en la mejilla.
—¡Cal-ma-da!
La hija del general Canales alzó los ojos otra vez llenos de lágrimas y le contestó:
—Noticias...
Ni el pan recibió por salir a la carrera la esposa de Genaro Rodas. A saber Dios si venían los canastos con su ganancia. Dejó a su marido tirado en la cama sin desvestirse, como estropajo, y a su mamoncito dormido en el canasto que le servía de cuna. Las seis de la mañana.
Sonando en el reloj de la Merced y dando ella el primer toquido en casa de Canales. Que dispensaran la alarma y el madrugón, pensaba, tocador en mano ya para llamar de nuevo. Pero ¿venían a abrir o no venían a abrir? El general debe saber cuanto antes lo que Lucio Vásquez le contó anoche al atarantado de mi marido en esa cantina que se llama de
El
Despertar del León...
Dejó de tocar y mientras salían a abrir fue reflexionando: que los limosneros le echan el muerto del Portal del Señor, que van a venir a capturarlo esta mañana y lo último, lo peor del mundo, que se quieren robar a la señorita...
«¡Eso sí que es canela! ¡Eso sí que es canela!», repetía para sus adentros sin dejar de tocar.
Y un vuelco con otro del corazón. ¿Que me llevan preso al general? Bueno, pues para eso es hombre y preso se queda. Pero que acarreen con la señorita... ¡Sangre de Cristo! El tiznón no tiene remedio. Y apostara mi cabeza que éstas son cosas de algún guanaco salado y sin vergüenza, de ésos que vienen a la ciudad con las mañas del monte.
Tocó de nuevo. La casa, la calle, el aire, todo como en un tambor. Era desesperante que no abrieran. Deletreó el nombre de la fonda de la esquina para hacer tiempo:
El Tus-Tep...
No había mucho que deletrear, si no se fijaba en lo que decían los muñecos pintarrajeados de uno y otro lado de la puerta; de un lado un hombre, del otro lado una mujer; de la boca de la mujer salía este letrero: «¡Ven a bailar el tustepito!», y de por la espalda del hombre que apretaba una botella en la mano: «¡No, porque estoy bailando el tustepón!»...
Cansada de tocar —no estaban o no abrían— empujó la puerta. La mano se le fue hasta a saber dónde... ¿Sólo entornada? Se terció el pañolón barbado, franqueó el zaguán en un mar de corazonadas y asomó el corredor que no sabía de ella, helada por la realidad como el ave por el perdigón, huida la sangre, pobres los alientos, fatua la mirada, paralizados los miembros al ver las macetas de flores por tierra, por tierra las colas de quetzal, mamparas y ventanas rotas, rotos los espejos, destrozados los armarios, violadas las llaves, papeles y trajes y muebles y alfombras, todo ultrajado, todo envejecido en una noche, todo hecho un molote despreciable, basura sin vida, sin intimidad, sucia, sin alma...
La
Chabelona
vagaba con el cráneo roto, como fantasma entre las ruinas de aquel nido abandonado, en busca de la señorita.
—¡Já-já-já-já!... —reía— ... ¡Jí-jí-jí-jí! ¿Dónde se esconde, niña Camila?... ¡Ahí voy con
tamaño cuero!
¿Por qué no responde?... ¡Tuero! ¡Tuero! ¡TUERO!
Creía jugar al escondite con Camila y la buscaba y rebuscaba en los rincones, entre las flores, bajo las camas, tras las puertas, revolviéndolo todo como torbellino...
—¡Já-já-já-já!... ¡Jí-jí-jí-jí!... ¡Jú-jú-jú-jú!... ¡Tuero! ¡Tuero! ¡Salga, niña Camila, que no la jallo!... ¡Salga, niña Camilita, que ya me cansé de buscarla! ¡Já-já-já-já! ¡Salga!... ¡Tuero!... ¡Voy con tamaño cuero!... ¡Jí-jí-jí-jí!... ¡Jú-jú-jú-jú!...
Busca buscando se arrimó a la pila y al ver su imagen en el agua quieta, chilló como mono herido y con la risa hecha temblor de miedo entre los labios, el pelo sobre la cara y sobre el pelo las manos, acurrucóse poco a poquito para huir de aquella visión insólita. Suspiraba frases de perdón como si se excusara ante ella misma de ser tan fea, de estar tan vieja, de ser tan chiquita, de estar tan clinuda... De repente dio otro grito. Por entre la lluvia estropajosa de sus cabellos y las rendijas de sus dedos había visto saltar el sol desde el tejado, caerle encima y arrancarle la sombra que ahora contemplaba en el patio. Mordida por la cólera se puso en pie y la tomó contra su sombra y su imagen golpeando el agua y el piso, el agua con las manos, el piso con los pies. Su idea era borrarlas. La sombra se retorcía como animal azotado, mas a pesar del furioso taconeo, siempre estaba allí. Su imagen despedazábase en la congoja del líquido golpeado, pero en cesando la agitación del agua reaparecía de nuevo. Aulló con berrinche de fiera rabiosa, al sentirse incapaz de destruir aquel polvito de carbón regado sobre las piedras, que huía bajo sus pisotones como si de veras sintiera los golpes, y aquel otro polvito luminoso espolvoreado en el agua y con no sé qué de pez de su imagen que abollaba a palmotadas y puñetazos.
Ya los pies le sangraban, ya botaba las manos de cansancio y su sombra y su imagen seguían indestructibles.
Convulsa e iracunda, con la desesperación del que arremete por última vez, se lanzó de cabeza contra la pila...
Dos rosas cayeron en el agua...
La rama de un rosal espinudo le había arrebatado los ojos...
Saltó por el suelo como su propia sombra hasta quedar exánime al pie de un naranjo que pringaba de sangre un choreque de abril.
La banda marcial pasaba por la calle. ¡Cuánta violencia y cuánto aire guerrero! ¡Qué hambre de arcos triunfales! Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos de los trompeteros por soplar duro y parejo, los vecinos, lejos de abrir los ojos con premura de héroes fatigados de ver la tizona sin objeto en la dorada paz de los trigos, se despertaban con la buena nueva del día de fiesta y el humilde propósito de persignarse para que Dios les librara de los malos pensamientos, de las malas palabras y de las malas obras contra el Presidente de la República.
La
Chabelona
topó a la banda al final de un rápido adormecimiento. Estaba a oscuras. Sin duda la señorita había venido de puntillas a cubrirle los ojos por detrás.
«¡Niña Camila, si ya sé que es usté, déjeme verla!», balbuceó, llevándose las manos a la cara para arrancarse de los párpados las manos de la señorita, que le hacían un daño horrible.
El viento aporreaba las mazorcas de sonidos calle abajo. La música y la oscuridad de la ceguera que le vendaba los ojos como en un juego de niños trajeron a su recuerdo la escuela donde aprendió las primeras letras, allá por Pueblo Viejo. Un salto de edad y se veía ya grande, sentada a la sombra de dos árboles de mango y luego, lueguito, relueguito, de otro salto, en una carreta de bueyes que rodaba por caminos planos y olorosos a troj. El chirriar de las ruedas desangraba como doble corona de espinas el silencio del carretero imberbe que la hizo mujer. Rumia que rumia fueron arrastrando los vencidos bueyes el tálamo nupcial. Ebriedad de cielo en la planicie elástica... Pero el recuero se dislocaba de pronto y con ímpetu de catarata veía entrar a la casa un chorro de hombres... Su hálito de bestias negras, su grita infernal, sus golpes, sus blasfemias, sus risotadas, el piano que gritaba hasta desgañitarse como si le arrancaran las muelas a manada limpia, la señorita perdida como un perfume y un mazazo en medio de la frente acompañado de un grito extraño y de una sombra inmensa.
La esposa de Genaro Rodas, Niña Fedina, encontró a la sirvienta tirada en el patio, con las mejillas bañadas en sangre, los cabellos en desorden, las ropas hechas pedazos, luchando con las moscas que manos invisibles le arrojaban por puños a la cara; y como la que se encuentra con un espanto,
huyó
por las habitaciones presa de miedo.