Read El Señor Presidente Online
Authors: Miguel Angel Asturias
—No, ya vas a ver. En lucha estábamos con aquélla, cuando el tipo regresó por el vuelto del billete, y como nos encontró abrazados, se hizo de confianza y nos contó que estaba coche por la hija del general Canales y que pensaba robársela hoy en la noche, si era posible. La hija del general Canales era la patoja, que había salido a ponerse de acuerdo con él. No sabés cómo me rogó para que yo le ayudara en el volado, pero yo qué iba a poder, con esta cuidadera del Portal...
—¡Qué largos!, ¿verdá, vos?
Rodas acompañó esta exclamación con un chisguetazo de saliva. —Y como a ese traído yo me lo he visto parado muchas veces por la Casa Presidencial...
—¡Me zafo, debe ser familia...!
—No, ¡qué va a ser!, ni por donde pasó el zope. Lo que sí me extraña es la prisota que se cargaba por robarse a la muchacha ésa hoy mismo. Algo sabe de la captura del general y querrá armarse de traída cuando los cuques carguen con el viejo.
—Sin jerónimo de duda, en lo que estás vos...
—¡Metámonos el ultimátum y nos vamos a la mierda!
Don Lucho llenó las copas y los amigos no tardaron en vaciarlas. Escupían sobre gargajos y chencas de cigarrillos baratos.
—¿Como cuánto le debemos, don Lucho?
—Son dieciséis con cuatro...
—¿De cada uno? —intervino Rodas.
—¡No, cómo va a ser eso; todo junto! —respondió el cantinero, mientras Vásquez le contaba en la mano algunos billetes y cuatro monedas de níquel.
—¡Hasta la vista, don Lucho!
—¡Don Luchito, ya nos vemos!
Estas voces se confundieron con la voz del cantinero, que se acercó a despedirles hasta la puerta.
—¡Ah, la gran flauta, qué frío el que hace...! —exclamó Rodas al salir a la calle, clavándose las manos en las bolsas del pantalón.
Paso a paso llegaron a las tiendas de la cárcel, en la esquina inmediata al Portal del Señor, y a instancias de Vásquez, que se sentía contento y estiraba los brazos como si se despegara de una torta de pereza, se detuvieron allí.
—¡Éste sí que es el mero despertar del lión que tiene melena de tirabuzones! —decía desperezándose—. ¡Y qué lío el que se debe tener un lión para ser un lión! Y haceme el favor de ponerte alegre, porque ésta es mi noche alegre, ésta es mi noche alegre; soy yo quien te lo digo, ¡ésta es mi noche alegre!
Y a fuerza de repetir así, con la voz aguda, cada vez más aguda, parecía cambiar la noche en pandereta negra con sonajas de oro, estrechar en el viento manos de amigos invisibles y traer al titiritero del Portal con los personajes de sus pantomimas a enzoguillarle la garganta de cosquillas para que se carcajeara. Y reía, reía ensayando a dar pasos de baile con las manos en las bolsas de la chaqueta cuta y cuando tomaba su risa ahogo de queja
y ya
no era gusto sino sufrimiento, se doblaba por la cintura para defender la boca del estómago. De pronto guardó silencio. La carcajada se le endureció en la boca, como el yeso que emplean los dentistas para tomar el molde de la dentadura. Había visto al
Pelele. Sus
pasos patearon el silencio del Portal. La vieja fábrica los fue multiplicando por dos, por ocho, por doce. El idiota se quejaba quedito y recio como un perro herido. Un alarido desgarró la noche. Vásquez, a quien el Pe
lele vio
acercarse con la pistola en la mano, lo arrastraba de la pierna quebrada hacia las gradas que caían a la esquina del Palacio Arzobispal. Rodas asistía a la escena, sin movimiento, con el resuello espeso, empapado en sudor. Al primer disparo el
Pelele
se desplomó por la gradería de piedra. Otro disparo puso fin a la obra. Los turcos se encogieron entre dos detonaciones. Y nadie vio nada, pero en una de las ventanas del Palacio Arzobispal, los ojos de un santo ayudaban a bien morir al infortunado y en el momento en que su cuerpo rodaba por las gradas, su mano con esposa de amatista, le absolvía abriéndole el Reino de Dios.
A las detonaciones y alaridos del
Pelele,
a la fuga de Vásquez y su amigo, mal vestidas de luna corrían las calles por las calles sin saber bien lo que había sucedido y los árboles de la plaza se tronaban los dedos en la pena de no poder decir con el viento, por los hilos telefónicos, lo que acababa de pasar. Las calles asomaban a las esquinas preguntándose por el lugar del crimen y, como desorientadas, unas corrían hacia los barrios céntricos y otras hacia los arrabales. ¡No, no fue en el Callejón del Judío, zigzagueante y con olas, como trazado por un borracho! ¡No en el Callejón de Escuintilla, antaño sellado por la fama de cadetes que estrenaban sus espadas en carne de gendarmes malandrines, remozando historias de mosqueteros y caballerías! ¡No en el Callejón del
Rey,
el preferido de los jugadores, por donde reza que ninguno pasa sin saludar al rey! ¡No en el Callejón de Santa Teresa, de vecindario amargo y acentuado declive! ¡No en el Callejón del Consejo, ni por la Pila de La Habana, ni por las Cinco Calles, ni por el Martinico... !
Había sido en la Plaza Central, allí donde el agua seguía lava que lava los mingitorios públicos con no sé qué de llanto, los centinelas golpea que golpea las armas y la noche gira que gira en la bóveda helada del cielo con la Catedral y el cielo.
Una confusa palpitación de sien herida por los disparos tenía el viento, que no lograba arrancar a soplidos las ideas fijas de las hojas de la cabeza de los árboles.
De repente abrióse una puerta en el Portal del Señor y como ratón asomó el titiritero. Su mujer lo empujaba a la calle, con curiosidad de niña de cincuenta años, para que viera y le dijera lo que sucedía. ¿Qué sucedía? ¿Qué habían sido aquellas dos detonaciones tan seguiditas? Al titiritero le resultaba poco gracioso asomarse a la puerta en paños menores por las novelerías de doña
Venjamón,
como apodaban a su esposa, sin duda porque él se llamaba Benjamín, y grosero cuando ésta en sus embelequerías y ansia de saber si habían matado a algún turco empezó a clavarle entre las costillas las diez espuelas de sus dedos para que alargara el cuello lo más posible.
—¡Pero, mujer, si no veo nada! ¡Cómo querés que te diga! ¿Y qué son esas exigencias?
—¿Qué decís?... ¿Fue por onde los turcos?
—Digo que no veo nada, que qué son esas exigencias...
—¡Hablá claro, por amor de Dios!
Cuando el titiritero se apeaba los dientes postizos, para hablar movía la boca chupada como ventosa.
—¡Ah!, ya veo, esperá; ¡ya veo de qué se trata!
—¡Pero, Benjamín, no te entiendo nada! —y casi jirimiqueando—. ¿Querrés entender que no te entiendo nada?
—¡Ya veo, ya veo!... ¡Allá, por la esquina del Palacio Arzobispal, se está juntando gente!
—¡Hombre, quitá de la puerta, porque ni ves nada —sos un inútil— ni te entiendo una palabra!
Don Benjamín dejó pasar a su esposa, que asomó desgreñada, con un seno colgando sobre el camisón de indiana amarilla y el otro enredado en el escapulario de la Virgen del Carmen.
—¡Allí... que llevan la camilla! —fue lo último que dijo don Benjamín.
—¡Ah, bueno, bueno, si fue allí no más!... ¡Pero no fue por onde los turcos, como yo creía! ¡Cómo no me habías dicho, Benjamín, que fue allí no más; pues con razón, pues, que se oyeron los tiros tan cerca!
—Como que vi, ve, que llevaban la camilla —repitió el titiritero. Su voz parecía salir del fondo de la tierra, cuando hablaba detrás de su mujer.
—¿Que qué?
—¡Que yo como que vi, ve, que llevaban la camilla!
—¡Callá, no sé lo que estás diciendo, y mejor si te vas a poner los dientes que sin ellos, como si me hablaras en inglés!
—¡Que yo como que ve... !
—¡No, ahora la traen!
—¡No, niña, ya estaba allí!
—¡Que ahora la traen, digo yo, y no soy choca!, ¿verdá?
—¡No sé, pero yo como que vi... !
—¿Que qué... ? ¿La camilla? Entendé que no...
Don Benjamín no medía un metro; era delgadito y velludo como murciélago y estaba aliviado si quería ver en lo que paraba aquel grupo de gentes y gendarmes a espaldas de doña
Venjamón,
dama de puerta mayor, dos asientos en el tranvía, uno para cada nalga, y ocho varas y tercia por vestido.
—Pero sólo vos querés ver... —se atrevió don Benjamín con la esperanza de salir de aquel eclipse total.
Al decir así, como si hubiera dicho ¡ábrete, perejil!, giró doña
Venjamón
como una montaña, y se le vino encima.
—¡En prestá te cargo, chu-malía! —le gritó. Y alzándolo del suelo lo sacó a la puerta como un niño en brazos.
El titiritero escupió verde, morado, anaranjado, de todos colores. A lo lejos, mientras él pataleaba sobre el vientre o cofre de su esposa, cuatro hombres borrachos cruzaban la plaza llevando en una camilla el cuerpo del
Pelele.
Doña
Venjamón
se santiguó. Por él lloraban los mingitorios públicos y el viento metía ruido de zopilotes en los árboles del parque, descoloridos, color de guardapolvo.
—¡Chichigua te doy y no esclava, me debió decir el cura, ¡maldita sea tu estampa!, el día que nos casamos! —refunfuñó el titiritero al poner los pies en tierra firme.
Su cara mitad lo dejaba hablar, cara mitad inverosímil, pues si él apenas llegaba a mitad de naranja mandarina, ella sobraba para toronja; le dejaba hablar, parte porque no le entendía una palabra sin los dientes y parte por no faltarse al respeto de obra.
Un cuarto de hora después, doña
Venjamón
roncaba como si su aparato respiratorio luchase por no morir aplastado bajo aquel tonel de carne, y él, con el hígado en los ojos, maldecía de su matrimonio.
Pero su teatro de títeres salió ganancioso de aquel lance singular. Los muñecos se aventuraron por los terrenos de la tragedia, con el llanto goteado de sus ojos de cartón piedra, mediante un sistema de tubitos que alimentaban con una jeringa de lavativa metida en una palangana de agua. Sus títeres sólo habían reído y si alguna vez lloraron fue con muecas risueñas, sin la elocuencia del llanto, corriéndoles por las mejillas y anegando el piso del tabladillo de las alegres farsas con verdaderos ríos de lágrimas.
Don Benjamín creyó que los niños llorarían con aquellas comedias picadas de un sentido de pena y su sorpresa no tuvo límites cuando los vio reír con más ganas, a mandíbula batiente, con más alegría que antes. Los niños reían de ver llorar... Los niños reían de ver pegar...
—¡Ilógico! ¡Ilógico! —concluía don Benjamín. —¡Lógico! ¡Relógico! —le contradecía doña
Venjamón.
—¡Ilógico! ¡Ilógico! ¡Ilógico! —¡Relógico! ¡Relógico! ¡Relógico! —¡No entremos en razones! —proponía don Benjamín. —¡No entremos en razones! —aceptaba ella... —Pero es ilógico...
—¡Relógico, vaya! ¡Relógico, recontralógico!
Cuando doña
Venjamón
la tenía con su marido iba agregando sílabas a las palabras, como válvulas de escape para no estallar.
—¡Ilololológico! —gritaba el titiritero a punto de arrancarse los pelos de la rabia...
—¡Relógico! ¡Relógico! ¡Recontralógico! ¡Requetecontrarrelógico!
Lo uno o lo otro, lo cierto es que en el teatrillo del titiritero del Portal funcionó por mucho tiempo aquel chisme de lavativa que hacía llorar a los muñecos para divertir a los niños.
El pequeño comercio de la ciudad cerraba sus puertas en las primeras horas de la noche, después de hacer cuentas, recibir el periódico y despachar a los últimos clientes. Grupos de muchachos se divertían en las esquinas con los ronrones que atraídos por la luz revoloteaban alrededor de los focos eléctricos. Insecto cazado era sometido a una serie de torturas que prolongaban los más belitres a falta de un piadoso que le pusiera el pie para acabar de una vez. Se veía en las ventanas parejas de novios entregados a la pena de sus amores, y patrullas armadas de bayonetas y rondas armadas de palos que al paso del jefe, hombre tras hombre, recorrían las calles tranquilas. Algunas noches, sin embargo, cambiaba todo. Los pacíficos sacrificadores de ronrones jugaban a la guerra organizándose para librar batallas cuya duración dependía de los proyectiles, porque no se retiraban los combatientes mientras quedaban piedras en la calle.
La madre de la novia, con su presencia, ponía fin a las escenas amorosas haciendo correr al novio, sombrero en mano, como si se le hubiera aparecido el Diablo. Y la patrulla, por cambiar de paso, la tomaba de primas a primeras contra un paseante cualquiera, registrándole de pies a cabeza y cargando con él a la cárcel, cuando no tenía armas, por sospechoso, vago, conspirador, o, como decía el jefe, porque me cae mal...
La impresión de los barrios pobres a estas horas de la noche era de infinita soledad, de una miseria sucia con restos de abandono oriental, sellada por el fatalismo religioso que le hacía voluntad de Dios. Los desagües iban llevándose la luna a flor de tierra, y el agua de beber contaba, en las alcantarillas, las horas sin fin de un pueblo que se creía condenado a la esclavitud y al vicio.
En uno de estos barrios se despidieron Lucio Vásquez y su amigo.
—¡Adiós, Genaro!... —dijo aquél requiriéndole con los ojos para que guardara el secreto—, me voy volando porque voy a ver si todavía es tiempo de darle una manita al traído de la hija del general.
Genaro se detuvo un momento con el gesto indeciso del que se arrepiente de decir algo al amigo que se va; luego acercóse a una casa —vivía en una tienda— y llamó con el dedo.
—¿Quién? ¿Quién es? —reclamaron dentro.
—Yo... —respondió Genaro, inclinando la cabeza sobre la puerta, como el que habla al oído de una persona bajita.
—¿Quién yo? —dijo al abrir una mujer.
En camisón y despeinada, su esposa, Fedina de Rodas, alzó el brazo levantando la candela a la altura de la cabeza, para verle la cara.
Al entrar Genaro, bajó la candela, y dejó caer los aldabones con gran estrépito y encaminóse a su cama, sin decir palabra. Frente al reloj plantó la luz para que viera el resinvergüenza a qué horas llegaba. Éste se detuvo a acariciar al gato que dormía sobre la tilichera, ensayando a silbar un aire alegre.
—¿Qué hay de nuevo que tan contento? —gritó Fedina sobándose los pies para meterse en la cama.
—¡Nada! —se apresuró a contestar Genaro, perdido como una sombra en la oscuridad de la tienda, temeroso de que su mujer le conociera en la voz la pena que traía.