Read El Señor Presidente Online
Authors: Miguel Angel Asturias
Leído el proceso, el fiscal, un militar peinado
á la brosse,
con la cabeza pequeñita en una guerrera de cuello dos veces más grande, se puso de pie para pedir la cabeza del reo. Carvajal volvió a mirar a los miembros del tribunal, buscando saber si estaban cuerdos. Con el primero que tropezaron sus pupilas no podía estar más borracho. Sobre la bandera se dibujaban sus manos morenas, como las manos de los campesinos que juegan a los pronunciados en una feria aldeana. Le seguía un oficial retinto que también estaba ebrio. Y el Presidente, que daba la más acabada impresión del alcohólico, casi se caía de la juma.
No pudo defenderse. Ensayó a decir unas cuantas palabras, pero inmediatamente tuvo la impresión dolorosa de que nadie le oía, y en efecto, nadie le oía. La palabra se le deshizo de la boca como pan mojado.
La sentencia, redactada y escrita de antemano, tenía algo de inmenso junto a los simples ejecutores, junto a los que iban a echar el «fierro», muñecos de oro y de cecina, que bañaba de arriba abajo la diarrea del quinqué; junto a los pordioseros de ojos de sapo y sombra de culebra, que manchaba de lunas negras el piso naranja; junto a los soldaditos, que se chupaban el barbiquejo; junto a los muebles silenciosos, como los de las casas donde se ha cometido un delito.
—¡Apelo de la sentencia!
Carvajal enterró la voz hasta la garganta.
—¡Déjese de cuentos —respingó el Auditor—; aquí no hay pelo ni apelo, será matatusa!
Un vaso de agua inmenso, que pudo coger porque tenía la inmensidad en las manos, le ayudó a tragarse lo que buscaba a expulsar su cuerpo: la idea del padecimiento, de lo mecánico de la muerte, el cheque de las balas con los huesos, la sangre sobre la piel viva, los ojos helados, los trapos tibios, la tierra. Devolvió el vaso con miedo y tuvo la mano alargada hasta que encontró la resolución del movimiento. No quiso fumar un cigarrillo que le ofrecieron. Se pellizcaba el cuello con los dedos temblorosos, rodando por los encalados muros del salón una mirada sin espacio, desasida del pálido cemento de su cara.
Por un pasadizo chiflonudo le llevaron casi muerto, con sabor de pepino en la boca, las piernas dobladas y un lagrimón en cada ojo.
—Lic, échese un trago... —le dijo un teniente de ojos de garza.
Se llevó la botella a la boca, que sentía inmensa, y bebió.
—Teniente —dijo una voz en la oscuridad—; mañana pasará usted a baterías. Tenemos orden de no tolerar complacencias de ninguna especie en los reos políticos.
Pasos adelante le sepultaron en una mazmorra de tres varas de largo por dos y media de ancho, en la que había doce hombres sentenciados a muerte, inmóviles por falta de espacio, unos contra otros como sardinas, los cuales satisfacían de pie sus necesidades pisando y repisando sus propios excrementos. Carvajal fue el número 13. Al marcharse los soldados, la respiración aquejante de aquella masa de hombres agónicos llenó el silencio del subterráneo que turbaban a lo lejos los gritos de un emparedado.
Dos y tres veces se encontró Carvajal contando maquinalmente los gritos de aquel infeliz sentenciado a morir de sed: ¡Sesenta y dos!... ¡Sesenta y tres!... ¡Sesenta y cuatro!...
La hedentina de los excrementos removidos y la falta de aire le hacían perder la cabeza y rodaba sólo él, arrancado de aquel grupo de seres humanos, contando los gritos del emparedado, por los despeñaderos infernales de la desesperación.
Lucio Vásquez se paseaba fuera de las bartolinas, ictérico, completamente amarillo, con las uñas y los ojos color de envés de hoja de encina. En medio de sus miserias, le sustentaba la idea de vengarse algún día de Genaro Rodas, a quien consideraba el causante de su desgracia. Su existencia se alimentaba de esa remota esperanza, negra y dulce como la rapadura. La eternidad habría esperado con tal de vengarse —tanta noche negra anidaba en su pecho de gusano en las tinieblas—, y sólo la visión del cuchillo que rasga la entraña y deja la herida como boca abierta, clarificaba un poco sus pensamientos enconosos. Las manos engarabatadas del frío; inmóvil como lombriz de lodo amarillo, hora tras hora saboreaba Vásquez su venganza. ¡Matarlo! ¡Matarlo! Y como si ya tuviera al enemigo cerca, arrastraba la mano por la sombra, sentía el pomo helado del cuchillo, y como fantasma que ensaya ademanes imaginativamente se abalanzaba sobre Rodas.
El grito del emparedado lo sacudía.
—¡Per Dio, per favori...,
aaagua! ¡Agua! ¡Agua! ¡Agua, Tineti, agua, agua!
¡Per Dio, per favori...,
aaagua, aaaguaa... agua...!
El emparedado se somataba contra la puerta que había borrado por fuera una tapia de ladrillo, contra el piso, contra los muros.
—¡Agua, Tineti! ¡Agua, Tineti! ¡Agua,
per Dio,
agua
per favori,
Tineti!
Sin lágrimas, sin saliva, sin nada húmedo, sin nada fresco, con la garganta en espinero de ardores, girando en un mundo de luces y manchas blancas, su grito no cesaba de martillar:
—¡Agua, Tineti! ¡Agua, Tineti! ¡Agua, Tineti!
Un chino con la cara picada de viruelas cuidaba de los prisioneros. De siglo en siglo pasaba como postrer aliento de vida. ¿Existía aquel ser extraño, semidivino, o era una ficción de todos? Los excrementos removidos y el grito del emparedado les causaba vértigos y acaso, acaso, aquel ángel bienhechor era sólo una visión fantástica.
—¡Agua, Tineti! ¡Agua, Tineti!
¡Per Dio, per favori,
agua, agua, agua, agua!... No faltaba trajín de soldados que entraban y salían golpeando los caites en las losas, y entre éstos, algunos que carcajeándose contestaban al emparedado:
—¡Tirolés, tirolés!...
¿Per
qué te manchaste la gallina verde
quiparla
como la
chente?
—¡Agua,
per Dio, per favori,
agua,
signori,
agua,
per favori!
Vásquez masticaba su venganza y el grito del italiano que en el aire dejaba sed de bagazo de caña. Una descarga le cortó el aliento. Estaban fusilando. Debían ser las tres de la mañana.
—¡Enferma grave en la vecindad!
De cada casa salió una solterona.
—¡Enferma grave en la vecindad!
Con cara de recluta y ademanes de diplomático, la de la casa de
las doscientas,
llamada Petronila, ella, que a falta de otra gracia habría querido, por lo menos, llamarse Berta. Con vestimenta de merovingia y cara de garbanzo, una amiga de
las doscientas,
cuyo nombre de pila era Silvia. Con el corsé, tanto da decir armadura, encallado en la carne, los zapatos estrechos en los callos y la cadena del reloj alrededor del cuello como soga de patíbulo, cierta conocida de Silvia llamada Engracia. Con cabeza de corazón como las víboras, ronca, acañutada y varonil, una prima de Engracia, que también habría podido ser una pierna de Engracia, muy dada a menudear calamidades de almanaque, anunciadora de cometas, del Anticristo y de los tiempos en que, según las profecías, los hombres treparán a los árboles huyendo de las mujeres enardecidas y éstas subirán a bajarlos.
¡Enferma grave en la vecindad! ¡Qué alegre! No lo pensaban, pero casi lo decían celebrando del diente al labio, con voz de amasaluegos, un suceso que por mucho que echaran a retozar la tijera dejaría sobrada y bastante tela para que cada una de ellas hiciese el acontecimiento de su medida.
La
Masacuata
atendía.
—Mis hermanas están listas —anunciaba la de
las doscientas
sin decir para qué estaban listas.
—En cuanto a ropa, si hace falta, desde luego pueden contar conmigo —observaba Silvia.
Y Engracia, Engracita, que cuando no olía a tricófero trascendía a caldo de res, agregaba articulando las palabras a medias, sofocada por el corsé:
—¡Yo les recé una
Salve a
las Ánimas, al acabar mi Hora de Guardia, por esta necesidad tan grande!
Hablaban a media voz, congregadas en la trastienda, procurando no turbar el silencio que envolvía como producto farmacéutico la cama de la enferma ni molestar al señor que la velaba noche y día. Un señor muy regular. Muy regular. De punta de pie se acercaban a la cama, más por verle la cara al señor que por saber de Camila, espectro pestañudo, con el cuello flaco, flaco, y los cabellos en desorden, y como sospecharan que había gato encerrado —¿en que devoción no hay gato encerrado?— no sosegaron hasta lograr arrancar a la fondera la llave del secreto. Era su novio. ¡Su novio! ¡Su novio! ¡Su novio! ¿Con que eso, no? ¡Con que su novio! Cada una repitió la palabrita dorada, menos Silvia; ésta se fue con disimulo, tan pronto como supo que Camila era hija del general Canales, y no volvió más. Nada de mezclarse con los enemigos del Gobierno. El será muy su novio, se decía, y muy del Presidente, pero yo soy hermana de mi hermano y mi hermano es diputado y lo puedo comprometer. «¡Dios libre l'hora!»
En la calle todavía se repitió: «¡Dios libre l'hora!»
Cara de Ángel no se fijó en las solteras que, cumpliendo obra de misericordia, además de visitar a la enferma se acercaron a consolar al novio. Les dio las gracias sin oír lo que le decían —palabras—, con el alma puesta en la queja maquinal, angustiosa y agónica de Camila, ni corresponder las muestras de efusión con que le estrecharon las manos. Abatido por la pena sentía que el cuerpo se le enfriaba. Impresión de lluvia y adormecimiento de los miembros, de enredo con fantasmas cercanos e invisibles en un espacio más amplio que la vida, en el que el aire está solo, sola la luz, sola la sombra, solas las cosas.
El médico rompía la ronda de sus pensamientos.
—Entonces, doctor...
—¡Sólo un milagro!
—Siempre vendrá por aquí, ¿verdad?
La fondera no paraba un instante y ni así le rendía el tiempo. Con permiso de lavar en la vecindad mojaba de mañana muy temprano, luego se iba a la Penitenciaría llevando el desayuno de Vásquez, de quien nada averiguaba; de regreso enjabonaba, desaguaba y tendía, y, mientras los trapos se secaban, corría a su casa a hacer lo de adentro y otros oficios; mudar a la enferma, encender candelas a los santos, sacudir a Cara de Ángel para que tomara alimento, atender al doctor, ir a la farmacia, sufrir a las
presbíteras,
como llamaba a las solteras, y pelear con la dueña de la colchonería.
—¡Colchones para cebones! —gritaba en la puerta haciendo como que espantaba las moscas con un trapo—. ¡Colchones para cebones!
—¡Sólo un milagro!
Cara de Ángel repitió las palabras del médico. Un milagro la continuación arbitraria de lo perecedero, el triunfo sobre el absoluto estéril de la migaja humana. Sentía la necesidad de gritar a Dios que le hiciera el milagro, mientras el mundo se le escurría por los brazos inútil, adverso, inseguro, sin razón de ser.
Y todos esperaban de un momento a otro el desenlace. Un perro que aullara, un toquido fuerte, un doble en la Merced, hacían santiguarse a los vecinos y exclamar, suspiro va y suspiro viene: «¡Ya descansó!... ¡Vaya, era su hora llegada! ¡Pobre su novio! ¡Qué se ha de hacer! ¡Que se haga la voluntad de Dios! ¡Es lo que somos, en resumidas cuentas!»
Petronila relataba estos sucesos a uno de esos hombres que envejecen con cara de muchachos, profesor de inglés y otras anomalías, a quien familiarmente llamaban
Tícher.
Quería saber si era posible salvar a Camila por medios sobrenaturales y el
Tícher
debía saberlo, porque, además de profesor de inglés, dedicaba sus ocios al estudio de la teosofía, el espiritismo, la magia, la astrología, el hipnotismo, las ciencias ocultas y hasta fue inventor de un método que llamaba:
«Cisterna de embrujamiento para encontrar tesoros escondidos en las casas donde espantan».
Jamás habría sabido explicar el
Tícher sus
aficiones por lo desconocido. De joven tuvo inclinaciones eclesiásticas, pero una casada de más saber y gobierno que él se interpuso cuando iba a cantar Epístola, y colgó la sotana quedándose con los hábitos sacerdotales, un pozo zonzo y solo. Dejó el Seminario por la Escuela de Comercio y habría terminado felizmente sus estudios de no tener que huir a un profesor de teneduría de libros que se enamoró de él perdidamente. La mecánica le abrió los brazos tiznados, la mecánica fregona de las herrerías, y entró a soplar el fuelle a un taller de por su casa, mas poco habituado al trabajo y no muy bien constituido, pronto abandonó el oficio. ¡Qué necesidad tenía él, único sobrino de una dama riquísima, cuya intención fue dedicarlo al sacerdocio, empresa en la que dale que le das siempre estaba la buena señora! «¡Vuelve a la iglesia —le decía— y no estés ahí bostezando, vuelve a la iglesia, no ves que el mundo te disgusta, que eres medio loquito y débil como chivito de mantequilla, que de todo has probado y nada te satisface; militar, músico, torero!... O, si no quieres ser Padre, dedícate al magisterio, a dar clases de inglés, pongo por caso. Si el Señor no te eligió, elige tú a los niños; el inglés es más fácil que el latín y más útil, y dar clases de inglés es hacer sospechar a los alumnos que el profesor habla inglés aunque no le entiendan: mejor, si no le entienden.»
Petronila bajó la voz, como lo hacía siempre que hablaba con el corazón en la mano.
—Un novio que la adora, que la idolatra,
Tícher,
que no obstante haberla raptado la respetó en espera de que la iglesia bendijera su unión entera. Eso ya no se ve todos los días.
—¡Y menos en estos tiempos, criatura! —añadió al pasar por la sala con un ramo de rosas la más alta de
las doscientas,
una mujer que parecía subida en la escalera de su cuerpo.
—Un novio,
.Tícher,
que la ha colmado de cuidados y que sin que le quepa duda, se va a morir con ella..., ¡ay!
—¿Y dice usted, Petronila —el
Tícher
hablaba pausadamente—, que ya los señores médicos facultativos se declararon incompetentes para rescatarla de los brazos de la Parca?
—Sí, señor, incompetentes; la han desahuciado tres veces.
—¿Y dice usted, Nila, que ya sólo un milagro puede salvarla? —Figúrese... Y está el novio que parte el alma...
—Pues yo tengo la clave; provocaremos el milagro. A la muerte únicamente se le puede oponer el amor, porque ambos son igualmente fuertes, como dice
El Cantar de los Cantares; y si
como usted me informa, el novio de esa señorita la adora, digo la quiere entrañablemente, digo con las entrañas y la mente, digo con la mente de casarse, puede salvarla de la muerte si comete el sacramento del matrimonio, que en mi teoría de los injertos se debe emplear en este caso.