Read El Señor Presidente Online
Authors: Miguel Angel Asturias
—¡Pobre! ¡Pobre! —murmuraba sin cesar.
Al pie de una ventana encontró la carta escrita por el general para su hermano Juan. Le recomendaba que mirara por Camila... Pero no la leyó toda Niña Fedina, parte porque la atormentaban los gritos de la
Chabelona,
que parecían salir de los espejos rotos, de los cristales hechos trizas, de las sillas maltrechas, de las cómodas forzadas, de los retratos caídos, y parte porque precisaba poner pies en polvorosa. Se enjugó el sudor de la cara con el pañuelo que, doblado en cuatro, apretaba nerviosamente en la mano repujada de sortijas baratas, y guardándose el papel en el cotón, se encaminó a la calle a toda prisa.
Demasiado tarde. Un oficial de gesto duro la apresó en la puerta. La casa estaba rodeada de soldados. Del patio subía el grito de la sirvienta atormentada por las moscas.
Lucio Vásquez, quien a instancias de la
Masacuata y
de Camila volaba ojo desde la puerta de
El Tus-Tep,
se quedó sin respiración al ver que agarraban a la esposa de Genaro Rodas, el amigo a quien al calor de los tragos había contado anoche, en
El Despertar del León,
lo de la captura del general.
—¡No lloro, pero me acuerdo! —exclamó la fondera, que había salido
a
la puerta en el momento en que capturaban a Niña Fedina.
Un soldado se acercó a la fonda. «¡A la hija del general buscan!», se dijo la fondera con el alma en los pies. Otro tanto pensó Vásquez, turbado hasta la raíz de los pelos. El soldado se acercó a decir que cerraran. Entornaron las puertas y se quedaron espiando por las rendijas lo que pasaba en la calle.
Vásquez reanimóse en la penumbra y con el pretexto del susto quiso acariciar a la
Masacuata,
pero ésta, como de costumbre, no se dejó. Por poco le pega un sopapo.
—¡Vos sí que tan chucana!
—¡Ah, sí! ¿verdá? ¡Cómo no, Chón! ¡Cómo no me iba a dejar que me estuvieras manosiando como batidor sin orejas! ¡Qué tal si no te cuento anoche que esta babosa andaba con que la hija del general... !
—¡Mirá que te pueden oír! —interrumpió Vásquez. Hablaban inclinados, mirando a la calle por las rendijas de la puerta.
—¡No siás bruto, si estoy hablando quedito!... Te decía que qué tal si no te cuento que esta mujer andaba con que la hija del general iba a ser la madrina de su chirís; traés al Genaro y se amuela la cosa.
—¡Siriaco! —contestó aquél, jalándose después una tela indespegable que sentía entre el galillo y la nariz.
—¡No siás desasiado! ¡Vos sí que dialtiro sos cualquiera; no tenés gota de educación!
—¡Qué delicada, pues...!
—¡Ischt!
El Auditor de Guerra bajaba en aquel instante de un carricoche.
—Es el Auditor... —dijo Vásquez.
—¿Y a qué viene? —preguntó la
Masacuata.
—A la captura del general...
—¿Y por eso anda vestido de
loro?
¡Haceme favor!... ¡Ay-y-jo del mismo!, volale pluma a las que se ha puesto en la cabeza...
—No, ¡qué va a ser por eso!; y vos sí que para preguntona te pintás. Anda vestido así porque de aquí se va a ir a donde el Presidente.
—¡Dichoso!
—¡Si no capturaron anoche al general, ya me llevó puta!
—¡Qué lo van a capturar anoche!
—¡Mejor hacés shó!
Al bajar el Auditor del carricoche se pasaron órdenes en voz baja y un capitán, seguido de un piquete de soldados, se entró a la casa de Canales con el sable desenvainado en una mano y el revólver en la otra, como los oficiales en los cromos de las batallas de la guerra ruso- japonesa.
Y a los pocos minutos —siglos para Vásquez, que seguía los acontecimientos con el alma en un hilo— volvió el oficial con la cara descompuesta, descolorido y agitadísimo, a dar parte al Auditor de lo que sucedía.
—¿Qué?... ¿Qué? —gritó el Auditor.
Las palabras del oficial salían atormentadas de los pliegues de sus huelgos crecidos.
—¿Qué... que... que se ha fugado... ? —rugió aquél; dos venas se le hincharon en la frente como interrogaciones negras— ... ¿Y que, que, que, que han saqueado la casa?...
Sin perder segundo desapareció por la puerta seguido del oficial; una rápida ojeada de relámpago, y volvió a la calle más ligero, la mano gordezuela y rabiosa apretada a la empuñadura del espadín y tan pálido que se confundía con sus labios su bigote de ala de mosca.
—¡Cómo se ha fugado es lo que yo quisiera saber! —exclamó al salir a la puerta—. ¡Ordenes; para eso se inventó el teléfono, para capturar a los enemigos del gobierno! ¡Viejo salado; como lo coja lo cuelgo! ¡No quisiera estar en su pellejo!
La mirada del Auditor dividió como un rayo a Niña Fedina. Un oficial y un sargento la habían traído casi a la fuerza adonde él vociferaba.
—¡Perra!... —le dijo y, sin dejar de mirarla, añadió—: ¡Haremos cantar a ésta! ¡Teniente, tome diez soldados y llévela deprisita adonde corresponde! ¡Incomunicada!, ¿eh?...
Un grito inmóvil llenaba el espacio, un grito aceitoso, lacerante, descarnado.
—¡Dios mío, qué le estarán haciendo a ese Señor Crucificado! —se quejó Vásquez. El grito de la
Chabelona,
cada vez más agudo, le abría hoyo en el pecho.
—¡Señor! —recalcó la fondera con retintín—, ¿no oís que es mujer? ¡Para vos que todos los hombres tienen acento de cenzontle señorita!
—No me digás así...
El Auditor ordenó que se catearan las casas vecinas a la del general. Grupos de soldados, al mando de cabos y sargentos, se repartieron por todos lados. Registraban patios, habitaciones, dependencias privadas, tapancos, pilas. Subían a los tejados, removían roperos, camas, tapices, alacenas, barriles, armarios, cofres. Al vecino que tardaba en abrir la puerta se le echaban abajo a culatazos. Los perros ladraban furibundos junto a los amos pálidos. Cada casa era una regadera de ladridos...
—¡Como registren aquí! —dijo Vásquez, que casi había perdido el habla de la angustia—. ¡En la que nos hemos metido!... Y quisiera fuera por algo, pero por embelequeros...
La
Masacuata
corrió a prevenir a Camila.
—Yo soy de opinión —vino diciendo Vásquez detrás— que se tape la cara y se vaya de aquí...
Y a reculones volvió a la puerta sin esperar respuesta.
—¡Esperen! ¡Espérense! —dijo al poner el ojo en la rendija—. ¡El Auditor ya dio contraorden, ya no están registrando, nos hemos salvado!
De dos pasos se plantó la fondera en la puerta para ver con propios ojos lo que Lucio le anunciaba con tanta alegría.
—¡Mirujeá tú, Señor Crucificado!... —susurró la fondera.
—¿Quién es ésa, vos?
—¡La posolera, no estás viendo! —y agregó retirando el cuerpo de la mano codiciosa de Vásquez—. ¡Estate quieto, vos, hombre! ¡Estate quieto! ¡Estate quieto! ¡A la perra con vos!
—¡Pobre, choteá cómo la traen!
—¡Como si el tranvía le hubiera pasado encima!
—¿Por qué harán turnio los que se mueren?
—¡Quitá, no quiero ver!
Una escolta, al mando de un capitán con la espada desenvainada, había sacado de casa de Canales a la
Chabelona,
la infeliz sirvienta. El Auditor ya no pudo interrogarla. Veinticuatro horas antes, esta basura humana ahora agonizante era el alma de un hogar donde por toda política el canario urdía sus intrigas de alpiste, el chorro en la pila sus círculos concéntricos, el general sus interminables solitarios, y Camila sus caprichos.
El Auditor saltó al carricoche seguido de un oficial. Humo se hizo el vehículo en la primera esquina. Vino una camilla cargada por cuatro hombres desguachipados y sucios, para llevar al anfiteatro el cadáver de la
Chabelona.
Desfilaron las tropas hacia uno de los castillos y la
Masacuata
abrió el establecimiento. Vásquez ocupaba su habitual banquita, disimulando mal la pena que le produjo la captura de la esposa de Genaro Rodas, con la cabeza hecha un horno de cocer ladrillos, el flato del tóxico por todas partes, hasta sentir que le volvía la borrachera por momentos, y la sospecha de la fuga del general.
Niña Fedina acortaba mientras tanto el camino de la cárcel en lucha con los de la escolta, que a cada paso la bajaban a empellones de la acera a mitad de la calle. Se dejaba maltratar sin decir nada, pero, de pronto, andando, andando, como rebasada su paciencia, le dio a uno de todos un bofetón en la cara. Un culatazo, respuesta que no esperaba, y otro soldado que le pegó por detrás, en la espalda, le hicieron trastabillar, golpearse los dientes y ver luces.
—¡Calzonudos!... ¡Para lo que les sirven las armas!... ¡Deberían tener más vergüenza! — intervino una mujer que volvía del mercado con el canasto lleno de verduras y frutas.
—¡Shó! —le gritó un soldado.
—¡Será tu cara, machetón!
—¡Vaya, señora! Señora, siga su camino; ligerito siga su camino; ¿o no tiene oficio? —le gritó un sargento.
—¡Seré como ustedes, cebones!
—¡Cállese —intervino el oficial—, o la rompemos!
—¡La rompemos, qué mismas! ¡Eso era lo único que nos faltaba, ishtos que ái andan y que parecen chinos de tan secos, con los codos de fuera y los pantalones comidos del fundillo! ¡Repasearse quisieran en uno y que uno se quedara con el hocico callado! ¡Partida de piojosos... , ajar a la gente por gusto!
Y entre los transeúntes que la miraban asustados, poco a poco se fue quedando atrás la desconocida defensora de la esposa de Genaro Rodas. En medio de la patrulla seguía hacia la cárcel, trágica, descompuesta, sudorosa, barriendo el suelo con las barbas de su pañolón de burato.
El carricoche del Auditor de Guerra asomó a la esquina de casa del licenciado Abel Carvajal, en el momento en que éste salía de bolero y leva hacia palacio. El Auditor dejó el carruaje bamboleándose al saltar del estribo a medio andén. Carvajal había cerrado la puerta de su casa y se calzaba un guante con parsimonia cuando lo capturó el colega. Un piquete de soldados lo condujo por el centro de la calle, vestido con traje de ceremonia, hasta la Segunda Sección de Policía, adornada por fuera con banderitas y cadenas de papel de China. Derechito lo pasaron al calabozo en que seguían presos el estudiante y el sacristán.
Las calles iban apareciendo en la claridad huidiza del alba entre tejados y campos que trascendían a frescura de abril. Por allí se descolgaban las mulas de la leche a todo correr, las orejas de los botijos de metal repiqueteando, perseguidas por el jadeo y el látigo del peón que las arreaba. Por allí les amanecía a las vacas que ordeñaban en los zaguanes de las casas ricas y en las esquinas de los barrios pobres, entre parroquianos que en vía de restablecimiento o aniquilamiento, con ojos de sueños hondos y vidriosos, hacían tiempo a la vaca preferida y se acercaban a su turno, personalmente, a recibir la leche, ladeando el vaso con divino modo para que de tal suerte se hiciera más líquido que espuma. Por allí pasaban las acarreadoras del pan con la cabeza hundida en el tórax, comba la cintura, tensas las piernas y los pies descalzos, pespunteando pasos seguidos e inseguros bajo el peso de enormes canastos, canasto sobre canasto, pagodas que dejaban en el aire olor a hojaldres con azúcar y ajonjolí tostado. Por allí se oía la alborada en los días de fiesta nacional, despertador que paseaban fantasmas de metal y viento, sonidos de sabores, estornudos de colores, mientras aclara no aclara sonaba en las iglesias, tímida y atrevida, la campana de la primera misa, tímida y atrevida, la campana de la primera misa, tímida y atrevida porque si su tantaneo formaba parte del día de fiesta con gusto a chocolate y a torta de canónigo, en los días de fiesta nacional olía a cosa prohibida.
Fiesta nacional...
De las calles ascendía con olor a tierra buena el regocijo del vecindario, que echaba la pila por la ventana para que no levantaran mucho polvo al paso de las tropas que pasaban con el pabellón hacia Palacio —el pabellón oloroso a pañuelo nuevo—, ni los carruajes de los señorones que se echaban a la calle de punta en blanco, doctores con el armario en la leva traslapada, generales de uniforme relumbrante, hediendo a candelero —aquéllos tocados con sombreros de luces, éstos con tricornio de plumas—, ni el trotecito de los empleados subalternos, cuya importancia se medía en el lenguaje de buen gobierno por el precio del entierro que algún día les pagaría el Estado.
¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria! El Presidente se dejaba ver, agradecido con el pueblo que así correspondía a sus desvelos, aislado de todos, muy lejos, en el grupo de sus íntimos.
¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria! Las señoras sentían el divino poder del Dios Amado. Sacerdotes de mucha enjundia le incensaban. Los juristas se veían en un torneo de Alfonso el Sabio. Los diplomáticos, excelencias de Tiflis, se daban grandes tonos consintiéndose en Versalles, en la Corte del Rey Sol. Los periodistas nacionales y extranjeros se relamían en presencia del redivivo Pericles. ¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria! Los poetas se creían en Atenas, así lo pregonaban al mundo. Un escultor de santos se consideraba Fidias y sonreía poniendo los ojos en blanco y frotándose las manos, al oír que se vivaba en las calles el nombre del egregio gobernante. ¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria! Un compositor de marchas fúnebres, devoto de Baco y del Santo Entierro, asomaba la cara de tomate a un balcón para ver dónde quedaba la tierra.
Mas si los artistas se creían en Atenas, los banqueros judíos se las daban en Cartago, paseando por los salones del estadista que depositó en ellos su confianza y en sus cajas sin fondo los dineritos de la nación a cero y nada por ciento, negocio que les permitía enriquecerse con los rendidos y convertir la moneda de metal de oro y plata en pellejillos de circuncisión. ¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria!
Cara de Ángel se abrió campo entre los convidados. (Era bello y malo como Satán.)
—¡El pueblo lo reclama en el balcón, Señor Presidente!
—¿... el pueblo?
El amo puso en estas dos palabras un bacilo de interrogación. El silencio reinaba en torno suyo. Bajo el peso de una gran tristeza que pronto debeló con rabia para que no le llegara a los ojos, se levantó del asiento y fue al balcón.
Lo rodeaba el grupo de los íntimos cuando apareció entre el pueblo: un grupo de mujeres que venían a festejar el feliz aniversario de cuando salvó la vida. La encargada de pronunciar el discurso comenzó apenas vio aparecer al Presidente.