Read El Señor Presidente Online
Authors: Miguel Angel Asturias
—No tanto, verdá, cuestiones de familia, que siempre enojan y separan —añadió doña Judith dejando flotar en el ambiente un suspiro.
—Eso es lo que yo he creído —terció Cara de Ángel—; que don Juan no olvide que entre hermanos hay siempre lazos indestructibles...
—¿Cómo, don Miguel, cómo es eso?... ¿Yo cómplice?
—¡Permítame!
—¡No crea usted! —hilvanó doña Judith con los ojos bajos—. Todos los lazos se destruyen cuando median cuestiones de dinero; es triste que sea así, pero se ve todos los días; ¡el dinero no respeta sangre!
—¡Permítame!... Decía yo que entre los hermanos hay lazos indestructibles, porque a pesar de las profundas diferencias que existían entre don Juan y el general, éste, viéndose perdido y obligado a dejar el país contó...
—¡Es un pícaro si me mezcló en sus crímenes! ¡Ah, la calumnia!... ,»
—¡Pero si no se trata de nada de eso!
—¡Juan, Juan, deja que hable el señor!
—¡Contó con la ayuda de ustedes para que su hija no quedara abandonada y me encargó que hablara con ustedes para que aquí, en su casa... !
Esta vez fue Cara de Ángel el que sintió que sus palabras caían en el vacío. Tuvo la impresión de hablar a personas que no entendían español. Entre don Juan, panzudo y rasurado, y doña Judith, metida en la carretilla de mano de sus senos, cayeron sus palabras en el espejo para todos ausentes.
—Y es a ustedes a quienes corresponde ver lo que se debe hacer con esa niña.
—¡Sí, desde luego!... —Tan pronto como don Juan supo que Cara de Ángel no venía a capturarlo, recobró su aplomo de hombre formal—... ¡No sé qué responder a usted, pues, la verdad, esto me agarra tan de sorpresa!... En mi casa, desde luego, ni pensarlo... ¡Qué quiere usted, no se puede jugar con fuego!... Aquí, con nosotros ya lo creo que esa pobre infeliz estaría muy bien, pero mi mujer y yo no estamos dispuestos a perder la amistad de las personas que nos tratan, quienes nos tendrían a mal el haber abierto la puerta de un hogar honrado a la hija de un enemigo del Señor Presidente... Además, es público que mi famoso hermano ofreció..., ¿cómo dijéramos?..., sí, ofreció a su hija a un íntimo amigo del Jefe de la Nación, para que éste a su vez...
—¡Todo por escapar a la cárcel, ya se sabe! —interrumpió doña Judith, hundiendo el promontorio de su pecho en el barranco de otro suspiro—. Pero, como Juan decía, ofreció a su hija a un amigo del Señor Presidente, quien a su vez debía ofrecerla al propio Presidente, el cual, como es natural y lógico pensar, rechazó propuesta tan abyecta, y fue entonces cuando el
Príncipe de la milicia,
como le apodaban desde aquel su famosísimo discurso, viéndose en un callejón sin salida, resolvió fugarse y dejarnos a su señorita hija. ¡Ello..., qué podía esperarse de quien como la peste trajo el entredicho político a los suyos y el descrédito sobre su nombre! No crea usted que nosotros no hemos sufrido por la cola de este asunto. ¡Vaya que nos ha sacado canas, Dios y la Virgen son testigos!
Un relámpago de cólera cruzó las noches profundas que llevaba Cara de Ángel en los ojos.
—Pues no hay más que hablar...
—Lo sentimos por usted, que se molestó en venir a buscarnos. Me hubiera usted llamado...
—Y por usted —agregó doña Judith a las palabras de su marido—, si no nos fuera del todo imposible, habríamos accedido de mil amores.
Cara de Ángel salió sin volverse a mirarlos ni pronunciar palabra. El perro ladraba enfurecido, arrastrando la cadena por el suelo de un punto a otro.
—Iré a casa de sus hermanos —dijo en el zaguán, ya para despedirse.
—No pierda su tiempo —apresuróse a contestar don Juan—; si yo, que tengo fama de conservador porque vivo por aquí, no la acepté en mi casa, ellos, que son liberales... ¡Bueno, bueno!, van a creer que usted está loco o simplemente que es una broma...
Estas palabras las dijo casi en la calle; luego cerró la puerta poco a poco, frotóse las manos gordezuelas y se volvió después de un instante de indecisión. Sentía irresistibles deseos de acariciar a alguien, pero no a su mujer, y fue a buscar al perro, que seguía ladrando.
—Te digo que dejes a ese animal si vas a salir —le gritó doña Judith desde el patio, donde podaba los rosales aprovechando que ya había pasado la fuerza del sol.
—Sí, ya me voy...
—Pues apúrate, que yo tengo que rezar mi hora de guardia, y no es hora de andar en la calle después de las seis.
A un salto de las ocho de la mañana (¡buenos días aquéllos de la clepsidra, cuando no había relojes saltamontes, ni se contaba el tiempo a brincos!) fue encerrada Niña Fedina en un calabozo que era casi una sepultura en forma de guitarra, previa su filiación regular y un largo reconocimiento de lo que llevaba sobre su persona. La registraron de la cabeza a los pies, de las uñas a los sobacos, por todas partes —registro enojosísimo— y con más minuciosidad al encontrarle en la camisa una carta del general Canales, escrita de su puño y letra, la carta que ella había recogido del suelo en la casa de éste.
Fatigada de estar de pie y sin espacio en el calabozo para dos pasos, se sentó —después de todo era mejor estar sentada—, mas al cabo de un rato volvió a levantarse. El frío del piso le ganaba las asentaderas, las canillas, las manos, las orejas —la carne es heladiza—, y en pie estuvo de seguida otro rato, si bien más tarde tornó a sentarse,
y a
levantarse y a sentarse
y a
levantarse...
En los patios se oía cantar a las reclusas que sacaban de los calabozos a tomar el sol, tonadas con sabor de legumbres crudas, a pesar de tanto hervor de corazón como tenían. Algunas de estas tonadas, que a veces quedábanse tatareando con voz adormecida, eran de una monotonía cruel, cuyo peso encadenador rompían, de repente, gritos desesperados... Blasfemaban... , insultaban... , maldecían...
Desde el primer momento atemorizó a Niña Fedina una voz destemplada que en tono de salmodia repetía y repetía:
De la Casa-Nueva a las casas malas, cielito lindo,
no hay más que un paso, y ahora que estamos solos, cielito lindo, dame un abrazo.
¡Ay, ay, ay, ay! Dame un abrazo, que de ésta, a las malas casas, cielito lindo,
no hay más que un paso.
Los dos primeros versos disonaban del resto de la canción; sin embargo, esta pequeña dificultad parecía encarecer el parentesco cercano de las casas malas y la Casa-Nueva. Se desgajaba el ritmo, sacrificado a la realidad, para subrayar aquella verdad atormentadora, que hacía sacudirse a Niña Fedina con miedo de tener miedo cuando ya estaba temblando y sin sentir aún todo el miedo, el indiscernible y espantoso miedo que sintió después, cuando aquella voz de disco usado que escondía más secretos que un crimen, la caló hasta los huesos. Desayunarse de canción tan aceda, era injusto. Una despellejada no se revuelve en su tormento como ella en su mazmorra, oyendo lo que otras detenidas, sin pensar que la cama de la prostituta es más helada que la cárcel, oirían tal vez como suprema esperanza de libertad y de calor.
El recuerdo de su hijo la sosegó. Pensaba en él como si aún lo llevara en las entrañas. Las madres nunca llegan a sentirse completamente vacías de sus hijos. Lo primero que haría en saliendo de la cárcel, sería bautizarlo. Estaba pendiente el bautizo. Era lindo el faldón y linda la cofia que le regaló la señorita Camila. Y pensaba hacer la fiesta con tamal y chocolate al desayuno, arroz a la valenciana y pipián al mediodía, agua de canela, horchata, helados y barquillos por la tarde. Al tipógrafo del ojo de vidrio ya le diera el encargo de las estampitas impresas con que pensaba obsequiar a sus amistades. Y quería que fueran dos carruajes de «onde Shumann», de ésos de los caballotes que semejan locomotoras, de cadenas plateadas que hacen ruido y de cocheros de leva y sombrero de copa. Luego trató de quitarse de la cabeza estos pensamientos, no le fuera a suceder lo que cuentan que le pasó a aquel que la víspera de su matrimonio se decía: «mañana, a estas horas, ya te verás, boquita!», y a quien, por desgracia, el día siguiente, antes de la boda, pasando por una calle, le dieron un ladrillazo en la boca.
Y volvió a pensar en su hijo, y tan adentro se le fue el gozo, que, sin fijarse, tenía puestos los ojos en una telaraña de dibujos indecentes, a cuya vista se turbó de nuevo. Cruces, frases santas, nombres de hombres, fechas, números cabalísticos, enlazábanse con sexos de todos tamaños. Y se veían: la palabra Dios junto a un falo, un número 13 sobre un testículo monstruoso, y diablos con cuernos retorcidos como candelabros, y florecillas de pétalos en forma de dedos, y caricaturas de jueces y magistrados, y barquitos, y áncoras, y soles, y cunas, y botellas, y manecitas entrelazadas, y ojos y corazones atravesados por puñales, y soles bigotudos como policías, y lunas con cara de señorita vieja, y estrellas de tres y cinco picos, y relojes, y sirenas, y guitarras con alas, y flechas...
Aterrorizada, quiso alejarse de aquel mundo de locuras perversas, pero dio contra los otros muros también manchados de obscenidades. Muda de pavor cerró los ojos; era una mujer que empezaba a rodar por un terreno resbaladizo y a su paso, en lugar de ventanas, se abrían simas y el cielo le enseñaba las estrellas como un lobo de dientes.
Por el suelo, un pueblo de hormigas se llevaba una cucaracha muerta. Niña Fedina, bajo la impresión de los dibujos, creyó ver un sexo arrastrado por su propio vello hacia las camas del vicio.
De la Casa-Nueva a las casas malas, cielito lindo...
Y volvía la canción a frotarle suavemente astillitas de vidrio en la carne viva, como lijándole el pudor femenino.
En la ciudad continuaba la fiesta en honor del Presidente de la República. En la Plaza Central se alzaba por las noches la clásica manta de las vistas a manera de patíbulo, y exhibíanse fragmentos de películas borrosas a los ojos de una multitud devota que parecía asistir a un auto de fe. Los edificios públicos se destacaban iluminados en el fondo del cielo. Como turbante se enrollaba un tropel de pasos alrededor del parque de forma circular, rodeado de una verja de agudísimas puntas. Lo mejor de la sociedad, reunido allí, daba vueltas en las noches de fiesta, mientras la gente del pueblo presenciaba aquel cinematógrafo, bajo las estrellas, con religioso silencio. Un sardinero de viejos y viejas, de lisiados y matrimonios que ya no disimulaban el fastidio, bostezo y bostezo, seguían desde los bancos y escaños del jardín a los paseantes, que no dejaban muchacha sin piropo ni amigo sin saludo. De tiempo en tiempo, ricos y pobres levantaban los ojos al cielo: un cohete de colores, tras el estallido, deshilaba sedas de güipil en arco iris.
La primera noche en un calabozo es algo terrible. El prisionero se va quedando en la sombra como fuera de la vida, en un mundo de pesadilla. Los muros desaparecen, se borra el techo, se pierde el piso, y, sin embargo, ¡qué lejos el ánima de sentirse libre!; más bien se siente muerta.
Apresuradamente, Niña Fedina empezó a rezar: «¡Acordaos, oh misericordiosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que haya sido abandonado de vos ninguno de cuantos han acudido a vuestro amparo, implorando vuestro auxilio y reclamando vuestra protección! Yo, animada con tal confianza, acudo a vos, oh Madre Virgen de las Vírgenes, a vos me acerco y llorando mis pecados me postro delante de vuestros pies. No desechéis mis súplicas, oh Virgen María; antes bien oídlas propicia y acogedlas. Amén.» La sombra le apretaba la garganta. No pudo rezar más. Se dejó caer y con los brazos, que fue sintiendo muy largos, muy largos, abarcó la tierra helada, todas las tierras heladas, de todos los presos, de todos los que injustamente sufren persecución por la justicia, de los agonizantes y caminantes... Y ya fue de decir la letanía...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
Poco a poco, se incorporó. Tenía hambre. ¿Quién le daría de mamar a su hijo? A gatas acercóse a la puerta, que golpeó en vano.
Ora pronobis...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
A lo lejos se oyeron sonar doce campanadas...
Ora pronobis...
Ora pronobis...
En el mundo de su hijo...
Ora pronobis...
Doce campanadas, las contó bien... Reanimada, hizo esfuerzos para pensarse libre y lo consiguió. Viose en su casa, entre sus cosas y sus conocidos, diciendo a la Juanita: «¡adiós, me alegro de verla!», saliendo a llamar a palmotadas a la Gabrielita, atalayando el carbón, saludando con una reverencia a don Timoteo. Su negocio se le antojaba como algo vivo, como algo hecho de ella y de todos...
Fuera, seguía la fiesta, la manta de las vistas en lugar del patíbulo y la vuelta al parque de los esclavos atados a la noria.
Cuando menos lo esperaba se abrió la puerta del calabozo. El ruido de los cerrojos la hizo recoger los pies, como si de pronto se hubiera sentido a la orilla de un precipicio. Dos hombres la buscaron en la sombra y, sin dirigirle la palabra, la empujaron por un corredor estrecho, que el viento nocturno barría a soplidos, y por dos salas en tinieblas, hacia un salón alumbrado. Cuando ella entró, el Auditor de Guerra hablaba con el amanuense en voz baja.
«¡Éste es el señor que le toca el armonio a la Virgen del Carmen! —se dijo Niña Fedina—. Ya me parecía conocerle cuando me capturaron; lo he visto en la iglesia. ¡No debe ser mal hombre!... »
Los ojos del Auditor se fijaron en ella con detenimiento. Luego la interrogó sobre sus generales: nombre, edad, estado, profesión, domicilio. La mujer de Rodas contestó a estas cuestiones con entereza, agregando por su parte, cuando el amanuense aún escribía su última respuesta, una pregunta que no se oyó bien porque a tiempo llamaron por teléfono y escuchóse, crecida en el silencio de la habitación vecina, la voz ronca de una mujer que decía:
«... ¡Sí! ¿Cómo siguió? ¡Que me alegro! Yo mandé a preguntar esta mañana con la
Canducha... ¿El vestido? El vestido está bueno, sí, está bien tallado... ¿Cómo? ...No. No, no
está manchado Sí, sí Sí..., vengan sin falta... Adiós... Que pasen buena noche... Adiós...»
El Auditor, mientras tanto, respondía a la pregunta de Niña Fedina en tono familiar de burla cruel y lépera:
—Pues no tenga cuidado, que para eso estamos nosotros aquí, para dar informes a las que, como usted, no saben por qué están detenidas...