Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
Lloraremos tu muerte
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Se despertó en medio de un silencio que se clavó en lo más hondo de su ser. Ningún grito, ninguna sudorosa explosión fuera del reino de la pesadilla; ningún espasmo muscular que le sacase de las profundidades del sueño, sino simplemente la tranquila oscuridad de la habitación en la posada de Shu-Nhadek y la luz de la luna que trazaba dibujos sin sentido en el techo. Desde abajo, llegaban murmullos apagados y ocasionales chasquidos de metal; parecía que la taberna estaba todavía abierta y que permanecería así toda la noche.
Cyllan dormía a su lado. Lágrimas ya secas surcaron hacía rato sus mejillas, pero cualquier terror nocturno que la hubiese asaltado parecía haberse desvanecido ahora; su respiración era suave y regular. Tarod alargó una mano para tocarla y se dio cuenta de que su brazo estaba temblando; en su dedo índice brilló la piedra del Caos al reflejarse un rayo de luna en sus facetas.
Las últimas palabras de Yandros ardían como fuego en su cerebro. Fuese cual fuere el nombre que eligiese dar a aquel encuentro, no había sido un sueño; y había sacudido de firme su confianza y su resolución.
Lloraremos tu muerte
…, pero Yandros era maestro en el arte de mentir; nadie lo sabía mejor que Tarod. Su mayor habilidad era jugar con el miedo de los incautos, haciendo que el corazón dudase y que vacilase la mente.
Un estremecimiento involuntario le dejó una sensación de frío; retiró la mano de los cabellos de Cyllan y vio que la lucecita del interior de la piedra-alma centelleaba cuando movía su dedo en la sombra; y de pronto sonrió. Tenía un arma que Yandros nunca podría contrarrestar: su propia voluntad. Y por mucho que su subconsciente tratase de argumentar en contra, mientras conservase la conciencia, todos los halagos del Caos serían impotentes. Tenía la piedra, y la piedra le daba poder. Un poder que se había levantado contra Yandros una vez y que podía hacerlo de nuevo. Y aunque en la hora muerta de la noche podía parecer un frío consuelo, era suficiente.
Su mano estaba más firme cuando la alargó de nuevo para tocar a Cyllan. Esta se agitó en su sueño y murmuró algo ininteligible, pero su voz era tranquila. Tarod se inclinó sobre ella y dejó que sus labios rozasen suavemente su cara. No quería despertarla; su presencia bastaba para mantenerle en el mundo real.
Se echó atrás, conservando un brazo protector sobre el delicado cuerpo de ella, y cerró los ojos, sabiendo que vendría el sueño y no habría más pesadillas.
E
l Hermana del Verano fue avistado delante de la costa poco después de mediodía del día siguiente. En pocos minutos, una heterogénea flotilla, desde barcas de pesca hasta pequeños botes y esquifes, se hizo a la mar para formar una improvisada escolta de bienvenida a Shu-Nhadek al Alto Margrave, y cuando el alto y gracioso barco, con sus velas entretejidas de oro, entró balanceándose en el puerto, una gran multitud se había reunido en el muelle.
En el barco, una voz gritó órdenes que fueron repetidas y transmitidas desde la proa hasta la popa, y los hombres entraron en acción sobre la cubierta. La muchedumbre que esperaba se rebulló y abrió paso, mientras los presurosos milicianos se esforzaban por imponer una apariencia de orden en aquella confusión, y al fin fue bajada desde la borda una ancha pasarela que cayó con un ruido de trueno sobre el muelle, donde dos hombres corpulentos la sujetaron con cuerdas.
La multitud guardó silencio. El capitán del Hermana del Verano había ordenado a sus marineros que formasen una guardia de honor sobre la cubierta y, de pronto, todos se pusieron firmes, cuando Fenar Alacar salió de su camarote y avanzó hacia la pasarela.
Isyn tuvo cuidado de hacer entender a su joven señor la importancia de las primeras impresiones. Esta era la primera vez en su vida que ponía pie en el continente y la primera oportunidad que tenía la gente, a excepción de unos pocos privilegiados, de ver en persona a su Alto Margrave. Y Fenar se había vestido para la ocasión, con chaqueta y pantalón de fina seda bordada, una capa de brocado y una estrecha diadema de oro con piedras incrustadas, sobre los finos cabellos castaños. Un murmullo de admiración surgió del gentío cuando hizo acto de presencia y, como le había enseñado Isyn, se detuvo en lo alto de la pasarela. Después los murmullos se convirtieron en fuertes aclamaciones, mientras innumerables manos trazaban jubilosas la señal de Aeoris en el aire.
El Alto Margrave levantó un brazo agradeciendo la bienvenida y dio un paso cauteloso en la inclinada pasarela. Detrás de él caminaba Isyn, e inmediatamente detrás de éste venía la Guardia del Alto Margrave, un cuerpo escogido de espadachines cuya tarea sería, cuando estuviesen en tierra firme, proteger a Fenar de la menor señal de peligro.
Fenar sintió un profundo alivio cuando acabó de bajar de la vibrante pasarela y pisó el suelo; se detuvo un momento, para que la muchedumbre pudiese verle de cerca y después avanzó a lo largo del pasillo, rápidamente despejado, hasta donde esperaba un carruaje descubierto para llevarle a la residencia del Margrave de la provincia.
Ya en el carruaje, otra pausa, otro saludo con la mano, y el polvo se elevó de debajo de las ruedas cuando los caballos enjaezados emprendieron el camino hacia el centro de la ciudad.
Desde la ventana abierta de su habitación en la posada, Cyllan podía ver solamente el palo mayor del Hermana del Verano pero el ruido del puerto era transmitido claramente por la ligera brisa primaveral, y la gente que se apretujaba en la plaza del mercado, a una calle de distancia, era claramente visible por encima de los bajos tejados.
Observó una súbita conmoción en una de las calles más anchas al otro lado de la plaza, y entonces, al aparecer el carruaje del Alto Margrave, se volvió de la ventana hacia Tarod, que estaba reclinado en la cama.
—¿Has visto alguna vez al Alto Margrave?
El se levantó y se reunió con ella, agachándose detrás de la baja ventana para mirar hacia fuera. El carruaje cruzaba despacio la plaza, obstruido por la presión de la gente ansiosa de ver o, si era posible, incluso de tocar a su soberano, y Tarod entrecerró ligeramente los ojos para mirar al joven lujosamente ataviado que iba en el carruaje.
—Por los dioses, no es más que un chiquillo… —Recordó la descripción que había dado Keridil de Penar Alacar después de la visita del Sumo Iniciado a la Isla de Verano para la ceremonia, formal y tradicional, de la investidura. Una cabeza sensata sobre sus hombros, había dicho Keridil; pero esta primera visión del joven no sirvió en absoluto para disipar las dudas de Tarod. Cualquier esperanza que hubiese podido tener de que Penar sería lo bastante enérgico para enfrentarse con las opiniones combinadas del Sumo Iniciado y la Matriarca se desvaneció; este muchacho se sentiría demasiado intimidado por las dos personas mayores del triunvirato para hacer otra cosa que no fuera seguirles la corriente.
El carruaje estaba ahora cargado con los regalos y las ofrendas (flores de primavera, dulces, collares-amuletos y toda clase de artefactos) que la multitud había arrojado a su soberano. Y cuando al fin pudo salir de la plaza y alejarse en dirección a las afueras de la ciudad, Tarod suspiró y se alejó de la ventana.
—Dos de los tres —dijo—. Ahora sólo esperan la llegada de Keridil, y sospecho que estará aquí antes de que se ponga el sol.
Cyllan se levantó y estiró una pierna, que tenía entumecida.
—Pareces estar muy seguro.
—Bastante. —Sonrió—. En los viejos tiempos, cuando nos considerábamos como los mejores amigos, Keridil y yo teníamos una comunicación que era a veces casi telepática, y ningún grado de enemistad puede destruir eso del todo. Está cerca y, cuando llegue a la ciudad, lo sabré.
—¿También sabrá él que estás aquí? —preguntó Cyllan, inquieta.
—Si bajo la guardia, sí.
—Entonces, tal vez deberíamos buscar otro lugar…
—No —le interrumpió él, sacudiendo ligeramente la cabeza—. Debo estar alerta, eso es todo. Keridil no será ninguna amenaza contra nosotros si tenemos cuidado. Pero su llegada significa que el tiempo apremia: debemos llegar a la Isla Blanca antes de que llegue el barco que ha de llevarse al Cónclave.
Con el disfraz que habían adoptado, pasaron la mañana entre los pescadores locales y otros dueños de barcas, buscando una embarcación que pudiesen alquilar. Los años que Cyllan había pasado en las Grandes Llanuras del Este le habían dado un buen conocimiento de la navegación, y las corrientes del sur eran mucho menos traidoras que las del Cabo Kennet, de manera que podía manejar una nave de dimensiones razonables sin necesidad de tripulantes. Pero no encontraban ninguna. Todas las embarcaciones, por poco capaces que fuesen de hacerse a la mar, habían sido alquiladas o encargadas por personas ansiosas de seguir a la fabulosa Barca Blanca cuando zarpase, y ni el dinero ni la condición eran bastantes para adquirir un pasaje.
Tarod se había abstenido de emplear sus poderes para conseguir una barca, al menos hasta entonces; estaba cansado de provocar discusiones o levantar sospechas, y prefería resolver su problema en términos más mundanos. Pero empezaba a parecer que no tendría más remedio que hacerlo, y el tiempo, como había dicho, no estaba de su parte.
—Buscaremos de nuevo mañana temprano —dijo—, cuando la ciudad esté más tranquila. El séquito de Keridil se habrá instalado en el Margraviato, y nada sabrán de nosotros hasta que hayamos partido.
—¿Y si no podemos encontrar una embarcación? —preguntó Cyllan.
Él rió por lo bajo en la tranquila estancia.
—La encontraremos —dijo.
El grupo de la Península de la Estrella llegó mediada la tarde. En total, eran ocho los que cabalgaban: Keridil y Sashka, seguidos de Gant Ambaril Rannak y tres de sus servidores, más dos Adeptos de alto rango que el Sumo Iniciado había elegido para que le acompañasen.
Habían hecho de prisa el largo viaje, ayudados por el buen estado del tiempo que, con cierto alivio, consideró Keridil como de buen augurio. La decisión del Margrave de cabalgar con el convoy le desconcertó al principio, pero Gant había argüido que, con la tierra en plena agitación, su principal deber era con su Margraviato, y, además, era inconcebible que no estuviese presente para hacer de anfitrión a los triunviros cuando se alojasen en su mansión por primera vez en la historia. La señora Margravina, que todavía estaba transida de dolor por la muerte de Drachea, permanecería en el Castillo hasta que se encontrase mejor; pero él dijo que saldría hacia el sur con el grupo del Círculo. Keridil había reconocido de mala gana la sensatez de sus argumentos y, tal como se desarrollaron las cosas, el Margrave resultó, durante el viaje, mucho menos molesto de lo que había temido; durante el viaje el viejo pareció tener una buena reserva de energía física y mental, y no fue ningún obstáculo en el camino.
Había previsto una calurosa bienvenida en Shu-Nhadek, pero no obstante le asombró el grado de alivio y de gozo con que fue recibido.
El aprecio que todos profesaban al Margrave alcanzó el punto culminante después del asesinato de su hijo, y su llegada en compañía del Sumo Iniciado aumentó el fuego hasta casi llegar a la adulación.
Avanzaron lo más deprisa posible a través de la ciudad, sin ofender a los centenares de personas que habían salido a la calle para recibirle, pero Keridil sólo empezó a tranquilizarse cuando las puertas de la residencia del Margrave se cerraron a su espalda y el ruido de la muchedumbre se extinguió en el imperturbable silencio de la mansión oficial.
Gant refrenó su caballo, tratando de que no se le cayese una bella guirnalda de flores que había puesto en su mano un entusiasta ciudadano, y contempló la casa señorial que se elevaba al final del largo paseo. Volviéndose sobre la silla, Keridil pudo percibir el súbito y agudo dolor que se pintaba en los ojos del Margrave y se imaginó lo que debía estar pensando. Durante todos los años que viviese, aquel lugar tendría amargos recuerdos para Gant.
—Vamos, Margrave —dijo, en tono amable pero firme—. Tenías que enfrentarte con esto alguna vez. Es mejor que lo hagas pronto.
Gant le miró; después sus labios se torcieron en una irónica sonrisa.
—Los fantasmas tardan mucho en morir, Sumo Iniciado —dijo, y espoleó su caballo.
—¡No puedo expresar lo feliz que me siento de no tener que depender de la Hermandad!
Sashka se estiró como una gata y sacudió los largos cabellos castaños, de manera que se extendieron como una onda sobre sus hombros y su espalda. El sol, que entraba bajo por la alta ventana de la habitación de Keridil, parecía prender fuego a los árboles.
A pesar de su triste humor, Keridil sonrió.
—Deberías honrar a la Matriarca, amor mío. ¿No fue esto lo primero que te enseñaron en el noviciado?
Ella se volvió de la ventana y le miró entrecerrando los ojos.
—Es senil, y tú lo sabes. Quejas y rabietas; es peor que la señora Kael de la Tierra Alta del Oeste, cosa que me parecía difícil de creer hasta hoy. En cuanto a esa espantosa mujer de la vieja Residencia de Shu…, ¿cómo se llama?
—La señora Silve Bradow.
—Sí, ésa. Ceceando y tartamudeando como una niña asustada, y ni siquiera sabe cuándo es de día y cuándo es de noche; es tan inepta… ¡Oh!
Sashka se estremeció con exquisito énfasis y Keridil se echó a reír, aunque en seguida reprimió su risa. La irreverencia de Sashka era un tónico, aliviaba la sensación de carga que había sentido pesar cada vez más encima de él a medida que se acercaban al fin de su viaje, y una vez más se alegró de tenerla ahora a su lado. Abajo, en el salón del Margrave, mientras los tres dignatarios intercambiaban tontas salutaciones, ella se había mostrado perfectamente acorde con el papel oficial de él; besando la mano imperiosamente extendida de la Matriarca, inclinándose como era de rigor en las Hermanas ante el Alto Margrave, aceptando sus felicitaciones por su noviazgo, con la sobriedad propia de la ocasión. Solamente ahora, a solas con Keridil, se permitió mostrar sus verdaderos sentimientos, y él envidió su capacidad de adaptación. Todavía estaba impresionado, más aún, contaminado, por la rígida severidad que había presidido el primer y breve encuentro. Sabía que vendría algo mucho peor, y la frivolidad de Sashka le daba un alivio que bien necesitaba.
—Bueno —dijo—, tendremos que aguantarlos de nuevo a todos cuando cenemos esta noche.