Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
—Lo sé. Y seré una consorte modelo, Keridil. —Se acercó a la cama, donde él estaba desempaquetando sus cosas. (había despedido a los criados que había enviado Gant para que le ayudasen, deseoso de estar solo con ella durante un rato) y le detuvo pasando los brazos alrededor de su cuello—. Espero serlo siempre.
—Sé que lo serás. —Sus labios probaron débilmente el perfume que ella usaba porque sabía que le gustaba—. Y cuando esto haya terminado, serás realmente mi consorte, de nombre y en cuerpo y alma.
—Cuando esto haya terminado… —repitió ella, lenta y reflexivamente—. ¡Pobre Keridil! ¿Verdad que es una carga que preferirías no tener que llevar? Pero ahora no será por mucho tiempo. Cuando el Cónclave haya decidido…
El la interrumpió, pero amablemente.
—No quiero que hablemos de eso, amor mío, y menos ahora. El momento está tan próximo que prefiero olvidarlo hasta que tenga que recordarlo.
La Barca Blanca vendría cuando los Guardianes juzgasen que era el momento adecuado; ellos tenían sus propias maneras de saberlo. Y cuando apareciese saliendo de la niebla del sur sonaría un cuerno en Shu-Nhadek y un jinete cabalgaría al galope hacia el Margraviato para llevar la noticia… Se estremeció, alejando la idea de su mente. Más tarde habría tiempo sobrado para pensar en ello… Faltaba más de una hora para que les llamasen a todos a cenar, y entonces empezaría de nuevo la liturgia del protocolo.
Besó a Sashka una vez más, esta vez dejando que sus labios se demorasen sobre los de ella, ya que la sensación de urgencia había cedido un poco, y murmuró:
—¿Tengo tiempo para cambiarte de ropa para la noche?
Ella le acarició los cabellos.
—No.
—Bien. —La soltó y se levantó—. Entonces deja que cierre la puerta durante un rato…
Había pasado con mucho la medianoche y el puerto estaba desierto y silencioso cuando Keridil salió de la oscuridad, desde un estrecho callejón al laberinto de muelles y malecones.
No había podido dormir, a pesar de la cálida presencia de Sashka a su lado; la cena formal solamente sirvió para aumentar su conciencia de lo que le esperaba, y había estado dando vueltas en el lecho extraño, agitado por pensamientos y preocupaciones suscitados por su subconsciente, y que le mantenían en un limbo desesperante entre la vigilia y el sueño. Al fin, sabiendo que no podía aguantar más el febril e informe tormento, se levantó, se puso su sucio traje de viaje y salió después de la casa a oscuras para bajar a pie a la ciudad. Esperaba que el aire del mar le aclararía el cerebro y que el paseo le ayudaría a relajar los músculos.
Sashka seguía durmiendo y, aunque al principio pensó en despertarla y pedirle que le acompañase, decidió no hacerlo. Sentía una abrumadora necesidad de estar a solas durante un rato, e incluso la compañía de Sashka daría una nota falsa. Aunque el incidente era pequeño e insignificante, todavía recordaba la avidez, no había una palabra mejor para expresarlo, con que ella había seguido sus esfuerzos por descubrir a Tarod y entregarle a la justicia. Su odio era tan fuerte que a Keridil le costaba creer que fuese simplemente fruto de su fidelidad hacia él y su aborrecimiento del Caos. Desde luego, era natural que sintiese la huella de su anterior compromiso con Tarod; pero su reacción había sido mucho más fuerte de lo que parecía normal; casi como si subsistiesen los antiguos compromisos, aunque en forma retorcida. Y aunque tratase de razonar, Keridil no podía dejar de sentir una punzada de celoso recelo. No era más que una intuición; pero no podía borrarla, y le provocaba un terrible torbellino de dudas y culpas e incertidumbre. Necesitaba verse libre por un rato de aquellos fantasmas, y la soledad era su único medio de evasión.
Sin embargo, su arraigado sentido del deber le obligó a informar a uno de los incansables servidores del Margrave que estaría ausente durante un rato. Hecho esto, y tranquilizada su conciencia, había emprendido su camino por las tranquilas calles de Shu-Nhadek, satisfecho de no encontrar a nadie que pudiese reconocerle y entretenerle en el camino. Ahora, sentado en un gran noray de piedra, contempló el mar que crecía lentamente y cuyas olas reflejaban la luz de la primera luna naciente, y trató de encontrar el sentimiento de paz que la escena hubiese debido infundirle.
El hecho de que todavía tuviese dudas sobre la tarea que le esperaba turbaba a Keridil más que cualquier otra faceta del desgraciado asunto. Cuando el grupo del Castillo había viajado desde la Península de la Estrella hacia el sur, le habían horrorizado algunas de las escenas de que fue testigo en ciudades y pueblos a lo largo del camino; no se había imaginado que su decreto pudiese inflamar las mentes del populacho hasta el punto de que ahora era imposible dominar el terror.
Tanto odio y tantas sospechas, ardiendo a fuego lento bajo la superficie de cada comunidad y esperando que una chispa lo inflamase…
¿Cómo no pudieron los largos siglos bajo el régimen del Orden erradicar tanta barbarie?
Desde luego, como Sumo Iniciado, podía anular la sentencia de los ancianos asustados o llenos de prejuicios y dar algún aspecto de cordura a aquella caza de brujas, y mientras viajaban hacia el sur, hizo todo lo posible donde había podido. Pero no era suficiente. Por cada falsa acusación, por cada juicio bufo en el que intervino, otros diez o veinte tenían lugar donde no alcanzaba su jurisdicción. Lo que vio había aumentado la resolución de Keridil de terminar la tarea que había emprendido, y de terminarla rápidamente…, pero también había sembrado la semilla de una duda que había asaltado su mente y no le dejaba en paz.
Había desencadenado, sin querer, una ola de miedo que estalló furiosamente, y estaba a punto de dar otro paso que podía (podía, se recordó) disparar el terror que atenazaba al país más allá de lo concebible por la imaginación humana. Llamar a los propios dioses para que volviesen al mundo… ¿Habría ido demasiado lejos, demasiado aprisa?
El ayuno, la plegaria y la contemplación le habían convencido de que estaba en lo cierto, pero todavía no podía sentirse lo bastante seguro para enfrentarse a los próximos días con la conciencia tranquila.
Sería mucho más fácil si no hubiese cometido el error fatal de menospreciar a Tarod. Una lección debería ser bastante: fue testigo ocular del poder que podía ejercer su adversario, y cuando éste y la joven que era su cómplice habían sido capturados, habría debido negarse a someterse a las exigencias de la tradición y del ritual aceptado, y ejecutarles a los dos antes de que nadie pudiese protestar. Ahora, después de la confusión que se había extendido por todo el mundo como una plaga, el Caos debía estar satisfecho de la victoria que había alcanzado sobre su antiguo enemigo.
Esta idea hizo resurgir, de pronto e inesperadamente, la cólera que había sostenido a Keridil durante sus horas más negras de duda y vacilación. Y fue para él como una fría y limpia ráfaga de aire: cólera contra Tarod y todo lo que éste defendía; contra la ceguera de la muchacha que, enamorada hasta la locura, sólo sabían los dioses en qué grado juró fidelidad a los poderes de las tinieblas; cólera, incluso, contra la nube que la relación de Sashka con Tarod arrojó sobre su amor por ella. Si aquel demonio hubiese sido aprehendido, no habría habido necesidad de todo aquello…
Se levantó de su improvisado asiento y empezó a pasear, taciturno, a lo largo del muelle. Desde un sombrío callejón llegó el débil ruido de un jolgorio; sin duda algunos juerguistas empedernidos que, en una de las muchas tabernas de la zona del puerto, querían compensar la inquietud que todos sentían después de la llegada del triunvirato.
Keridil estuvo tentado de reunirse con ellos; en su actual estado de ánimo, los efectos de la bebida serían una bendición después de la mesa del abstemio Margrave, y solamente le contuvo el miedo a ser reconocido. En vez de entrar, se detuvo en la sombra cerca de la puerta, escuchando el ruido. La taberna rio era un lugar distinguido; una luz vacilante que se filtraba a través de la puerta y de las mugrientas ventanas mostraba un tosco rótulo gastado por los años y nunca repintado, y los olores que salían al callejón no eran del todo agradables; pero, a pesar de todo, el evidente buen humor de los parroquianos hacía que Keridil se sintiese débilmente melancólico. Una fuerte ráfaga de viento, cargado de sal, sopló a lo largo del callejón, y él se arrebujó en su abrigo, girando sobre sus talones y volviendo malhumorado hacia el puerto. Lejos de apaciguar su mente, este paseo solitario sólo había servido para acuciar los pensamientos inquietantes que había estado tratando de olvidar. Sin embargo, la paz de la noche era un alivio después de la atmósfera de la casa del Margrave… Tendría que pasear un poco más antes de volver a ella.
Al acercarse al final del callejón, más allá del cual brillaba débilmente el mar bajo la luz cada vez más intensa de la luna, se sobresaltó al ver salir súbitamente una sombra de la oscuridad más densa que tenía delante. La sombra vaciló, recortándose contra el mar que subía lentamente, y entonces se dio cuenta de que no era más que una mujer que cruzaba el muelle, sin duda una de las prostitutas que rondaban por el puerto ejerciendo su oficio.
Y sin embargo…, un instinto hizo que Keridil se inmovilizase en la oscuridad y contemplase con más atención la vaga figura. Algo en la manera en que la mujer volvió la cabeza despertó un recuerdo y, con él, un reconocimiento, y creyó que veía unos cabellos pálidos cuando dio en ellos la luz de la luna.
Diciéndose que todo era fruto de su imaginación, pues la coincidencia hubiese sido demasiado grande, echó a andar hacia el muelle, manteniéndose oculto en la sombra del callejón. La mujer se movió bruscamente, cruzando el rectángulo de luz y desapareciendo, pero no le vio; siguió simplemente andando. Keridil apretó el paso, apagadas sus ligeras pisadas por el ruido de la taberna, y al llegar al final del callejón, se asomó cautelosamente a mirar.
La mujer estaba solamente a unas quince o veinte yardas, y la luz de la luna, reflejada desde el mar como plata sobre plomo, mostró su pequeña y ligera figura en claro relieve. Ahora estaba bajando cuidadosamente un resbaladizo tramo de escalones que conducía desde el muelle hasta el lugar donde varias pequeñas embarcaciones (botes y uno o dos esquifes) oscilaban lentamente, amarrados a la pared, y aunque había cambiado el vestido con que la había visto él la última vez por una tosca camisa y unos pantalones, y sus cabellos casi blancos tenían unos extraños mechones castaños, el Sumo Iniciado la reconoció al instante.
«Cyllan Anassan.. . » Sus labios formaron el nombre en silencio y con venenoso asombro. Parecía un golpe de suerte imposible que se encontrase aquí, en Shu-Nhadek, pero no podía negar la prueba que le daban sus propios ojos. Y desde la sangrienta refriega en la Ciudad de Perspectiva, era seguro que, dondequiera que estuviese Cyllan, Tarod no andaría lejos.
Keridil se mordió el labio inferior, sin dejar de observarla. Parecía andar de una barca a otra, probando los nudos de sus amarras, y era evidente que pretendía robar una embarcación para su propio uso.
Muy bien…, tardaría algún tiempo en encontrar lo que buscaba y desatarlo, y él dispondría de ese tiempo para pedir la ayuda que necesitaba para capturarla. Intentar aprehenderla sin ayuda sería una tontería; había demasiados escondrijos en el puerto y sus alrededores, y si se le escapaba una vez, la perdería sin remedio.
Pero si iba a buscar a alguien que le ayudase, no tendría tiempo para largas explicaciones y preguntas…, y al contemplar el puerto vio la solución de su problema. Una barca de pesca, anclada poco más allá de las embarcaciones más pequeñas, y de la que a duras penas pudo distinguir el nombre pintado en la proa: Bailarina Azul…
Keridil volvió al callejón y corrió hacia la iluminada y ruidosa taberna. Empujó la puerta con el hombro y miró hacia el atestado mostrador entre una nube de humo y de vapores. Por su aspecto, la mayoría eran marineros, que era precisamente lo que él quería.
Levantó la voz sobre aquella algarabía, gritando:
—¿Alguien decirme dónde encontrar al dueño de la Bailarina Azul?
El vocerío cesó inmediatamente y los bebedores se volvieron a mirar al desconocido de acento extranjero que había interrumpido su jolgorio. Al cabo de unos segundos, un hombre de edad mediana, moreno y aquejado de estrabismo, se levantó de una mesa de un rincón.
—Yo soy el dueño de la Bailarina, amigo. ¿Qué se te ofrece?
Keridil se abrió paso entre los parroquianos, confiando en su estatura y su vigoroso aspecto para evitar represalias de los indignados bebedores, a los que apartaba de su camino.
—Entonces harás bien en ir al puerto —dijo—. ¡Hay alguien allí que está tratando de robártela!
—¡Qué! —El hombre moreno dejó su jarra sobre la mesa con un fuerte ruido, y Keridil vio, con alivio, que no estaba tan borracho como parecía. Extendió un brazo, señalando sucesivamente a tres de sus compañeros—. ¡Tú, tú y tú! ¡Venid conmigo; no os quedéis ahí embobados!
Los tres abandonaron sus sitios y se dirigieron a la puerta detrás de él, y Keridil les siguió. La sencilla estratagema había dado resultado; ahora lo único que debía procurar era que los cuatro marineros no rompiesen el cuello a su presa antes de que él pudiese apoderarse de ella.
Cyllan tenía los dedos en carne viva debido a sus intentos de deshacer el complicado nudo de la cuerda empapada en agua de mar que sujetaba el bote a la anilla de amarre. Era el quinto intento que hacía, y aquélla era la única barca cuyo dueño fue lo bastante tonto para dejar un par de remos guardados debajo de los bancos, pero resultaba más difícil de lo que ella había previsto.
Lamentó no haber traído un cuchillo, pero de nada servían ahora las lamentaciones. Tenía que soltar el bote, robarlo y alejarse con él antes de que alguien la descubriese o de que Tarod se despertase y viera que se había ido.
Nada le dijo ella del plan que había estado meditando durante toda la tarde, pues sabía que, si se lo decía, él le impediría salir de casa.
En vez de esto, permaneció despierta hasta asegurarse de que él dormía y, después, se puso su ropa vieja y salió de la posada por la puerta trasera.
El se enfadaría cuando descubriese lo que había hecho, pero su cólera se debería únicamente a su preocupación por ella y duraría poco cuando viese lo que había conseguido. Cuando lograse deshacer el fastidioso nudo, sacaría la barca del puerto y remaría hasta alguna cala desierta, lejos de Shu-Nhadek. Y mañana podría volver a buscarla y dirigirse en ella a la Isla Blanca sin que nadie se enterase.