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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (17 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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—Tarod…

Pronunció su nombre una y otra vez, como si fuese un talismán y él la llevó hacia el lugar donde unos brezos enmarañados formaban un refugio natural y las hojas caídas de los pinos simulaban una suave alfombra sobre el césped. Se sentaron juntos en aquel lecho improvisado y al fin ella levantó la cabeza y le miró.

—Creí que nunca volvería a verte. —Sus dedos tocaron indecisos la cara de él, como si no confiase en lo que veían sus ojos—. Te estuve buscando escuchando todos los rumores, esperando… Creía que tenías que estar vivo, pero…

—Silencio. —Tarod la besó, conmovido por la dolorosa familiaridad de su piel bajo los labios—. No digas nada.

Los cabellos de Cyllan le rozaron la cara y él los apartó a un lado, resiguiendo con los dedos el contorno de su rostro. Ella se sentía muy pequeña, muy vulnerable.., y cuando él la besó de nuevo, volvió la cabeza para que su boca se encontrara con la de ella, y él la atrajo más hacia sí, de modo que la capa que llevaba les envolvió a los dos. A pesar de la fatiga, despertaban en él unos sentimientos que no podía y no quería contener; impulsado por una comprensión que no se atrevía todavía a reconocer, la necesitaba y la deseaba con una fuerza desconocida antes de aquel momento.

Ella iba a hablar, pero los labios de él le impusieron silencio, y Tarod sintió que ella le respondía, vacilante al principio pero después con creciente fervor, mientras los recientes terrores cedían a las emociones del momento. El caballo resopló junto al árbol y Cyllan se sobresaltó nerviosamente; Tarod le sonrió y la estrechó con más fuerza.

—No temas, amor mío —dijo suavemente—. Nada puede dañarte. Ahora no…

Mucho más tarde, Cyllan se despertó de un sueño intranquilo y vio que Tarod estaba de pie en el borde del bosque, su silueta se recortaba contra un cielo impregnado de luz gris de plata. Ambas lunas estaban en lo alto, pero poco más que en cuarto creciente; se había levantado un viento insidioso que agitaba los árboles floridos y apartaba los negros cabellos de la cara de Tarod, dando a su perfil un relieve anguloso. A su lado estaba el bayo, con la cabeza gacha y dormitando; en cambio, Tarod no había dormido, según pudo ver Cyllan por la curvatura de sus hombros; su inquietud era un aura palpable.

Ella se puso silenciosamente en pie, recogiendo la capa con que la había cubierto él, y se le acercó despacio. Al oírla, Tarod se volvió, y ella vio que tenía algo en la mano, algo que brillaba fríamente. Su sonrisa estaba matizada de tristeza.

—Deberías seguir durmiendo.

—No estoy cansada, ya no. —Le tocó la mano; estaba helada, y Cyllan le envolvió en la manta—. ¿Y tú…?

—Creo que no podría dormir aunque quisiera.

Sus dedos se movieron inquietos y la piedra del Caos captó y reflejó un vivo destello de luz. Durante casi dos horas, Tarod estuvo contemplando el paisaje de perspectivas deformadas por las lunas, buscando en su mente la respuesta a un dilema que sabía que no podía resolver, y se sintió incapaz de expresar a Cyllan los sentimientos que le agitaban. Se había creído inmune a la influencia de la piedra del Caos, pero se había equivocado; los lamentables sucesos del día anterior lo habían demostrado sin dar lugar a dudas. El antiguo poder había vuelto a él y lo había empleado sin reparar en las consecuencias…, y ahora se debatía entre su aversión a la piedra y el embriagador conocimiento de que volvía a estar entero. Por muy maligna que pudiese ser la joya, fuese cual fuere su herencia caótica, contenía su alma, era parte integrante de él y, sin ella, habría sido poco más que una cáscara vacía.

La noche pasada, cuando había hecho el amor con Cyllan le pasmó la intensidad de sus propias emociones. Los largos y solitarios días en que se había sentido vacío y sin alma dejaron su huella, y casi había olvidado lo grande que podía ser la fuerza de las pasiones humanas, buenas o malas. Era como si su existencia tomase dimensión, una dimensión en que cada sentido, cada sentimiento, cada pensamiento, eran más brillantes, claros y agudos. Una vez dijo a Cyllan que, hasta que recobrase su alma, no podía amar ni entregarse de la manera que realmente deseaba, y ahora se daba cuenta de lo verdaderas que fueron sus palabras. Sin embargo, la piedra, sin la cual estaba solamente vivo a medias, le imbuía una maldad a la que había ya sucumbido una vez y a la que, sin duda, volvería a sucumbir. Esta era la naturaleza del dilema, y a Tarod le resultaba difícil vivir consigo mismo.

Estaba dando vueltas y más vueltas a la piedra en su mano, cuando de pronto sintió que los dedos de Cyllan se entrelazaban con los suyos, deteniendo el movimiento.

—Tus pensamientos no son felices, Tarod —dijo ella a media voz—. ¿Estabas pensando en lo que sucedió en Perspectiva?

El la miró y suspiró.

—Sí. Y me estaba preguntando qué vería en tus ojos cuando te despertases, y si podría resistirlo.

—¿Por qué no habría de poder? ¿Tanto crees que he cambiado?

Tarod sacudió la cabeza. Hizo un indeciso intento de retirar la mano, pero ella no la soltó.

—Ayer viste por primera vez la fuerza que realmente me anima, Cyllan —dijo—. Viste mi alma, y esta alma no es humana. Viste el Caos.

—Vi a Tarod como veo a Tarod ahora… y como he tocado y he sentido a Tarod esta noche.

—Entonces tal vez no comprendes todavía lo que realmente soy.

La cara de ella estaba parcialmente cubierta por la cortina de sus cabellos, pero incluso en la penumbra pudo ver él una extraña y ardiente intensidad en sus ojos.

—Oh, sí, creo que lo comprendo —dijo obstinadamente ella—. Sé que me amas lo bastante para haberme salvado la vida, sin importarte el precio que habrías de pagar por ello. En cuanto a si el motivo procede del Orden o del Caos, ¡esto no importa, Tarod! Es un sentimiento humano, una emoción de mortal. —Le apretó con fuerza los dedos—. ¿No demuestra esto dónde está la verdad real? Sí; mataste a alguien. Pero lo hiciste para salvarme. ¿Y no sería hipócrita si te condenase por no haber hecho más de lo que hice yo?

Tarod comprendió lo que ella estaba diciendo y, al fin, vio confirmado algo que había oído pero de lo que dudaba. Se desconcertó un poco al descubrir que esta confirmación no le pilló por sorpresa.

—Entonces es verdad, tú mataste a Drachea Rannak… —dijo.

Cyllan se apartó de él.

—Sí. Yo le maté, y no puedo lamentarlo. He tratado de sentir remordimiento, pero no he podido; no, después de lo que él trató de hacernos. —Al fin le soltó la mano y caminó hacia el borde del bosque, contemplando los montes de Perspectiva, pero sin captar nada del paisaje—. Empleé la piedra para matarle, y la emplearía de nuevo…, la emplearía ahora, si tuviese que hacerlo. ¿Hace esto que sea mala?

—No. Pero…

—Tarod, si te cuesta reconciliarte con tu conciencia, entonces sólo puedo rezar para que comprendas y me perdones por lo que he hecho…

El se acercó a ella.

—Sabes que no hay nada que perdonar. Si…

Ella le interrumpió de nuevo, con voz inesperadamente dura.

—No me refiero solamente a Drachea. Hay más.

—Más —Tarod vaciló; después apoyó las manos en los hombros de ella, atrayéndola hacia sí, aunque ella todavía no quiso mirarle—. Dímelo.

Sintió que Cyllan temblaba, y esta vez pareció que tenía que hacer un gran esfuerzo de voluntad para hablar.

—Tú rechazaste tu propia alma porque no querías tener parte de una herencia maligna —dijo—. Yo, en cambio, no pude seguir tu principio, y creo que esto me hace mucho más.., hice un pacto con el Caos para conseguir tu libertad.

Los dedos de Tarod apretaron reflexivamente los músculos de su hombro, pero ésta fue la única señal externa de la impresión que sentía. Cyllan levantó poco a poco el brazo izquierdo y volvió hacia arriba la palma de la mano, para que se arremangase la manga de su chaqueta. Incluso en la penumbra, pudo ver él la oscura cicatriz que, como una quemadura, manchaba su piel.

—Yandros hizo esta marca —le dijo Cyllan pausadamente—. Besó mi muñeca para sellar nuestro pacto.

Tarod, pasmado, le asió el brazo, pero lo hizo con amabilidad. La piel estaba arrugada y, al tocar la cicatriz, pudo sentir su origen; era un estigma que el tiempo no podría borrar. Recordó con terrible claridad la cara de Yandros; la boca orgullosa y sonriente, los ojos siempre cambiantes, el poder que desafiaba los conceptos mortales… Él había retado a Yandros una vez, y le había vencido; pero comprendía al Caos mejor que cualquier otro hechicero, y sabía cómo emplear las propias armas del Señor de las Tinieblas contra él. La idea de que Cyllan, inexperta y sin protección, se había enfrentado con aquel poder, le estremeció hasta la medula.

Sin saber cómo expresar sus sentimientos con palabras, dijo:

—¿Pero… , cómo pudo él llegar hasta aquí? Estaba desterrado.

Cyllan cruzó con fuerza los brazos.

—Yo le llamé…, supongo que tú dirías que le rogué… y él me respondió. Es cuanto sé. Apareció en mi habitación y… y accedió a ayudarme.

Cerró los ojos, tratando de expulsar de la memoria aquella sensación de poder espantoso y el miedo paralizador que podía todavía engendrar.

Tarod lanzó un fuerte y largo suspiro, dominando el impulso de maldecir el mundo y todo lo que había en él.

—Cyllan… Cyllan, ¡lo que hiciste fue una locura! ¿Por qué actuaste tan temerariamente?

Ella se volvió al fin, con los ojos brillantes.

—¿Y qué otra cosa podía hacer? Tú ibas a morir, y Yandros era el único, aparte de mí, que quería que vivieses. —Una extraña y amarga sonrisa deformó su semblante—. ¿Crees que Aeoris habría intervenido para salvarte la vida?

Ella llamó a la quintaesencia del mal, aceptando la condenación, y todo por él
… Tarod sintió un ciego furor al pensar en lo que tenía que haber sufrido y, al mismo tiempo, se sintió dolorosamente conmovido por su valor. Cierto que él habría hecho lo mismo y más por ella, sin pensarlo dos veces; pero él conocía demasiado al Caos para temerlo. Pero Cyllan era diferente. Interpretando erróneamente su silencio, Cyllan se apartó de él, súbitamente afligida. Su jactancia desafiadora había durado poco; ahora agachó la cabeza.


Lo siento —murmuró—. Sé lo que él te ha hecho, lo que es…, ¡pero no tenía alternativa! Tenía que salvarte, y sólo podía apelar a su poder. Por favor, Tarod, no me odies
.

—¿Odiarte? —Hizo una pausa, después la asió y, cuando ella trató de resistirse, la estrechó con fuerza entre sus brazos—. ¿Acaso no me conoces, Cyllan? —Su tono era ardiente—. Lo único que importa, lo único que me preocupa, es el riesgo que corriste. Conozco a Yandros, y sé que no da absolutamente nada sin tomar en pago más de lo que recibe. —La terrible idea que había tratado de no expresar brotó súbitamente de sus labios—. ¿Qué le prometiste a cambio de su ayuda?

Cyllan levantó la mirada y pestañeó.

—Mi lealtad.

—Lealtad…

—Fue todo lo que me pidió. —Rió en un tono extraño, entrecortado—. Dijo que ya me había condenado a los ojos de mis propios dioses al llamarle; por consiguiente, ¿qué tenía que perder?

Esta generosidad no era propia de la naturaleza de Yandros. Tenía que haber tenido otro motivo y ese motivo era de mal agüero…

—El quiere que vivas, Tarod —dijo Cyllan—. Así me lo dijo. Y parece que quiere que yo sobreviva también…, al menos por ahora. —Sonrió, aunque tristemente—. Le pedí que me matase, para librarte del pacto que habías hecho con el Sumo Iniciado, pero se negó. Dijo… dijo que yo podía serle útil. Y así cerramos el trato.

El le acarició amablemente la cara y la emoción nubló sus ojos verdes.

—No sé qué decirte; las palabras son insuficientes. Tanto amor, tanto valor…

Ella sacudió la cabeza.

—No fui valiente. Tenía miedo de él… y todavía lo tengo. —Le miró a la cara—. ¡Tengo tanto miedo de lo que pueda ocurrir si le defraudo!

La mente de él se puso en contacto con la de ella, y percibió la profundidad de aquel miedo. Entrecerró los ojos, y, durante un momento enervante, su expresión recordó demasiado a Cyllan la del Señor del Caos.

—Yandros no te hará daño —dijo suavemente Tarod—. Por más que diga, su poder en este mundo es limitado. Le vencí una vez, y puedo hacerlo de nuevo. —Su tono se endureció—. Si te amenaza le destruiré. Puedes creerlo, Cyllan.

No sabía si ella había quedado convencida por sus palabras, y no quiso poner en tela de juicio su propia creencia en ellas, pero después de unos momentos, menguó un poco la resistencia que había percibido en sus músculos, aunque el cuerpo seguía dolorosamente tenso.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó ella.

La decisión no fue fácil…, pero la bravura de Cyllan y el miedo que ésta sentía ahora como resultado de lo que había hecho, sirvieron para reforzar la resolución de Tarod. Apretó la cara contra los cabellos de ella y dijo:

—Iremos a Shu-Nhadek, como siempre habíamos pensado hacer.

Encontraremos, de algún modo, la manera de ir a la Isla Blanca…

—Pero…

—No, escúchame, amor mío. Encontraremos la manera de ir a la Isla Blanca, y allí apelaremos directamente al único poder del mundo capaz de ayudarnos.

Cyllan le miró con terrible desaliento, pero no dijo nada.

—Solamente Aeoris puede contrarrestar el mal de la piedra del Caos —siguió diciendo Tarod—. Yandros puso pie en este mundo a través de mí, y solamente yo puedo tomar la decisión de cambiar las cosas. No soy lo bastante fuerte para luchar solo contra él. Debo entregar la piedra a los Señores Blancos… Es la única manera.

—Pero es más que una joya, Tarod; es tu propia alma.

—Lo sé. Pero ya has visto la locura que se ha apoderado de la Tierra. Directa o indirectamente, es obra de Yandros; es como una epidemia que corroe a todos y todo, y si no la detenemos, pronto no habrá remedio. Ha que hacerlo, Cyllan. Al menos encontraremos en manos de Aeoris la justicia que nos negó el Círculo.

Ella no podía discutir su razonamiento; pero tampoco podía silenciar la vocecilla que murmuraba una advertencia en lo más recóndito de su mente. Estaba cansada, demasiado cansada para pensar con coherencia, a pesar de lo que había dicho a Tarod, y podía ver la necesidad de dormir en los ojos de él, aunque él no la advirtiese. Se echó atrás, desprendiéndose de los brazos de él pero sin soltar su mano, y miró por encima del hombro los oscuros y nebulosos montes.

—Vuelve al refugio conmigo. —Su voz era dulce—. Las lunas están declinando; pronto amanecerá. Deberíamos descansar mientras podamos.

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