EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (31 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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Había estado a punto de decir:
Espero que Aeoris te haga pagar tres veces el mal que has hecho
, pero las palabras parecieron de pronto vacías, carentes de significado, y Keridil ya no estuvo seguro de su validez. No era el momento de examinar sus motivaciones subconscientes; lo único que sabía era que un objetivo que le parecía brillante se había empañado y que, en el fondo, esto se debía a la duda. En los ojos de Sashka, al mirar a Tarod, había una mezcla de odio y de deseo que confirmaba las más recónditas sospechas del Sumo Iniciado; y la determinación de sus semejantes de vengarse a cualquier precio y sin pensar en las consecuencias… Aprendió mucho durante el largo viaje hacia el sur, cruzando pueblos desolados, ciudades aterrorizadas y cultivos arruinados, y la lección más dura era la falibilidad del criterio humano y del suyo propio. Si no era demasiado tarde para restablecer el equilibrio, la historia le atribuiría al menos este mérito.

Dijo:

—Os pido silencio a todos, si alguien no está todavía preparado, en su mente y en su corazón, para lo que se avecina, le exhorto a que se prepare ahora.

Nadie dijo nada. Los dos Iniciados habían soltado a Cyllan, pero ésta no se movió. Tarod permaneció inmóvil, con el anillo de plata y su piedra letal brillando sobre las palmas de sus manos juntas, y Keridil volvió la espalda a la asamblea y caminó, con la lenta deliberación del que duda de sus propias fuerzas, en dirección al altar votivo en el centro del gran cráter. La luz del cáliz que ardía eternamente se derramó sobre él y a su alrededor proyectando una sombra grotesca.

Durante dos o tres minutos, permaneció Keridil con la cabeza inclinada. La llegada de Tarod interrumpió la Exhortación al Ser Supremo, último rito que, según la tradición, debía cumplir antes de tocar el cofre. Keridil había aprendido de memoria las palabras ceremoniales, las largas y complicadas frases… y de pronto pensó:

¡Al diablo con la tradición! Brevemente y en silencio, sus labios formaron las palabras de una oración muy íntima. Después extendió ambas manos y apoyó los dedos sobre el resplandeciente cofre.

Estaba frío y al mismo tiempo caliente; una sensación que su tacto no podía asimilar y que desafiaba toda descripción. Ninguna mano humana lo había tocado desde el día en que el propio Aeoris lo había puesto bajo la custodia del primer Sumo Iniciado.

Apretó los dedos sobre la superficie de oro y levantó la tapa.

CAPÍTULO XIII

E
n lo alto, en el círculo de cielo visible, se apagaron las estrellas.

Las imponentes paredes del cráter del volcán perdieron su color y su aspecto, pasando del castaño de sangre largo tiempo seca al gris y a una total ausencia de matiz, como si algo las privase de sus pigmentos, de su solidez, de su propia existencia. Las figuras agrupadas alrededor del altar parecieron perder su realidad, convirtiéndose en fantásticas imágenes bidimensionales sin la menor apariencia de vida. Solamente Keridil, ahora envuelto en un halo brillante, era real; Keridil y la cegadora radiación que había empezado a brotar del cofre abierto, una luz que lo eclipsaba todo a su paso, cobrando fuerza, intensidad, y tomando lentamente forma.

Un sonido como de alas gigantescas al cerrarse, un ruido más allá del trueno, más allá de cuanto podía concebir la imaginación, retumbó en los oídos de los hipnotizados observadores, y después se oyeron unas pisadas lentas que resonaron terriblemente acompasadas, como si un monstruoso caballo sobrenatural trajese hacia ellos un jinete innominable, galopando entre dimensiones y amenazando con irrumpir en un mundo demasiado pequeño para él. Las dos Hermanas que habían acompañado a Ilyaya Kimi cayeron de rodillas sobre el polvo del cráter; una de ellas gritó, pero su voz no fue más que un débil gemido en aquel enorme estruendo.

La brillante luz que salía del cofre se intensificó, latió, se intensificó de nuevo hasta que nadie pudo soportar mirarla; nadie, salvo Tarod. Incluso el Sumo Iniciado retrocedió ante aquella radiación, como si amenazase con quemarle los ojos en las cuencas, y levantó las manos para protegerse, mientras, detrás de él, sus compañeros se volvían y se cubrían la cara. Solamente Tarod permaneció inmóvil, con templando fijamente el brillo increíble que se extendía sobre el cofre.

Y solamente Tarod pudo dar pleno testimonio de la manifestación cuando ésta se produjo.

El imponente ruido cesó de pronto. Durante un momento resonó en el cráter; después se extinguió y reinó un silencio impresionante, roto solamente por una última e increíblemente pura nota que también acabó desvaneciéndose. La luz blanca seguía ardiendo, pero sus bordes adquirían el color del oro y, en su centro, se estaba formando una cara, soberbia, sabia, bella. Entonces, la esfera de radiación pareció elevarse sobre la piedra del altar; hubo un instante de absoluto silencio.

Un solo rayo blanco brotó del núcleo de aquella luz en silenciosa gloria y la gran piedra se partió por la mitad. Durante un momento, incluso Tarod quedó cegado; después se aclaró su visión y pudo ver la piedra una vez más.

El cofre y el cáliz votivo habían desaparecido. El altar estaba partido en dos mitades perfectas… y ante él se hallaba Aeoris.

El más grande de los Señores del Orden había querido tomar la forma de un alto y apuesto guerrero. Sus vestiduras eran sencillas: un jubón y unos pantalones blancos y, sobre ellos, una ligera capa también blanca que le llegaba casi hasta los pies. Una simple diadema de oro ceñía los largos y blancos cabellos que enmarcaban una cara enérgica, impasible, severa. Habría parecido humano de no haber sido por los ojos. Estos no tenían pupila ni iris, sino que las profundas cuencas estaban llenas de una luz pulsátil y dorada.

Keridil hincó una rodilla, inclinando la cabeza casi hasta el suelo en la actitud elemental de obediencia. Tarod vio que todos los que se hallaban a su alrededor seguían su ejemplo; incluso Cyllan, aturdida y pasmada como estaba por la implacable aura que irradiaba, tanto física como astralmente, la figura del Señor Blanco, cayó de rodillas, temerosa y temblando, sobre el polvo del cráter. También Tarod hubiese debido arrodillarse (éste era el dios a quien había venerado durante toda su vida, el ser sobrenatural, el juez supremo de todos, en y más allá del mundo), pero no podía hacerlo. Por mucho que lo exigiese su razón y su deber, no podía realizar aquella acción… y no sabía por qué. En vez de esto, permaneció solo e inmóvil de cara a Aeoris.

El Señor Blanco avanzó hasta que la luz que brillaba a su alrededor envolvió también la figura inclinada del Sumo Iniciado. Alargó un brazo y su mano derecha se apoyó en la frente de Keridil. Tarod vio el estremecimiento que sacudía a Keridil y oyó sus palabras en voz baja:

—Mi Señor Aeoris…

—Me has llamado, Sumo Iniciado, y aquí estoy.

Aeoris levantó la cabeza y observó la escena. La terrible e indefinible mirada que parecía ciega y, sin embargo, veía mucho más allá de las dimensiones físicas, se posó un momento en la cara de Tarod y, después, en el anillo que éste tenía en la mano. Su aura apagó el débil brillo de la piedra del Caos, pero Tarod sintió que la gema latía cálida contra su palma.

Keridil habló de nuevo, esta vez más claramente, y había verdadero miedo en su voz.

—Mi Señor Aeoris, te pido perdón si he pecado o mostrado prisa o imprudencia en mi juicio. Creo, todos creemos, que solamente tu justicia y tu misericordia pueden salvar a nuestra tierra de la negra amenaza del Caos. —Haciendo acopio de valor, se atrevió a levantar la mirada—. Hicimos todo lo que pudimos, y fracasamos.

Aeoris estaba todavía mirando la gema. Sus ojos eran fríos, remotos; tenía los labios apretados en una dura línea.

—No hiciste mal en llamarme —dijo—. Sé que el mal anda suelto una vez más en este mundo, y debe ser eliminado. —Los ojos de oro centellearon—. Y veo delante de mí la quintaesencia de este mal.

Tarod respiró hondo. Tenía seca la garganta y le costaba hablar; pero se obligó a romper el silencio.

—Mi Señor, tienes ante ti a un fiel y leal adorador del Orden que fue tu don más grande a este mundo. Acudo humildemente ante ti para poner esta piedra del Caos en tus manos, de manera que nunca pueda volver a ensuciar o amenazar nuestra tierra.

Sintió un amargo regusto en su boca. ¿Habían sonado a falsas sus palabras? Seguramente no podía ser; éste era el objetivo por el que había luchado desde el día en que comprendió la naturaleza de la piedra del Caos…

—¿Un fiel adorador que no se arrodilla ante su dios?

La voz de Aeoris era dura, cortante, irritada, casi con un matiz de malhumor.

—Me presento ante ti como soy, mi Señor, para que puedas verme mejor. No una cosa del Caos, sino un verdadero seguidor de Aeoris.

—Sí, así te veo mejor. —El dios no sonrió, no cedió en su rigidez—. Veo el gusano de la corrupción, el violador de mis leyes, una amenaza a mi gobierno. No hay lugar en el mundo, ni en la otra vida, para un ser semejante. Has pecado. ¡Y no habrá misericordia para aquellos que pecan contra mí y contra mi Orden!

Cyllan levantó vivamente la cabeza, pálido el semblante, y gritó:

—¡No! ¡Tarod no es malo! Señor Aeoris, te suplico que le otorgues…

—¡Silencio! —La palabra produjo el impacto de un viento gélido y Cyllan retrocedió aterrorizada. La mirada del Dios Blanco se fijó en ella con desprecio—. No escucharé las súplicas de los perversos. Pecasteis contra mi ley y no habrá perdón. Estáis condenados.

—Mi Señor, ¡te suplico por misericordia que me escuches! —Tarod dio un paso al frente y los ojos vacíos del dios se volvieron a él—. No pido nada para mí; aunque podría tratar de limpiar la mancha de mi naturaleza, no puedo negar lo que soy. Pero te ruego que te muestres clemente con Cyllan. Su único delito ha sido caer bajo mi influencia.

Aeoris le interrumpió:

—Eso es ya un delito. La muchacha pecó y el pecado será castigado. Mi palabra es ley: la declaro culpable y será aniquilada.

Tarod contrajo los músculos de la mandíbula.

—¿No hay lugar para la misericordia en tu gobierno, mi Señor?

—¿Te atreves a interrogarme? —tronó Aeoris—. Yo soy el Orden, ¡y el Orden es supremo! He dictado las leyes de este mundo, ¡y los que las vulneren conocerán mi cólera! —Bajó la voz, pero su tono fue todavía más amenazador—. Muchos se han desviado del camino.

Tendrán que rendir cuentas, y los pecadores sabrán lo que es temer a su Señor y sufrir su venganza. —Empezó a avanzar lentamente hacia Tarod y las acurrucadas figuras que le rodeaban retrocedieron temerosas—. La misericordia del Orden es la justicia, y es justo castigar a los que han delinquido. ¡Eso es todo!

Tarod sintió como si una capa de hielo se estuviese formando alrededor de su corazón, endureciéndose y apretándolo. ¿Dónde estaban la clemencia, la templanza, la mano tendida de la bondad que le habían enseñado a esperar del más grande de los dioses? En vez de esto, se enfrentaba a un implacable y cruel vengador;
el que no cumpliese al pie de la letra las leyes de Aeoris sería destruido por éste; y no podía haber compromiso
.

El Señor Blanco se había detenido a pocos pasos de Tarod y ahora extendió la mano derecha con ademán autoritario.

—Tomaré esta joya maligna —dijo fríamente—. La destruiré.

Cuando haya sido destruida, el poder de los que tratan de oponerse al Orden quedará anulado y nuestro gobierno volverá a ser absoluto. Tú y tu amante aceptaréis la aniquilación total como justo castigo, y entonces mis hermanos y yo podremos empezar la obra de retribución y la restauración de la justicia en toda la Tierra.

Retribución y restauración de la justicia… Los dedos de Tarod se cerraron convulsivamente sobre el anillo de plata. No había justicia en el plan de Aeoris… Atormentaría a todos los que se hubiesen apartado de su recto camino, sin que le importasen los sufrimientos y las calamidades que infligiría. Después de esta horrible revelación, Tarod recordó vivamente su propia analogía sobre los insectos pisoteados por los guerreros; pero esto era peor, pues la crueldad sería calculada y deliberada. Si era ésta la justicia del Orden, pensó amarga y furiosamente Tarod, no quería saber nada de él.

Podríamos desafiar su dominio… La idea brotó espontáneamente en su cerebro, y la piedra del Caos latió de nuevo en sus manos.

Apartó el concepto de su mente, diciéndose que era demasiado tarde. Si había llegado hasta tan lejos, no podía ahora volver atrás.

Tenía que haber una manera de quebrantar la rigidez del Señor Blanco, de apelar a su misericordia.

Miró de nuevo a Aeoris, que continuaba con la mano extendida para tomar el anillo, y su esperanza se desvaneció. El dios nunca cedería, nunca perdonaría. Aplastaría los últimos vestigios del Caos en el mundo y, entonces, nada podría levantarse contra él o reducir su influencia. El reino del Orden sería absoluto, y crearía un terrible desequilibrio que empujaría al mundo, no por un brillante camino de paz y de armonía, sino por la oscura, triste e inevitable senda de la entropía y de la muerte.

Recordó, aunque había estado luchando por mantener a raya la memoria, el Sueño-encuentro con Yandros mientras dormía en la posada de Shu-Nhadek. Has visto injusticias, fanatismo, persecuciones, asesinatos, todo perpetrado en nombre del Orden, había dicho Yandros. Ahora, con la fría mirada del Señor Blanco echando chispas delante de él, Tarod no podía negar la verdad de aquellas palabras.
Ponte a merced de Aeoris, había dicho Yandros, y donde eran siete, serán seis. Desequilibrio
… La comprensión de este concepto sacudió de raíz su conciencia y le horrorizó. El Caos desencadenado era la insensatez suprema; pero, en el otro extremo del espectro, ¿no amenazaba ser lo mismo el Orden sin control? Como hombre, Tarod había adorado a Aeoris, amado este mundo, creído que el Orden tenía que ser supremo. Pero ahora ya no podía pensar como hombre. Había más, mucho más: una experiencia y una sabiduría inhumanas que le advertían las consecuencias de dejar que la balanza se desequilibrase irremediablemente. El día debe ser contrarrestado por la noche; el calor, por el frío, el amor por el odio..,
y los Siete deben ser contrarrestados por los Siete
.

Tus caminos predilectos están volviendo al árido polvo del que nacieron. Era como si Yandros estuviese a su lado y le hablase en voz alta, y aunque había oído hacía tiempo estas palabras y las había rechazado, Tarod las recordaba ahora con terrible claridad.
Sin el Caos, no puede haber verdadero Orden

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