Pompeyo era un joven de diecinueve años, huérfano de padre y heredero de sus enemigos en los dos bandos de la guerra civil.
Tenia que elegir, y elegir con cuidado. Los radicales controlaban Roma, pero en Asia Menor estaba el general reaccionario Lucio Cornelio Sulla, luchando contra los enemigos de Roma.
Pompeyo, que no estaba seguro de qué bando sería el vencedor, escondió la cabeza y se quitó de en medio. Cuando se enteró de que Sulla iba a regresar victorioso de Asia Menor, tomó una decisión. Decidió que era muy probable que Sulla fuera el vencedor. Inmediatamente se las arregló para reunir un ejército con los soldados que habían luchado con su padre, proclamó públicamente su apoyo a Sulla y se declaró en contra de los radicales.
Este fue su primer golpe de suerte. Había apoyado al hombre adecuado. Sulla llegó a Italia en el 83 a.C., e inmediatamente empezó a cosechar victorias. En el 82 a.C. había acabado con el último rastro de oposición en Italia y se proclamó inmediatamente dictador. Durante tres años fue el amo absoluto de Roma. Reorganizó la administración y controlaba firmemente a los aristócratas del Senado.
Pompeyo se benefició de ello, porque Sulla se mostró debidamente agradecido. Sulla envió a Pompeyo a Sicilia y después a África para acabar con las desorganizadas fuerzas que seguían apoyando a los radicales desde allí, y Pompeyo llevó a cabo estas tareas sin ningún problema.
Las victorias fueron fáciles y las tropas de Pompeyo se sentían tan complacidas que le aclamaron como «el Grande», así que se convirtió en Gnaeus Pompeius Magnus y en el único ciudadano romano en ostentar este título, que era totalmente ajeno a la cultura romana. En relatos posteriores se afirma que recibió este nombre por su asombroso parecido físico con Alejandro Magno, pero es posible que este parecido sólo existiera en la imaginación de Pompeyo. Sulla ordenó a Pompeyo que disolviera su ejército después de sus victorias en África, pero Pompeyo se negó, pues prefería estar rodeado de sus leales. Normalmente nadie excitaba las iras de Sulla a la ligera, pues éste no tenía ningún reparo en firmar unas cuantas docenas de órdenes de ejecución antes del desayuno. Pero Pompeyo se casó con la hija de Sulla. Parece ser que Sulla se sintió tan aplacado que no sólo aceptó que el joven disfrutara del titulo de «el Grande», sino que le permitió celebrar un triunfo en el 79 a. C., aunque no tenia la edad mínima requerida para ello.
Casi inmediatamente después. Sulla renunció a la dictadura, considerando que ya había cumplido con su misión; pero la carrera de Pompeyo no sufrió ni el más mínimo descalabro. Ya disfrutaba de una notable reputación (basada en sus fáciles victorias). Además, estaba ansioso por conseguir más victorias fáciles.
Por ejemplo: después de la muerte de Sulla, Marco Emilio Lépido, un general romano, criticó la política de aquél. El reaccionario Senado envió inmediatamente un ejército contra él. El ejército senatorial estaba a las órdenes de Quinto Cátulo, y Pompeyo era el segundo oficial al mando. Pompeyo había apoyado a Lépido, pero una vez más adivinó a tiempo qué bando se alzaría con el triunfo. Cátulo no tuvo problemas en derrotar a Lépido, y Pompeyo se las ingenió para que el mérito de la victoria recayera en gran parte sobre él.
En aquel momento había disturbios en España, que era el último reducto del radicalismo. Allí había establecido su plaza fuerte un general radical. Quinto Sertorio. Bajo su gobierno España era prácticamente independiente de Roma y disfrutaba de un gobernador ilustrado, pues Sertorio era un administrador liberal y eficaz. Trataba bien a los nativos, constituyó un Senado del que éstos podían formar parte y fundó escuelas en las que se educaba a los jóvenes al estilo romano.
Como es natural, los españoles, que durante siglos habían disfrutado de la reputación de guerreros feroces y resueltos, lucharon con toda el alma al lado de Sertorio. Los ejércitos romanos que Sulla envió a España fueron derrotados.
Y así, en el 77 a.C., Pompeyo. rodeado del aura de la fácil victoria de Cátulo sobre Lépido, se ofreció a ir a España a luchar contra Sertorio. El Senado se mostró de acuerdo y allá se fue Pompeyo con su ejército. Al atravesar la Galia se encontró con lo que quedaba del abatido ejército de Lépido. Lépido había muerto, pero los hombres que habían quedado estaban al mando de Marco Bruto (cuyo hijo se convertiría más tarde en el famoso asesino).
El maltrecho ejército resultó fácil de dominar, y Pompeyo se ofreció a perdonar la vida de Bruto si éste se rendía. Bruto se rindió y Pompeyo lo ejecutó inmediatamente. Otra fácil victoria, rematada por una traición, pero la buena reputación de Pompeyo aumentó todavía más.
Pompeyo se dirigió a España, donde un viejo y tenaz general romano, Metelo Pío, intentaba sin éxito derrotar a Sertorio. Pompeyo avanzó orgullosamente por su cuenta para encargarse de la tarea… y Sertorio, que era el primer buen general con el que Pompeyo se había encontrado en su vida, no tardó en propinarle una buena paliza. Es posible que la buena reputación de Pompeyo se hubiera acabado aquí, de no ser porque Metelo llegó con sus refuerzos en el momento oportuno, y Sertorio tuvo que batirse en retirada. Por supuesto, Pompeyo se apresuró a proclamar su victoria y a atribuirse todo el mérito. Su buena suerte continuaba.
Pompeyo se pasó cinco años en España, intentando derrotar a Sertorio sin conseguirlo. Y entonces tuvo un golpe de suerte, de esa suerte que nunca le fallaba: Sertorio fue asesinado. Con su muerte, el movimiento de resistencia en España se vino abajo. Pompeyo pudo cobrarse inmediatamente otra de sus victorias fáciles y regresó a Roma en el 71 a.C., afirmando que había resuelto el embrollo español.
¿Pero es que Roma no se dio cuenta de que le había costado cinco años?
No, no lo hizo, porque durante el tiempo que Pompeyo había pasado en España, Italia había tenido graves problemas y no había podido mantenerse al tanto de lo que estaba ocurriendo allí.
Un grupo de gladiadores, a las órdenes de Espartaco, se había alzado en rebelión. Muchos desposeídos se unieron a ellos y Espartaco (un hábil luchador) destrozó todos los ejércitos romanos que fueron enviados contra él y mantuvo con el corazón en un puño a los aristócratas romanos. En el momento culminante de la rebelión Espartaco tenia a 90.000 hombres a sus órdenes y controlaba la mayor parte del sur de Italia.
En el 72 a. C. Espartaco se abrió paso hacia el norte hasta llegar a los Alpes, con la intención de abandonar Italia y conquistar la libertad definitiva en las regiones bárbaras del norte. Pero sus hombres, confiados en sus anteriores victorias, prefirieron quedarse en Italia para conseguir más botín. Espartaco volvió a dirigirse hacia el sur.
Los senadores pusieron un ejército a las órdenes de Marco Licinio Craso, el comerciante más rico y corrompido de Roma. Craso consiguió derrotar al ejército de gladiadores en sólo dos batallas, y Espartaco murió en la segunda. Entonces, justo en el momento en que Craso había acabado con la parte más difícil del trabajo, Pompeyo regresó a Roma con su ejército español y se apresuró a acabar con lo que quedaba del desmoralizado ejército de Espartaco. Inmediatamente se proclamó a si mismo, sin que nadie le contradijera, como el hombre que había resuelto el problema de los gladiadores después de haber resuelto el problema de España. En consecuencia, a Pompeyo le fue concedido un triunfo y al pobre Craso, no.
Pero el Senado empezaba a sentirse inquieto. No estaban seguros de si podían fiarse de Pompeyo. Había cosechado demasiadas victorias y se estaba haciendo demasiado popular.
Tampoco les gustaba Craso (ni a nadie). A pesar de todas sus riquezas. Craso no pertenecía a la aristocracia, y le irritó el desaire de los senadores, socialmente superiores a él. Craso empezó a granjearse el favor de la gente con donaciones filantrópicas bien meditadas. También empezó a buscar el favor de Pompeyo.
Pompeyo era sensible a los halagos y, además, tenia un olfato infalible para adivinar cuál sería el bando ganador. En el 70 a.C. él y Craso se presentaron a las elecciones para el Consulado (cada año eran elegidos dos cónsules) y las ganaron. Desde su posición de cónsul, Craso comenzó a anular las reformas realizadas por Sulla diez años atrás, con el propósito de debilitar la influencia de los aristócratas del Senado sobre el Gobierno. Pompeyo, que había estado con Sulla en cuerpo y alma cuando esto era lo más conveniente, cambió de dirección y secundó a Craso, aunque no siempre de buena gana.
Pero los problemas de Roma no habían acabado. La parte oeste del Imperio estaba en paz, pero ahora había disturbios en el mar. Las conquistas romanas habían acabado con los antiguos y estables gobiernos del este, sin que por el momento se hubiera conseguido sustituirlos por otros igualmente estables. En consecuencia, el Mediterráneo oriental estaba plagado de piratas. Era raro el barco que conseguía atravesarlo sin ser atacado, y el suministro de grano a Roma había llegado a ser tan precario que los precios de la comida subieron vertiginosamente.
Roma fracasó en sus intentos de limpiar el mar de piratas, en parte debido a que nunca concedió plenos poderes a los generales enviados con este propósito. En el 67 a. C. Pompeyo intrigó para conseguir que le encargaran esta tarea, pero en condiciones favorables. El Senado, asustado por la escasez de suministros, mordió el anzuelo inmediatamente.
Pompeyo recibió plenos poderes como dictador en toda la costa mediterránea hasta una distancia de 80 kilómetros hacia el interior durante tres años, y se puso a su disposición toda la flota romana para acabar con los piratas. Era tanta la confianza que tenían los romanos en Pompeyo, que los precios de los alimentos cayeron en picado en cuanto se hizo pública la noticia de su nombramiento.
Pompeyo tuvo la suerte de disponer de aquello de lo que no había dispuesto ningún romano antes que él: fuerzas y autoridad adecuadas. No obstante, hay que admitir que cumplió bien su tarea. En tres
meses
, y no en tres años, había limpiado el Mediterráneo de piratas.
Si antes había sido popular, ahora se convirtió en el héroe de Roma.
El único lugar en el que Roma seguía teniendo problemas era en la parte oriental de Asia Menor, donde el rey Ponto llevaba más de veinte años luchando contra Roma, con éxito desigual. Sulla había obtenido algunas victorias contra él cuando estuvo luchando en el este, pero Ponto continuaba la guerra. En aquel momento un general romano, Lucio Licinio Lúculo, estaba a punto de completar la tarea; pero era un capitán severo y riguroso y sus hombres le odiaban.
En el 66 a. C., cuando el ejército de Lúculo empezaba a amotinarse, en el momento en que bastaba con un nuevo ataque para acabar con Ponto, Lúculo fue llamado de vuelta a Roma y el buen Pompeyo fue enviado al este para sustituirlo. La reputación de Pompeyo le precedió: los hombres de Lúculo le aclamaron como locos e hicieron por él lo que no habrían hecho por Lúculo. Marcharon contra Ponto y le derrotaron. Pompeyo dio el último empujón, y, como de costumbre, reclamó y se atribuyó el mérito de la victoria.
En aquel momento toda Asia Menor formaba parte del Imperio romano o estaba gobernada por marionetas controladas por Roma. Por tanto, Pompeyo decidió limpiar el este de enemigos. Marchó hacia el sur, y en los alrededores de Antioquia encontró los últimos vestigios del Imperio de los Seléucidas, establecido dos siglos y medio antes, tras la muerte de Alejandro Magno. Entonces lo gobernaba un cero a la izquierda llamado Antíoco XIII. Pompeyo lo depuso y se anexionó el Imperio en nombre de Roma; pasó a ser la provincia de Siria.
Más hacia el sur estaba el reino de Judea. Este reino era independiente desde hacía menos de un siglo, y estaba gobernado por una rama de la familia macabea. En ese momento dos de los miembros de esta familia se disputaban el trono, y uno de ellos pidió ayuda a Pompeyo.
Inmediatamente Pompeyo marchó sobre Judea y puso sitio a Jerusalén. Normalmente, Jerusalén era un hueso duro de roer, ya que estaba construida sobre una prominencia rocosa y contaba con un buen suministro de agua; sus muros eran fuertes y habitualmente sus habitantes se defendían con fanática energía.
Sin embargo, Pompeyo advirtió que una vez cada siete días todo permanecía en silencio. Alguien le explicó que durante el Sabbath los judíos no peleaban a menos que fueran atacados, y que aun en ese caso luchaban sin verdadera convicción. Pompeyo debió de tardar un buen rato en convencerse de una cosa tan ridícula; pero una vez convencido, se sirvió de unos cuantos Sabbaths para acercar la maquinaria de sitio sin ser molestado, y por último atacó en Sabbath. No hubo problemas.
Pompeyo acabó con el remado de los macabeos y anexionó Judea al Imperio romano, permitiendo a los judíos conservar su libertad religiosa, su templo, sus rabinos y su curioso y útil Sabbath.
Tenía entonces cuarenta y dos años, y el éxito le había sonreído durante toda su vida. En este momento voy a saltarme un pequeño acontecimiento de la vida de Pompeyo, que representaré con una línea de asteriscos: una circunstancia en apariencia trivial.
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Pompeyo regresó a Italia en el 61 a. C.; estaba en la cima del mundo y se jactaba (con bastante exageración) de que lo que antes de él era el límite oriental del Imperio constituía ahora su centro. Le ofrecieron el triunfo más magnifico que Roma recordaba.
El Senado estaba aterrorizado ante la posibilidad de que Pompeyo se proclamara dictador y se uniera a los radicales. Pero no lo hizo. En una ocasión, hacia veinte años, cuando tenia un ejército, lo había conservado aun a riesgo de incomodar a Sulla. Pero ahora algo le impulsó a renunciar a su ejército, licenciarlo y establecerse como ciudadano privado. Quizás estuviera convencido de que había llegado a un punto en el que bastaría con la magia de su nombre para dominar a la República.
Pero lo que ocurrió fue que, por fin, le abandonó su olfato para elegir siempre la línea de actuación correcta. Y una vez que le hubo fallado, no volvió a recuperarlo.
Para empezar, Pompeyo pidió al Senado que aprobara todo lo que había hecho en el este, sus victorias, sus tratados, sus destituciones de reyes y su establecimiento de nuevas provincias. También solicitó al Senado que distribuyera tierras entre sus soldados, ya que así se lo había prometido él mismo. Estaba convencido de que no tenía más que pedir y de que todo le seria concedido.
No fue así en absoluto. Pompeyo era ahora un hombre sin ejército, y el Senado insistió en considerar cada cosa por separado y escrupulosamente. Su solicitud de concesiones de tierras fue rechazada.