Como es natural, esta creencia se confunde con el racismo, y no es en absoluto sorprendente que cuanto más baja es la posición social, económica o personal de una persona, más probable es que sea víctima de la tentación racista.
No es de extrañar que hasta los científicos, considerados individualmente, tengan problemas con esta creencia. Pueden racionalizarla y decir que, sin duda, tiene que ser posible dividir al género humano en categorías, de la manera que algunas categorías sean superiores a otras en ciertos aspectos. Algunos grupos son más altos que otros, por ejemplo, debido a la dotación genética. ¿No seria posible que algunos grupos fueran, por nacimiento y naturaleza, más inteligentes o más honrados que otros?
Cierto premio Nóbel solicitó hace algún tiempo que los científicos dejaran de darle largas al asunto, y que se esforzaran por determinar si los habitantes de los barrios bajos (traducción al inglés: negros) eran o no realmente «inferiores» a los no habitantes en los barrios bajos, y si por tanto eran inútiles los esfuerzos por ayudarlos.
Cierto periódico me pidió que escribiera un articulo dando mi opinión sobre el tema, pero les dije que consideraba mejor advertirles cuál iba a ser mi opinión, para ahorrarme la molestia de escribir un artículo que no iban a publicar.
Dije que, en primer lugar, era muy probable que aquellos que defendían con más entusiasmo este tipo de investigación tuvieran plena confianza en que los haremos que ellos mismos habían establecido probaran sin lugar a dudas que los habitantes de los barrios bajos eran «inferiores». De esta forma, los seres superiores que no vivían en los barrios bajos se verían libres de toda responsabilidad hacia los habitantes de los barrios bajos y de cualquier sentimiento de culpa que pudieran albergar.
Si estaba equivocado, proseguí, entonces me parecía que los investigadores deberían de estar tan ansiosos por encontrar una minoría superior como una inferior. Por ejemplo, tenia serias sospechas de que, según los criterios de valoración predominantes en nuestra sociedad, resultara que los unitarios y los episcopalistas tienen un coeficiente de inteligencia medio más alto y un historial de rendimiento superior al de otros grupos religiosos.
Si esto resultaba ser cierto, yo proponía que los unitarios y los episcopalistas llevaran alguna insignia distintiva, se les hiciera pasar a la parte delantera del autobús, se les dieran las mejores localidades de los teatros, se les permitiera utilizar los aseos más limpios y así sucesivamente.
Así que los del periódico dijeron: «¡Olvídelo!» Y es mejor así. Nadie quiere buscar a personas superiores a uno mismo; sólo a inferiores.
Creencia de seguridad número 6:
Si algo va mal, no es culpa mía
.
Casi todo el mundo sufre una ligera paranoia. Con un poco de práctica, esto puede llevarnos fácilmente a aceptar alguna de las teorías de conspiraciones que nos ofrece la historia.
Qué consolador resulta saber que si nos van mal los negocios es por culpa de las prácticas criminales y poco honradas del búlgaro que es el dueño de la tienda de la esquina; si nos duele algo, es a causa de la conspiración de los médicos nigerianos que nos tienen rodeados; si tropezamos cuando nos damos la vuelta para mirar a una chica, ha sido algún maldito cingalés el que ha puesto ahí esa grieta en la acera.
Y es en esto en lo que, por fin, los científicos resultan ser más vulnerables, porque esta creencia de seguridad puede volverse contra ellos por haberse opuesto a todas las creencias de seguridad en general.
Cuando los creyentes se sienten irritados ante la refutación de alguna de las locuras y mistificaciones en las que creen, ¿cuál es su último y mejor argumento? Pues que existe una conspiración de científicos contra ellos.
Yo mismo recibo constantes acusaciones de participar en una conspiración de esta clase. Por ejemplo, en el correo de hoy he recibido una carta escrita en un tono sumamente violento e indignado, de la que sólo citaré un par de frases de entre las más benignas:
«No sólo nos toman el pelo los políticos… sino que ahora esas tácticas también se han extendido a la ciencia. Si tiene la intención de engañar al prójimo con algún propósito, espero que con esto se dé por enterado de que no lo ha conseguido ni en un uno por ciento.»
Leí toda la carta atentamente, y, al parecer, mi corresponsal había leído algún artículo de una revista en el que se refutaba alguna de sus creencias más queridas. Por tanto, inmediatamente se sintió seguro, no de que él pudiera estar equivocado, sino de que había una conspiración de científicos a las órdenes de la NASA, cuya misión consistía en mentirle.
Lo malo es que se refería a un articulo que no había sido escrito por mí, y yo no sabia de qué demonios me estaba hablando.
Sin embargo, estoy totalmente seguro de que las fuerzas de la razón se alzarán triunfantes a pesar de los violentos ataques de los creyentes en la seguridad y a pesar de cualquier cosa. (¡Toco plástico!)
NOTA
He perdido la cuenta de los artículos que he escrito en los que dirigía mis sarcasmos contra las irracionalidades que tanta influencia tienen sobre la mayoría de la gente. Tengo la suerte de vivir en una sociedad en la que se considera de mal gusto castigar con la tortura y la ejecución el crimen de decir la verdad; si no, tendría graves problemas.
Por lo general, incluso en nuestra permisiva sociedad, acostumbro a moderar un poco el tono a causa de mi natural deseo de evitar que la gente se excite demasiado y de no recibir demasiadas cartas llenas de injurias obscenas.
Pero al escribir esta serie de artículos estoy convencido de que me dirijo a un público especialmente comprensivo que me permitirá expresar mi opinión sin echar espuma por la boca, aunque no estén de acuerdo conmigo.
Eso es lo que me permite escribir artículos como el anterior, lo cual obra milagros en mi equilibrio psicológico y me ayuda a seguir siendo una persona risueña y alegre.
Entre unas cosas y otras, he leído bastantes obras de Shakespeare y me he dado cuenta de un montón de cosas, entre ellas de la siguiente: las heroínas románticas de Shakespeare por lo general superan a sus héroes en inteligencia, carácter y fortaleza moral.
Julieta actúa con energía y sin arredrarse ante el peligro mientras Romeo se limita a tirarse al suelo y llorar (
Romeo y Julieta
); Porcia desempeña un papel difícil y activo mientras Bassanio no puede hacer otra cosa que quedarse en un segundo plano retorciéndose las manos (
El mercader de Venecia
); Benedick es un muchacho perspicaz, pero Beatriz le da ciento y raya (
Mucho ruido y pocas nueces
). Rosalía también supera con creces a Biron (
Trabajos de amor perdidos
) y Rosalinda a Armando (
Como gustéis
). En algunos casos las diferencias son abismales. Julia es infinitamente superior a Proteo desde todos los puntos de vista (
Dos caballeros de Verona), y
Elena a Bertram (
Bien está lo que bien acaba
).
La única obra en la que Shakespeare parece caer en el machismo es
La fierecilla domada
, y habría buenas razones para criticar la falta de sutileza de este argumento, en el que un hombre fuerte se impone sobre una mujer igualmente fuerte; pero no voy a hablarles de eso aquí.
Y, sin embargo, a pesar de todo esto, nunca he oído que nadie criticara a Shakespeare por dar una visión falsa de las mujeres. Nunca le he oído decir a nadie: «Shakespeare está bien, pero no comprende a las mujeres.» Al contrario, todo son elogios para sus heroínas.
¿Cómo es posible entonces que Shakespeare —el cual, según la opinión unánime, supo ver la naturaleza humana al desnudo y sin artificio a la luz inquisitiva e impersonal de su genio— nos presente a las mujeres como superiores a los hombres en todos los aspectos importantes, y aun así tantos de nosotros sigamos estando seguros de que las mujeres son inferiores a los hombres? Digo «nosotros» sin distinción de género, porque por lo general las mujeres aceptan su condición de inferiores.
Puede que les extrañe que me preocupe por este asunto. Bueno, me preocupa (por dar la explicación más simple), porque todo me preocupa. Me preocupa sobre todo en mi calidad de autor de ciencia-ficción, porque ésta a menudo habla de sociedades futuras, las cuales espero que traten de manera más razonable que nuestra sociedad actual al 51 por 100 de la raza humana.
Estoy convencido de que las sociedades futuras
serán
más razonables en este punto, y me gustaría explicar las razones de esta creencia. Me gustaría especular sobre la mujer del futuro a la luz de lo que le ocurría a la mujer del pasado y de lo que le está ocurriendo a la mujer del presente.
Para empezar, admitiremos que existen determinadas diferencias fisiológicas inevitables entre los hombres y las mujeres. (El primero que grite
Vive la différence!
se marcha de la habitación.)
¿Pero hay alguna diferencia que sea de naturaleza fundamentalmente no fisiológica? ¿Existen diferencias intelectuales, emocionales o de temperamento de las que estemos totalmente
seguros
y que puedan servir para diferenciar a los hombres de las mujeres de una manera amplia y generalizada? Me refiero a diferencias que sean válidas para todas las culturas, como ocurre con las diferencias fisiológicas, y que no sean consecuencia de una temprana orientación educativa.
Por ejemplo, no me impresiona la afirmación de que «las mujeres son más refinadas», pues todos sabemos que las madres empiezan pronto a dar palmadas en las pequeñas manos de sus hijitas, mientras les recriminan: «No, no, no, las niñas buenas no hacen eso.»
Por mi parte, sostengo la rígida opinión de que no es posible estar seguros de la naturaleza de las influencias culturales, y de que las únicas diferencias ciertas que podemos establecer entre los sexos son las de orden fisiológico, de las cuales sólo admito dos:
1. La mayoría de los hombres son más grandes y más fuertes físicamente que la mayoría de las mujeres.
2. Las mujeres se quedan embarazadas, tienen niños y los amamantan. Los hombres, no.
¿Qué es lo que podemos deducir a partir
exclusivamente
de estas dos diferencias? Me da la impresión de que bastan para comprender la situación de clara desventaja de las mujeres con respecto a los hombres en una sociedad de cazadores primitiva, que era el único tipo de sociedad existente hasta, digamos, el 10.000 A. C.
No cabe duda de que las mujeres no estarían tan capacitadas para los aspectos más duros de la caza, además de verse perjudicadas por una cierta torpeza durante los embarazos y por determinadas distracciones, mientras se hacían cargo de sus bebés. De darse una lucha por la comida del tipo «que cada uno se las componga como pueda», ellas siempre serian las últimas en llegar.
A una mujer no le vendría mal que algún hombre se ocupara de proporcionarle algún muslo de carne después de la caza y que se preocupara además de que ningún otro hombre se lo quitara. Es poco probable que un cazador primitivo procediera de este modo movido por sus convicciones filosóficas humanitarias; no habría más remedio que sobornarlo. Supongo que todos ustedes se me han adelantado en la suposición de que el soborno más evidente es el sexual.
Me imagino un tratado de asistencia mutua de la edad de piedra entre hombres y mujeres: sexo a cambio de comida, y, como resultado de este tipo de compañerismo, nacerían más niños y las generaciones se sucederían
[8]
.
No me parece que alguna de las pasiones más nobles haya podido tener algo que ver con esta transacción. Me parece improbable que algo que pudiéramos identificar como «amor» estuviera presente en la edad de piedra, ya que parece que el amor romántico fue una invención bastante tardía y poco extendida, incluso en la actualidad. (En una ocasión leí que la idea hollywoodense del amor romántico fue inventada por los árabes en la Edad Media y fue difundida en nuestra sociedad occidental por los trovadores provenzales.)
En cuanto a la natural preocupación de un padre por sus hijos, olvídenlo. Hay señales inequívocas de que los hombres no comprendieron la relación existente entre el trato sexual y los niños prácticamente hasta el comienzo de la época histórica. Puede que existan razones fisiológicas para el amor materno (el placer de dar de mamar al bebé, por ejemplo), pero tengo serias sospechas de que el amor paterno, por auténtico que pueda ser, es de origen cultural.
Aunque el convenio de
sexo a cambio de comida
parece un toma y daca bastante razonable, no es así. Se trata de un convenio terriblemente injusto, porque una de las partes podía violarlo impunemente y la otra no. Si el castigo de una mujer consiste en negarse a tener trato sexual y el de un hombre en negarse a compartir su comida, ¿cuál de los dos vencerá? A pesar de lo que creen las mujeres de
Lisístrata
, una semana sin relaciones sexuales es mucho más fácil de soportar que una semana sin comida. Además, un hombre que se harte de esta huelga reciproca puede obtener lo que quiere por la fuerza, y una mujer no.
Por tanto, tengo la impresión de que, por razones fisiológicas muy concretas, la primitiva asociación entre hombres y mujeres era rigurosamente desigual; el hombre desempeñaba el papel de amo y la mujer el de esclavo.
Esto no quiere decir que una mujer inteligente no fuera capaz, aun en los tiempos de la edad de piedra, de engatusar y camelar a un hombre para conseguir lo que quería. Y todos sabemos que hoy en día no hay ninguna duda de que así es, pero los halagos y la marrullería son las armas del esclavo. Si usted, orgulloso lector, es un hombre y no está de acuerdo con este punto, le sugiero que intente halagar y engatusar a su jefe para conseguir un aumento de sueldo, o a un amigo para conseguir lo que quiere, y que observe qué es lo que le ocurre a su dignidad.
En cualquier relación amo-esclavo, el amo sólo hace la parte del trabajo que le apetece o que el esclavo no puede hacer, y éste hace todo lo demás. Se trata de algo sólidamente establecido en las obligaciones del esclavo, no sólo por la costumbre, sino también por las rígidas normas sociales, según las cuales no es correcto que los hombres libres realicen las tareas propias de los esclavos.
Vamos a dividir el trabajo en «de poco músculo» y «de mucho músculo». Los hombres hacen el trabajo «de mucho músculo», porque se ven obligados a ello, y las mujeres hacen el trabajo «de poco músculo». Reconozcámoslo: por lo general (no siempre) los hombres hacen un buen trato, porque hay mucho más trabajo «de poco músculo». («Los hombres trabajan de sol a sol; el trabajo de las mujeres no se acaba nunca», según el viejo dicho.)