—¿A quién tiene que sobornar? ¿Qué demonios compra? No entiendo.
—No me lo dijo, Andy, y yo no le pregunté. Se fue por la tangente, como es propio de él. Empezó a hablar por los codos de los oportunistas extranjeros que esperan en la puerta trasera y de los políticos que se llenan los bolsillos con el patrimonio del pueblo panameño.
—¿Y Rafi Domingo? —preguntó Osnard con el tardío enojo de quien ofrece dinero y luego averigua que la oferta ha sido aceptada—. Pensaba que Domingo los apoyaba económicamente.
—Ya no, Andy.
—¿Cómo es eso?
De nuevo la verdad acudió cautamente en ayuda de Pendel.
—Hace apenas unos días el señor Domingo dejó de ser lo que podríamos llamar un invitado bien recibido en la mesa de Mickie.
Lo que era evidente para todos por fin lo es también para él.
—¿Quieres decir que ha descubierto lo de Rafi y su mujer?
—Así es, Andy.
Osnard asimiló la noticia.
—Estos gilipollas me superan —protestó—. Complots aquí, complots allá, que si la gran capitulación, golpes de Estado a la vuelta de la esquina, oposiciones silenciosas, estudiantes movilizados. Pero, por Dios, ¿a qué se oponen? ¿Para qué? ¿Por qué no actúan abiertamente?
—Eso mismo le dije yo, Andy: «Mickie, mi amigo no va a invertir en un enigma. Pues mientras exista ahí fuera un gran secreto que tú conoces y mi amigo no, su dinero seguirá en su bolsillo». Me he mostrado firme, Andy. Con Mickie es necesario. Él tiene mano de hierro. «
Tú
nos informas de vuestra trama, Mickie», dije, «y
nosotros
realizamos nuestro acto filantrópico». Esas han sido mis palabras —concluyó mientras Osnard resoplaba y escribía, y las gotas de sudor caían sobre el mantel.
—¿Cómo se lo tomó?
—Se aplanó, Andy.
—
¿Cómo?
—Pasó a ser una sombra, nadie. Tuve que obligarlo a hablar como un interrogador. «Harry, muchacho», respondió por fin, «somos hombres de honor, los dos, tú y yo, así que tampoco me andaré con medias palabras». Se había enardecido. «Si me preguntas
cuándo
, te contestaré
nunca
. Nunca
nunca
». —La vehemencia con que Pendel relataba la historia no dejaba dudas acerca de su veracidad. Uno sabía de inmediato que había estado allí, que había percibido la pasión de Abraxas—. «Porque
nunca
divulgaré el menor detalle de cuanto me comuniquen mis fuentes secretas hasta que tenga el visto bueno de todos y cada uno de los implicados». —Su voz, ahora un susurro, adoptó el tono de una promesa solemne—. «Llegado ese momento le facilitaré a tu amigo el plan de combate de mi movimiento, más una declaración de objetivos e ideales, más un manifiesto de intenciones para cuando, si es que eso ocurre, ganemos el primer premio en la lotería de la vida, más los necesarios datos y cifras que revelan las secretas maquinaciones de este gobierno, en mi opinión diabólicas, todo ello sujeto de antemano a las más sólidas garantías».
—¿Cómo cuáles?
—«Como tratar los asuntos de mi organización con seriedad y respeto, como comunicar anticipadamente todos los detalles a través de Harry Pendel, por más que eso ponga en peligro mi seguridad y la seguridad de quienes dependen de mí sin excepción». Punto.
Se produjo un silencio. En los ojos de Osnard apareció la mirada fija y oscura, Y una expresión ceñuda y confusa asomó al rostro de Harry Pendel mientras luchaba por proteger a Marta de las consecuencias de su mal calculado regalo de amor.
Osnard habló primero.
—Harry, amigo mío.
—Dime, Andy.
—¿Por casualidad me ocultas algo?
—Te lo he contado tal como sucedió, con las palabras textuales de Mickie y mías.
—Esto es el premio gordo, Harry.
—Gracias, Andy, soy consciente de ello.
—Esto es el no va más, para lo que tú y yo estamos en este mundo. Esto colma los mayores sueños de Londres: un movimiento radical de clases medias en favor de la libertad, ya formado y en marcha, dispuesto a luchar por la democracia en cuanto estalle la situación.
—Andy, en realidad no sé adónde va a llevarnos todo esto.
—Harry, no es momento de que andes chapoteando en tu propio Canal. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Creo que no, Andy.
Juntos, saldremos airosos. Separados, estamos jodidos. Tú pones a Mickie; yo pongo a Londres. Así de sencillo.
A Pendel se le ocurrió una idea. Una excelente idea.
—Planteó una condición más, Andy, que debería mencionarte.
—¿De qué se trata?
—Me pareció tan ridículo, la verdad, que ni siquiera pensaba informarte. «Mickie», le dije, «eso no es manera de empezar una relación. Se te ha ido la mano. Dudo que vuelvas a tener noticias de mi amigo durante una temporada».
—Sigue —apremió Osnard.
Pendel reía, pero sólo en sus adentros. Había visto una escapatoria, una puerta hacia la libertad de dos metros de anchura. La afluencia bullía en todo su cuerpo; sentía su cosquilleo en los hombros, sus latidos en las sienes, y su música en los oídos. Tomó aire e inició otro párrafo:
—«Es respecto a la forma de pago del dinero que tu millonario loco se propone entregar a mi Oposición Silenciosa a fin de que sea un instrumento útil de la democracia en una pequeña nación al borde de la autodeterminación y todo lo que eso supone».
—¿Y?
—Los pagos deben realizarse en efectivo. Dinero contante y sonante u oro —explicó Pendel excusándose—. Nada de tarjetas de crédito, cheques o transferencias bancarias, por razones de seguridad. Para uso exclusivo de su movimiento, lo cual incluye a estudiantes y pescadores, todo limpio y claro, con recibos y toda la parafernalia —concluyó, con un triunfal homenaje a su tío Benny.
Pero Osnard no reaccionó como Pendel preveía. Al contrario, sus carnosas facciones parecieron iluminarse mientras escuchaba a Pendel.
—Comprendo sus razones —declaró con calma después de reflexionar sobre aquella interesante propuesta con todo el detenimiento que merecía—. Y Londres las comprenderá también. Ya los tantearé, veré hasta dónde estarían dispuestos a llegar. En su mayoría son gente razonable. Sagaz. Flexible cuando es necesario. No puede pagarse con cheques a los pescadores. Sería absurdo. ¿Alguna otra cosa?
—Creo que eso ha sido todo, Andy, gracias —contestó Pendel con remilgamiento, disimulando su perplejidad.
Marta estaba ante el hornillo preparando un café griego porque sabía que a Pendel le gustaba. Pendel, tendido en la cama, estudiaba un complejo gráfico con líneas, círculos y letras mayúsculas seguidas de cifras.
—Es un plan de combate —explicó Marta—. Tal como lo elaborábamos cuando éramos estudiantes. Nombres en clave, células, canales de comunicación, y un grupo especial de enlace con los sindicatos.
—¿Dónde está situado Mickie?
—En ninguna parte. Mickie es amigo nuestro. No sería correcto.
El café subió y volvió a bajar. Llenó dos tazas.
—Ha telefoneado el Oso.
—¿Qué quería?
—Está pensando en escribir un artículo sobre ti.
—Todo un detalle por su parte.
—Quería saber cuánto te cuesta mantener la nueva sala de reuniones.
—¿Qué interés puede tener en eso?
—El también es mala persona.
Marta cogió el plan de combate, le entregó el café y se sentó junto a él en la cama.
—Y Mickie quiere otro traje. Uno de alpaca en pata de gallo como el de Rafi. Le he dicho que primero debía pagar el anterior. ¿He hecho bien?
Pendel tomó un sorbo de café. Tenía miedo y no sabía de qué.
—Concédeselo si le hace feliz —contestó eludiendo su mirada—. Se lo ha ganado.
Todo el mundo estaba contento con el joven Andy. Incluso el embajador Maltby, si bien se lo consideraba incapaz de la satisfacción tal como otros la entendían, había comentado que un joven que jugaba al golf como él y mantenía la boca cerrada entre golpes no podía ser tan malo. Nigel Stormont dejó de lado sus recelos en cuestión de días. Osnard no representaba una amenaza a su posición como ministro consejero, demostraba la debida deferencia a las susceptibilidades de sus colegas, y resplandecía, aunque con moderado brillo, en las cenas y cócteles.
—¿Tienes alguna sugerencia sobre cómo debo explicar tu función a la gente de esta ciudad? —preguntó Stormont a Osnard, sin demasiada delicadeza, en su primer encuentro. Y añadió—: Por no hablar ya del personal de la embajada.
—¿Y si me presentas como observador del Canal? —propuso Osnard—. De las rutas comerciales británicas en la era poscolonial. En cierto modo, es mi verdadero trabajo. Al fin y al cabo, todo se reduce a emplear unos métodos u otros en las observaciones.
Stormont no pudo objetar nada a su propuesta. Todas las embajadas importantes de Panamá tenían un experto en asuntos del Canal, salvo la británica. Pero ¿conocía Osnard la materia?
—¿Qué es lo esencial respecto de las bases norteamericanas? —inquirió Stormont con la intención de poner a prueba la aptitud de Osnard para el nuevo puesto.
—No entiendo la pregunta.
—¿Se quedará o no el ejército de Estados Unidos?
—Todavía no está claro. Muchos panameños desean la permanencia de las bases como aval para los inversores extranjeros. Lo consideran una solución a corto plazo, una transición.
—¿Y los otros?
—No quieren verlo aquí ni un día más. Han padecido a los americanos como potencia colonial desde 1904; son la deshonra de la región; que se larguen de una vez. Los marines partieron de aquí en sus campañas contra México y Nicaragua de los años veinte, reprimieron los disturbios panameños en el año veinticinco. Los militares americanos están aquí desde que se construyó el Canal. Nadie se siente cómodo con su presencia a excepción de los banqueros. En el presente Estados Unidos utiliza Panamá como base en la lucha contra los señores de la droga de los Andes y Centroamérica, y prepara milicias latinoamericanas para la acción cívica contra enemigos aún por determinar. Las bases estadounidenses dan trabajo a cuatro mil panameños, y otros once mil viven indirectamente de ellas. En la actualidad el contingente de tropas norteamericanas asciende oficialmente a siete mil hombres, pero mantienen oculto mucho más que eso, muchas montañas huecas llenas de juguetes y refugios subterráneos. La presencia militar norteamericana representa un cuatro coma cinco por ciento del producto nacional bruto, pero eso no es nada si consideramos los movimientos de dinero invisibles de Panamá.
—¿Y los tratados? —dijo Stormont, secretamente impresionado.
—El tratado de 1904 cedió la Zona del Canal a los yanquis a perpetuidad; según los tratados Torrijos-Carter del setenta y siete, el Canal y toda su infraestructura debe revertirse a los panameños a finales de siglo, sin coste alguno. Los sectores derechistas de Estados Unidos siguen viéndolo como una capitulación. El protocolo prevé la continuidad del ejército norteamericano si ambas partes están de acuerdo. La cuestión de quién paga cuánto, por qué y cuándo todavía no se ha discutido. ¿Apruebo?
Aprobaba. Osnard, el observador oficial del Canal ya instalado en su apartamento, ofreció sus fiestas de recepción, estrechó manos y en unas semanas se había convertido en un agradable personaje secundario del panorama diplomático panameño. Poco tiempo después era ya uno de los protagonistas. Si jugaba al golf con el embajador, jugaba también al tenis con Simon Pitt, asistía a alegres fiestas playeras con el personal de menor edad, y se sumaba a los periódicos y desenfrenados esfuerzos de la comunidad diplomática por reunir fondos de ayuda para los sectores más desfavorecidos de Panamá, de los cuales había afortunadamente una reserva inagotable. En la embajada estaba ensayándose una pantomima, y Osnard, por unánime acuerdo, fue designado el personaje principal.
—¿Te importaría decirme una cosa? —preguntó Stormont cuando ya se conocían mejor—. ¿Qué es exactamente la Comisión de Planificación y Realización?
Osnard contestó con vaguedad. Con intencionada vaguedad, pensó Stormont.
—No estoy muy seguro, en realidad. Depende del Ministerio de Hacienda. Una mezcla de gente de distintos departamentos. Incluye miembros de diversas áreas de actividad. Un soplo de aire fresco para quitar las telarañas. Hay autónomos y funcionarios.
—¿Con predominio de algún área en particular?
—El Parlamento. La prensa. Gente de aquí y de allá. Según mi jefe, tiene bastante peso, pero no habla demasiado al respecto. La preside un tal Cavendish.
—
¿Cavendish?
—Sí, y el nombre de pila es Geoff.
—
¿Geoffrey Cavendish?
—Por lo que se ve, trabaja más o menos por cuenta propia. Mueve los hilos entre bastidores. Tiene una oficina en Arabia Saudí, casas en París y el West End, una finca en Escocia. Es miembro de Boodles.
Stormont miró a Osnard con manifiesta incredulidad. Cavendish, el traficante de influencias, pensaba. Cavendish, destacado elemento de los grupos de presión próximos a Defensa. Cavendish, el supuesto amigo de los estadistas. Y durante la breve temporada que Stormont trabajó en la sede del Foreign Office en Londres, ése era sólo el diez por ciento visible de Cavendish. Bum-Bum Cavendish, traficante de armas. Geoff el Escurridizo. Cualquiera que entre en contacto con el susodicho comuníquelo inmediatamente al Departamento de Personal.
—¿Quién más hay metido?
—Un tal Tug no sé qué más.
—¿No será Kirby?
—Sólo Tug —respondió Osnard con una indiferencia que agradó a Stormont—. Oí el nombre por casualidad. Mi jefe había comido con Tug antes de la reunión. Pagó mi jefe. Parece que era la norma.
Stormont se mordió el labio y no preguntó más. Ya sabía más de lo que deseaba y probablemente más de lo que debía. Optó por abordar la delicada cuestión de los futuros frutos del trabajo de Osnard, que trataron en cónclave privado durante el almuerzo en un nuevo restaurante suizo que servía kirsch con el café. Osnard encontró el sitio; Osnard insistió en pagar la cuenta, cargándola a lo que él llamaba su fondo de reptiles, y comieron, a sugerencia de Osnard,
cordon bleu
y ñoquis, regado todo con vino tinto chileno antes del kirsch.
¿En qué punto vería la embajada el producto de Osnard?, preguntó Stormont. ¿Antes de enviarlo a Londres? ¿Después? ¿Nunca?
—Según instrucciones explícitas de mi jefe, no debo compartir la información con nadie en Panamá a menos que él dé su expreso consentimiento —respondió Osnard con la boca llena—. Le tienen miedo a Washington. Quieren ocuparse personalmente de la distribución.