El sastre de Panamá (23 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: El sastre de Panamá
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Así pues, viajaron a Todo Tiempo, que era una casa sin paredes colgada como una pérgola de madera en su propia isla redonda y brumosa de unos sesenta metros de diámetro, en medio de un extenso valle inundado, el lago Gatún, a algo más de treinta kilómetros de la costa atlántica en el tramo más elevado del Canal, cuyo curso se halla allí trazado mediante dos sinuosas filas de boyas de colores que desaparecen de dos en dos en la húmeda neblina. La isla se encuentra en la franja occidental del lago, perdida en un laberinto de tórridos manglares, ensenadas e islas, entre las cuales la mayor es Barro Colorado y la más insignificante Todo Tiempo, llamada así por Hannah y Mark en homenaje a cierta mermelada, cedida al padre de Louisa por la empresa para la que trabajaba a cambio de un alquiler simbólico, y legada a Louisa por caridad.

El Canal humeaba a la izquierda del todoterreno y las volutas de bruma flotaban sobre él como un rocío eterno. Los pelícanos se zambullían en la bruma y el aire olía a combustible de barco, y nada en el mundo había cambiado ni cambiaría, amén. Los mismos buques que pasaban cuando Louisa tenía la edad de Hannah, las mismas figuras negras con los codos desnudos apoyados en las barandillas impregnadas de sudor, las mismas banderas mojadas, inertes en sus mástiles, cuya procedencia nadie conocía —bromeaba siempre el padre de Louisa— salvo un viejo pirata ciego de Portobelo. Pendel, extrañamente incómodo en presencia del señor Osnard, conducía en hosco silencio. Louisa viajaba repantigada en el asiento delantero junto a él, que había ocupado por insistencia del señor Osnard, quien aseguraba que prefería la parte de atrás.

El señor Osnard, se repitió Louisa, adormilada. El corpulento señor Osnard. Te llevo diez años por lo menos, y sin embargo jamás seré capaz de llamarte Andy. Había olvidado, si es que alguna vez lo había sabido, hasta qué punto un caballero inglés era capaz de vencer cualquier resistencia con su cortesía cuando ponía en ello su hipócrita alma. Humor y buenos modales, la advertía siempre su madre, una peligrosa mezcla de encantos. Y más aún si añadimos saber escuchar, reflexionó Louisa a la vez que sonreía recostada contra el respaldo por el modo en que Hannah le describía los lugares de interés como si fuesen suyos; Mark la dejaba hablar porque era su cumpleaños, y además, a su manera, estaba tan encandilado como ella por el invitado.

Uno de los viejos faros surgió en el paisaje.

—¿Quién sería el zoquete al que se le ocurrió pintar un faro por un lado de negro y por el otro de blanco? —preguntó el señor Osnard tras escuchar el interminable relato de Hannah sobre el atroz apetito de los caimanes.

—Hannah, trata con respeto al señor Osnard —amonestó Louisa cuando Hannah se rió de él y lo llamó tonto.

—Háblale del bueno de Braithwaite, Andy —propuso Harry entre dientes—. Cuéntale tus recuerdos de infancia. Le gustará.

Está presumiendo de su amistad ante mí, pensó Louisa. ¿Por qué lo hará?

Pero su memoria derivaba de nuevo hacia las brumas de su niñez, como siempre que visitaba Todo Tiempo, una experiencia extrasensorial: hacia la previsible cotidianidad de la vida en la Zona, hacia la placidez de crematorio legada por nuestros antepasados, donde no tenemos otra cosa que hacer salvo pasear entre las flores perennes cultivadas por la Compañía y los verdes céspedes cortados por la Compañía, y nadar en las piscinas de la Compañía, y odiar a nuestras preciosas hermanas, y leer la prensa de la Compañía, y alimentar la fantasía de que somos una sociedad perfeccionada de pioneros socialistas, en parte colonos, en parte dominadores, en parte evangelizadores de los irreligiosos indígenas que habitan fuera de los límites de la Zona, cuando en realidad nunca hemos ido más allá de las nimias rencillas y envidias consustanciales a la vida en cualquier acuartelamiento extranjero, nunca hemos cuestionado los supuestos de la Compañía, ya sean económicos, sexuales o sociales, nunca nos hemos atrevido a salir del confinamiento que nos ha sido asignado, sino que hemos seguido adelante dócil e inexorablemente, paso a paso, de un extremo a otro de la uniforme y angosta avenida de nuestra rutina preprogramada, conscientes de que cada esclusa, lago y cauce, cada túnel, robot y represa, y cada modelada colina a uno y otro lado es el logro inmutable de los muertos, y de que nuestro deber sagrado e ineludible en esta tierra consiste en alabar a Dios y a la Compañía, avanzar en línea recta entre los muros, cultivar la fe y la castidad a despecho de nuestras promiscuas hermanas, masturbarnos hasta no poder más y sacar brillo a los dorados de la octava maravilla de su tiempo.

¿Quién va a quedarse las casas, Louisa? ¿Quién va a quedarse la tierra, las piscinas, las pistas de tenis, los pulcros setos y los renos navideños de plástico propiedad de la Compañía? ¡Louisa, Louisa, dinos cómo mejorar ingresos, reducir costes, ordeñar la vaca sagrada de los yanquis! ¡Louisa, queremos saberlo ahora! Ahora que todavía tenemos el control, ahora que nos cortejan los postores extranjeros, ahora que esos ingenuos ecologistas aún no han empezado a predicar sobre la vital importancia de las selvas tropicales.

Rumores de sobornos, maniobras y acuerdos secretos resuenan en los pasillos. El Canal será modernizado, ensanchado para admitir un mayor tráfico de barcos. Se han proyectado nuevas esclusas. Empresas multinacionales ofrecen grandes sumas a cambio de asesoría, influencias, encargos, contratos. Y entretanto: nuevos expedientes a los que Louisa no tiene acceso y nuevos jefes que enmudecen en cuanto ella entra en cualquier despacho salvo el de Delgado, el pobre y honrado Ernesto blandiendo su escoba en un vano esfuerzo por barrer la insaciable codicia de cuantos lo rodean.

—¡Soy demasiado joven! —exclamó Louisa—. ¡Soy demasiado joven y estoy demasiado viva para presenciar cómo tiran a la basura mi niñez ante mis propios ojos!

Se irguió sobresaltada. La cabeza debía de haberle resbalado hacia el hombro poco cooperante de Pendel.

—¿Qué he dicho? —quiso saber, angustiada.

No había dicho nada. Había hablado desde atrás el diplomático señor Osnard. En su infinita cortesía, le había preguntado si le complacía ver cómo pasaba el Canal a manos panameñas.

En el puerto de Gamboa, Mark enseñó al señor Osnard cómo se quitaba la lona del bote y se ponía el motor en marcha. Harry tomó el timón hasta que abandonaron la estela del tráfico del Canal, pero fue Mark quien llevó el bote hasta la playa, descargó los bultos y, con la ayuda del alegre señor Osnard, encendió la barbacoa.

¿Quién es este lustroso joven, tan joven, tan apuesto en su fealdad, tan sensual, tan divertido, tan amable…? ¿Qué relación mantiene este sensual joven con mi marido, y mi marido con él? ¿Por qué este sensual joven se ha convertido en una nueva vida para nosotros, pese a que Harry, después de habérnoslo impuesto, parece ahora arrepentirse? ¿Por qué sabe tanto de nosotros, está tan a gusto con nosotros, tan en familia, y por qué habla con tal conocimiento de causa sobre la sastrería, Marta, Abraxas, Delgado y toda la gente que forma parte de nuestras vidas, en virtud simplemente de la amistad que unió a su padre y el señor Braithwaite?

¿Por qué me cae mejor a mí que a Harry? Es amigo de Harry, no mío. ¿Por qué mis ojos no se separan de él mientras que Harry lo mira con expresión ceñuda, le vuelve la espalda y se niega a reír sus continuos chistes?

Primero pensó que quizá Harry tenía celos, y la idea la complació. Pero la otra explicación que se le ocurrió se transformó de inmediato en una pesadilla y en un vergonzoso y horrendo motivo de júbilo: ¡Santo cielo, Dios bendito, Harry quiere que me enamore del señor Osnard para que estemos en igualdad de condiciones!

Pendel y Hannah asan unas costillas. Mark prepara las cañas de pescar. Louisa reparte cervezas y zumo de manzana y contempla cómo se aleja su infancia entre las boyas. El señor Osnard le pregunta por los estudiantes panameños —¿conoce alguno?, ¿hay sectores militantes?— y por la gente que vive al otro lado del puente.

—Bueno, en esa dirección tenemos el arrozal —contesta Louisa haciendo acopio de todo su encanto—. Pero no creo que conozcamos allí a nadie.

Harry y Mark anclan el bote a cierta distancia de la orilla y se sientan espalda contra espalda. Los peces, citando al señor Osnard, se ofrecen en un espíritu de voluntaria eutanasia. Hannah yace boca abajo en la pérgola de Todo Tiempo y pasa con afectación las hojas del carísimo libro sobre caballos que el señor Osnard le ha regalado por su cumpleaños. Y Louisa, bajo la influencia de la suave persuasión del señor Osnard y un secreto trago de vodka, le obsequia con la historia de su vida hasta la fecha valiéndose del insinuante lenguaje de Emily, la hermana puta, cuando representaba la escena de Escarlata O’Hara antes de caerse de espaldas.

—Mi problema… y tengo que decirlo: ¿De verdad no te importa que te tutee, Andy? Por cierto, llámame Lou. Aunque lo quería de muy diversas maneras, mi problema… y gracias a Dios yo sólo tengo eso, porque casi todas las chicas que conozco en Panamá tienen un problema para cada día de la semana… mi problema no puede ser otro que mi padre.

Capítulo 10

Louisa instruyó a su marido para su peregrinación a la casa del general del mismo modo que aleccionaba a los niños para las clases de catequesis, pero aún con mayor entusiasmo. Un ligero rubor le coloreaba atractivamente las mejillas. Hablaba con gran animación. Pero buena parte de su entusiasmo se lo debía a la botella.

—Harry, tenemos que lavar el todoterreno. Estás a punto de vestir a un héroe moderno. Para su rango y edad, el general ha recibido más condecoraciones que ningún otro general del ejército de Estados Unidos. Mark, tú lleva los cubos de agua caliente. Hannah, tú ocúpate por favor de la esponja y el detergente, y ya está bien de renegar.

Pendel podría haber llevado el todoterreno al túnel de lavado del garaje, pero para el general Louisa exigía no sólo limpieza sino sobre todo devoción. Nunca se había sentido tan orgullosa de su nacionalidad. Lo repitió docenas de veces. Estaba tan emocionada que tropezó y casi cayó. Cuando acabaron de lavar el todoterreno, examinó la corbata de Pendel tal como la tía Ruth examinaba las corbatas del tío Benny: primero de cerca, luego a cierta distancia, como si se tratase de un cuadro. Y no quedó satisfecha hasta que lo obligó a cambiársela por otra más discreta. El aliento le olía intensamente a dentífrico. Pendel no entendía por qué desde hacía un tiempo se lavaba tanto los dientes.

—Harry, que yo sepa no vas como tercera parte implicada a un juicio de divorcio por adulterio. Por tanto no resulta apropiado que ése sea tu aspecto para presentarte ante el general estadounidense al frente del Mando Sur. —A continuación, recurriendo a la más genuina voz de secretaria de Ernesto Delgado, telefoneó al peluquero y le pidió hora a las diez en punto—. Ni ondas ni patillas, José. Hoy el señor Pendel querrá el cabello muy corto y bien peinado. Lo espera el general estadounidense del Mando Sur. —Después indicó a Pendel cómo debía comportarse—: Nada de chistes, Harry. Te dirigirás al general con sumo respeto. —Le arregló cariñosamente los hombros de la chaqueta pese a que no había nada que arreglar—. Dale saludos de mi parte y, sobre todo, no te olvides de decirle que todos los Pendel, y no sólo la hija de Milton Jenning, esperan con ilusión la barbacoa y los fuegos artificiales del día de Acción de Gracias para las familias norteamericanas, como todos los años. Y antes de salir de la sastrería vuelve a lustrarte los zapatos. Hasta la fecha no ha nacido un solo militar que no juzgue a un hombre por sus zapatos, y el general del Mando Sur no es una excepción. Conduce con prudencia, Harry. Lo digo en serio.

Sus rigurosas advertencias no eran necesarias. Mientras ascendía por la zigzagueante y selvática carretera de cerro Ancón, Pendel respetó con su acostumbrado celo las limitaciones de velocidad. En el puesto de control del ejército estadounidense, se irguió y mostró al centinela una vigorosa sonrisa, pues en ese punto él mismo se hallaba a mitad de camino de convertirse en militar. Al pasar frente a las inmaculadas villas blancas, observó cómo aumentaba el rango de los ocupantes, estampado en la entrada de cada una de ellas, e indirectamente experimentó en sus propias carnes un continuo ascenso en su viaje al cielo. Y cuando subía por la noble escalinata de Quarry Heights número 1, adoptó, pese a la maleta, el peculiar paso marcial de los soldados norteamericanos, que mantiene el solemne porte de la mitad superior del cuerpo mientras la cadera y las rodillas realizan sus funciones independientes.

Pero en cuanto Harry Pendel cruzó el umbral de la puerta se sintió, como siempre que visitaba aquella casa, arrebatadamente enamorado.

Aquello no era poder. Era el premio del poder: el palacio de un procónsul en lo alto de un monte extranjero conquistado, bajo la organización de corteses guardias romanos.

—Señor. El general lo recibirá ahora mismo, señor —informó el sargento, apoderándose de su maleta con un único movimiento bien ensayado.

En las paredes del resplandeciente vestíbulo blanco colgaban placas de bronce con los nombres de todos los generales que habían servido allí. Pendel los saludó como a viejos amigos si bien echó un nervioso vistazo alrededor en busca de indeseadas señales de cambio. No había nada que temer. La terraza había sido acristalada con dudoso gusto, se oía el zumbido de invisibles aparatos de aire acondicionado. Adornaban los suelos quizá demasiadas alfombras. En una etapa anterior de su carrera el general había tenido Oriente bajo su yugo. Por lo demás la casa continuaba poco más o menos como la encontró Teddy Roosevelt al visitar Panamá para inspeccionar los progresos del vuelo lunar de su tiempo. Ingrávido, consciente de su propia insignificancia, Pendel siguió al sargento a través de una serie de cámaras, bibliotecas y salones comunicados. Cada ventana mostraba a Pendel un nuevo mundo: ahora el Canal, repleto de barcos, serpenteando majestuosamente por la cuenca fluvial; ahora las sucesivas hileras de colinas boscosas de color malva envueltas en bruma; ahora los arcos del puente de las Américas, semejantes a los anillos de un colosal monstruo marino que surcase la bahía, y a lo lejos las tres islas cónicas suspendidas en el cielo.

¡Y las aves! ¡Los animales! Sólo en aquel cerro —como había leído Pendel en uno de los libros del padre de Louisa— habitaban más especies que en toda Europa. En las ramas de un enorme roble, varias iguanas adultas meditaban y se calentaban bajo el sol de media mañana. En otro, una colonia de titís marrones y blancos se precipitaba hasta el suelo por una barra para recoger trozos de mango que la alegre esposa del general había dejado al pie del árbol; después volvían a trepar por la barra, una mano tras otra, atropellándose mutuamente por simple diversión mientras se dispersaban buscando la seguridad de las ramas. Y en el perfecto césped inglés de color marrón como hámsters gigantes corrían de acá para allá. Era otra de las casas donde Pendel siempre había deseado vivir.

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