—¿A ti te resulta cómodo eso?
Osnard tomó un sorbo de vino y negó con la cabeza.
—Oponeos, es un consejo. Formad un grupo de trabajo interno en la embajada. Tú, el embajador, Fran y yo. Gully depende de Defensa, así que no es de la familia, y Pitt está a prueba. Se prepara una lista de adoctrinamiento, se incluye a quien convenga, y nos reunimos al acabar la jornada.
—¿Accederá tu jefe, quienquiera que sea?
—Vosotros presionad, y yo haré también lo que pueda. Se llama Luxmore. En teoría es un secreto, pero lo sabe todo el mundo. Dile al embajador que dé un puñetazo en la mesa. «El Canal es una bomba de relojería. Se precisa una respuesta local inmediata». Ese tipo de cosas. Cederá.
—El embajador no da puñetazos en las mesas —dijo Stormont.
Pero Maltby debió de dar un puñetazo en algún sitio, porque tras un tempestuoso intercambio de obstruccionistas telegramas por parte de sus respectivos servicios, por lo general descifrados a mano a altas horas de la noche, se consintió de mala gana que Osnard y Stormont formasen causa común. Se constituyó en la embajada un equipo de trabajo bajo la designación aparentemente inocua de Grupo de Estudio del Istmo. Llegaron de Washington tres taciturnos técnicos, quienes después de escuchar durante tres días a las paredes, las declararon sordas. Y a las siete de la tarde de un turbulento viernes los cuatro conspiradores se sentaron en torno a la mesa de reuniones de la embajada —hecha de teca procedente de las selvas tropicales— y bajo una lámpara suspendida del techo, gentileza del Ministerio de Obras Públicas, firmaron un documento donde admitían tener conocimiento de la información especial BUCHAN, suministrada por la fuente BUCHAN en una operación cuyo nombre en clave era BUCHAN. Aligeró la solemnidad del momento una imprevista ráfaga de buen humor de Maltby, atribuida posteriormente a la temporal ausencia de su esposa, de visita en Inglaterra.
—A partir de ahora el tema BUCHAN probablemente rodará a buen ritmo, embajador —declaró Osnard con desenfado mientras recogía las hojas firmadas como un crupier arrastrando las fichas con su raqueta—. Está entrando material continuamente. Puede que no baste con una reunión semanal.
—El tema BUCHAN ¿
qué
, Andrew? —dijo Maltby, dejando su pluma en la mesa con un sonoro chasquido.
—Rodará a buen ritmo.
—¿Rodará?
—Sí embajador, eso he dicho. Rodará.
—Ya. Bien. Gracias. Pues si me haces el favor, Andrew, a partir de ahora consideraremos que el
tema
, por usar tu vocabulario, ha
rodado
ya bastante. BUCHAN puede prevalecer. Puede perdurar. Puede persistir. Puede incluso, si es necesario, continuar o proseguir. Pero nunca, mientras yo sea embajador,
rodará
, si no te importa. Resultaría angustioso.
Tras lo cual, para asombro de todos, Maltby los invitó a tomar unos huevos con beicon y a nadar un rato en su residencia oficial, donde después de pronunciar un chistoso brindis por «los bucaneros» los guió al jardín para admirar a sus sapos, cuyos nombres entonó por encima del ensordecedor ruido del tráfico:
—¡Vamos, Hércules! ¡Salta, salta! No te quedes ahí mirándola boquiabierto, Galileo, ¿es que no has visto nunca una chica guapa?
Y mientras se bañaban placenteramente en la piscina a la luz del crepúsculo, Maltby los sorprendió de nuevo profiriendo un grito de júbilo en loa de Fran: «¡Dios, es preciosa!». Por último, para completar la velada, insistió en poner música de baile e hizo retirar las alfombras a sus criados. Stormont advirtió que Fran bailaba con todos a excepción de Osnard, quien por lo visto estaba más interesado en los libros del embajador, que inspeccionó con las manos a la espalda como un príncipe inglés pasando revista a una guardia de honor.
—A ti no te parece que Andy sea de la otra acera, ¿verdad? —le preguntó a Paddy esa noche mientras tomaban una copa antes de acostarse—. Nadie lo ha visto salir con chicas, y trata a Fran como si tuviese la peste.
Stormont pensó que Paddy iba a toser otra vez pero ella se echó a reír.
—Cariño, por favor —murmuró Paddy, alzando la vista al cielo—.
¿Andy Osnard?
Opinión que Francesca Deane, si la hubiese oído, habría corroborado con gusto desde su posición yacente en la cama de Osnard, en su apartamento de Paitilla.
Cómo había llegado hasta allí era para ella un misterio, aunque a esas alturas era ya un misterio con diez semanas de antigüedad.
—Mira, chica, sólo hay dos maneras de resolver esta situación —había explicado Osnard con el aplomo que demostraba en todas las facetas de la vida ante unas generosas raciones de pollo asado y dos cervezas frías junto a la piscina de El Panamá—. Método A: Aguantar seis tensos meses y después echarnos el uno en brazos del otro en un pegajoso revoltijo. «Cariño, ¿por qué no lo hemos hecho antes, y bla, bla?». Y método B, mi preferido: darle gusto al cuerpo ya mismo, observar una total
omertà
, y ver cómo nos va. Si va bien, organizamos un baile. Si va mal, lo dejamos correr, y aquí no ha pasado nada. «Ya he estado allí, no me ha gustado, gracias por la información. Y la vida sigue.
Basta
».
[6]
—Perdona, pero existe también un método C.
—¿Cuál es?
—La abstinencia, sin ir más lejos.
—O sea, que yo me haga un nudo y tú te metas a monja. —Osnard alzó una mullida mano y señaló la piscina, alrededor de la cual exuberantes muchachas de todo tipo coqueteaban con sus pretendientes al son de la música que interpretaba una banda—. Esto es una isla desierta. No hay un solo hombre blanco en un radio de miles de kilómetros. Estamos solos tú y yo, y nuestros deberes con la Madre Inglaterra, hasta que dentro de un mes llegue mi esposa.
Francesca, levantándose parcialmente, exclamó:
—¡Tu esposa!
—No estoy casado. Nunca lo he estado y nunca lo estaré —dijo Osnard, poniéndose también en pie—. Y una vez eliminado ese obstáculo a nuestra felicidad, ¿qué sentido tiene negarse?
Bailaron con soltura mientras Francesca buscaba denodadamente una respuesta. Nunca habría imaginado que alguien con una complexión tan opulenta pudiese moverse con tal ligereza. O que unos ojos tan pequeños pudiesen poseer tal fuerza de persuasión. Para ser sincera consigo misma, nunca habría imaginado que pudiese sentirse atraída por un hombre que, por decirlo con delicadeza, no se parecía en nada a un dios griego.
—Y ni siquiera debe de habérsete pasado por la cabeza que yo pueda preferir a otro, ¿no? —preguntó.
—¿En Panamá? Imposible, chica. Te he investigado. Por aquí, entre la población masculina, se te conoce como el iceberg inglés.
Bailaban muy juntos. Parecía lo lógico en aquellas circunstancias.
—¡Eso no es verdad!
—¿Nos jugamos algo?
Se apretaron más aún.
—¿Y en Inglaterra? —insistió ella—. ¿Cómo sabes que no tengo un alma gemela en Shropshire? ¿O en Londres, si a eso vamos?
Osnard le besaba la sien pero podría haber sido cualquier otra parte de su cuerpo. Mantenía la mano absolutamente inmóvil en la espalda desnuda de Francesca.
—Aquí de poco te serviría. A ocho mil kilómetros de distancia no cabe esperar grandes satisfacciones, diría yo. ¿No crees?
No era que Fran hubiese sucumbido a los argumentos de Osnard, se dijo mientras contemplaba su oronda y adormecida figura echada en la cama junto a ella. O a sus extraordinarias dotes de bailarín. O su habilidad para hacerla reír como ningún otro hombre. Era sólo que no se veía capaz de oponerle resistencia un solo día más, y mucho menos durante tres largos años.
Francesca había llegado a Panamá hacía seis meses. En Londres pasaba los fines de semana con un agente de bolsa muy atractivo llamado Edgar. Cuando a ella le asignaron destino, ambos habían llegado al mutuo acuerdo de que aquella relación había cubierto ya todas sus etapas. Con Edgar todo se decidía de común acuerdo.
Pero ¿quién era Andy?
Firmemente convencida de la importancia de una documentación sólida, Fran nunca se había acostado con alguien cuyos antecedentes no hubiese investigado de antemano.
Sabía que había estudiado en Eton pero sólo porque Miles se lo había dicho. Osnard, que por lo visto aborrecía su antiguo colegio, sólo aludía a él como «el trullo» o «el cenagal», y por lo demás evitaba toda referencia a su educación. Su intelecto se basaba en un bagaje amplio pero arbitrario, como cabía esperar en alguien cuya trayectoria académica se había visto bruscamente truncada. En estado de ebriedad, le gustaba citar a Pastear: «La suerte favorece sólo a las mentes preparadas».
Era rico, o si no, era un derrochador o un hombre en extremo generoso. En casi todos los bolsillos de sus carísimos trajes recién comprados en una sastrería local —Andy, cómo no, había buscado el mejor sastre de la ciudad nada más llegar— parecían rebosar los billetes de veinte y cincuenta dólares. Pero cuando Fran le comentó este detalle, él hizo un gesto de indiferencia y dijo que aquello formaba parte de su trabajo. Si la llevaba a cenar, o se iban en secreto a pasar un fin de semana en el campo, gastaba el dinero a manos llenas.
Había tenido un galgo y lo había hecho correr en la Ciudad Blanca hasta que —según sus propias palabras— unos cuantos muchachos de allí lo invitaron a llevarse su chucho a otra parte. Un ambicioso proyecto, la construcción de un circuito de karts en Omán, se frustró de manera semejante. También había supervisado un puesto de plata en el Shepherd Market. Pero ninguno de estos interludios debía de haber durado mucho tiempo, porque Andy contaba sólo veintisiete años.
En cuanto a sus padres, rehusaba hacer el menor comentario, afirmando que había heredado su irresistible encanto y su fortuna de una tía lejana. Nunca hablaba de sus anteriores conquistas, si bien Fran tenía motivos para pensar que habían sido muchas y muy variadas. Fiel a su promesa de
omertà
, Andy nunca se tomaba la menor confianza con Fran en público, hecho que a ella la excitaba: verse de pronto en la cima del éxtasis entre sus aptos brazos, y momentos después hallarse decorosamente sentada frente a él en una reunión de la embajada, comportándose como si apenas lo conociese.
Y era un espía. Y su trabajo consistía en supervisar las actividades de otro espía llamado BUCHAN. U otros espías, ya que el producto de BUCHAN resultaba demasiado diverso y apasionante para abarcarlo una sola persona.
Y BUCHAN gozaba de la confianza del presidente y del general norteamericano al frente del Mando Sur. BUCHAN trataba con maleantes y mercachifles, como debía de haber tratado Andy cuando tenía el galgo, cuyo nombre, como le había revelado recientemente, era
Castigo Divino
. Fran le atribuyó importancia a este detalle: Andy actuaba conforme a una agenda.
Y BUCHAN mantenía contactos con un grupo de oposición clandestino y democrático que aguardaba a que los eternos fascistas de Panamá se despojasen de su disfraz. Sostenía conversaciones con militantes del movimiento estudiantil, pescadores y activistas sindicales. Conspiraba con ellos, en espera del día. Los llamaba la gente del otro lado del puente, apelativo que ella encontraba en extremo sugestivo. BUCHAN se relacionaba asimismo con Ernie Delgado, la eminencia gris del Canal. Y con Rafi Domingo, que blanqueaba dinero para los carteles. BUCHAN conocía a miembros de la Asamblea Legislativa, y no pocos. Conocía a abogados y banqueros. Por lo visto, no había en Panamá nadie digno de ser conocido que BUCHAN no conociese, y a Fran le parecía extraordinario, misterioso de hecho, que en tan corto plazo Andy hubiese conseguido adentrarse en el corazón mismo de un Panamá cuya existencia ella ignoraba. Pero al fin y al cabo también había penetrado en su corazón de la noche a la mañana.
Y BUCHAN había olfateado una gran conspiración, aunque nadie comprendía en qué consistía esa conspiración. Sí se sospechaba, no obstante, que franceses y posiblemente japoneses y chinos y los tigres del Sudeste asiático estaban o podían estar implicados, y quizá también los carteles de la droga de Centroamérica y Sudamérica. Y la conspiración incluía la venta del Canal por la puerta trasera, como decía Andy. Pero ¿cómo? ¿Y cómo era posible que Estados Unidos no estuviese al corriente? Al fin y al cabo, los norteamericanos habían controlado el país a todos los efectos durante la mayor parte del siglo, y disponían de los más avanzados sistemas de escucha y observación en el istmo y en toda Centroamérica.
Así y todo, por desconcertante que fuese, los norteamericanos no sabían nada de todo aquello, lo cual le añadía emoción. O si lo sabían, lo mantenían en secreto. O lo sabían, pero no se lo comunicaban entre ellos mismos, porque en esos tiempos cuando uno hablaba de política exterior norteamericana, debía precisar a cuál se refería, y a qué embajador: el de la embajada de Estados Unidos, o el que residía en el cerro Ancón, porque los militares norteamericanos aún no se habían hecho a la idea de que no volverían a romper cabezas en Panamá nunca más.
Y Londres se mostraba entusiasta, y recababa información circunstancial de las fuentes más insólitas, a veces de años atrás, llegando a sorprendentes deducciones relacionadas con qué ambiciones de poder mundial se impondrían a las ambiciones de todos los demás, porque, como BUCHAN decía, todos los buitres de la tierra se habían congregado sobre Panamá y el juego consistía en adivinar quién iba a llevarse el premio. Y Londres exigía continuamente más y más, lo cual indignaba a Andy pues, según él, abusar de una red era como abusar de un galgo: al final las dos partes lo pagan, el perro y uno mismo. Pero aparte de eso no dijo a Fran nada más. Era el secreto en persona, actitud que ella admiraba.
Y todo eso en diez breves semanas, exactamente el mismo tiempo que duraba ya su relación amorosa. Andy era un mago: dotaba de vida y animación cosas que llevaban años dormidas con sólo tocarlas. También a Fran la tocaba de ese modo. Pero ¿quién era BUCHAN? Si Andy se definía en función de BUCHAN, ¿en función de quién se definía BUCHAN?
¿Por qué los amigos de BUCHAN le hablaban con tal franqueza? ¿Era BUCHAN un psiquiatra, un médico? ¿O acaso una intrigante ramera que arrancaba secretos a sus amantes mediante técnicas eróticas? ¿Quién telefoneaba a Andy en llamadas de quince segundos, colgando antes casi de que pudiese contestar: «Ahí estaré»? ¿Sería BUCHAN en persona, o tal vez un intermediario, un estudiante, un pescador, un enlace especial de la red? ¿Adónde iba Andy cuando, como un hombre bajo las órdenes de una voz sobrenatural, se levantaba en plena noche, se vestía de cualquier manera, cogía un fajo de billetes de la caja fuerte situada detrás de la cama y la dejaba allí tendida sin despedirse siquiera, para volver al alba, mohíno o eufórico, apestando a tabaco y perfume de mujer, y mudo todavía hacerle el amor interminable, prodigiosa incansablemente durante horas, años, su robusto cuerpo flotando ingrávido sobre el de ella, junto al de ella, un clímax tras otro, algo que hasta el momento a Fran sólo le había ocurrido en sus fantasías de adolescencia?