El río de los muertos (14 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El río de los muertos
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Acertijo apenas tenía pertenencias que salvar del siniestro. Había salido corriendo de la Ciudadela tan deprisa que se había dejado su más importante posesión: el mapa del laberinto de setos. Al gnomo no le cabía duda de que el mapa sería encontrado y, considerando que se trataba de la «Maravilla de Maravillas», naturalmente se guardaría a buen recaudo en el lugar más seguro de la Ciudadela de la Luz.

Lo único que salvó de los restos fue una navaja que había pertenecido al último capitán. Era una pieza excepcional, ya que tenia toda clase de herramientas incorporadas y con ella podía hacerse casi todo: abrir una botella de vino, indicar dónde estaba el norte, cascar las conchas de las ostras más recalcitrantes. La única desventaja era que no podía cortarse nada con ella, ya que no tenía cuchilla pues el inventor se había quedado sin espacio, pero era un pequeño inconveniente comparado con el hecho de que podía utilizarse para recortar los pelillos de la nariz.

Acertijo se guardó la fantástica navaja en un bolsillo de su túnica pringada de tinta y aceite y avanzó a trompicones, resbalando y tropezando a lo largo de la playa. Se detuvo una vez para volverse a mirar al
Indestructible.
El sumergible tenía el triste aspecto de una ballena varada, y la arena levantada por el viento empezaba ya a cubrirlo.

El gnomo echó a andar en pos de Goldmoon, que seguía al rio de los muertos.

8

Cuadrando las cuentas

Cinco días después del ataque de Beryl a la Ciudadela de la Luz, cinco días después de la caída del escudo de Silvanesti y cinco días después de que las primeras tropas del ejército de Beryl cruzaran la frontera del reino de Qualinesti, lord Targonne se hallaba sentado a su escritorio examinando la avalancha de informes que habían llegado desde distintos puntos del continente de Ansalon. Targonne había encontrado grato el informe de Malys, al principio. La enorme Roja, Malystryx, el dragón a quien todo el mundo consideraba la verdadera dirigente de Ansalon, se había tomado la noticia de la agresión de su pariente Beryl mucho mejor de lo que Targonne se había atrevido a esperar. Malys había criticado y despotricado, ni que decir tiene, pero al final manifestaba que cualquier movimiento de Beryl para anexionarse tierras más allá de Qualinesti lo interpretaría como una gravísima afrenta y que actuaría inmediatamente en consecuencia.

Cuanto más pensaba en ello Targonne, sin embargo, más dudas le surgían. Malystryx se había mostrado demasiado acomodaticia, había recibido la noticia con demasiada tranquilidad. Targonne tenía la sensación de que la gigantesca Roja tramaba algo y que, fuera lo que fuese, resultaría catastrófico. Por el momento, no obstante, no había abandonado su guarida, satisfecha aparentemente de que él se encargara de la situación. Y eso era exactamente lo que pensaba hacer.

Según los informes, Beryl había demolido la Ciudadela de la Luz, destrozando las cúpulas de cristal en un ataque de rabia porque, según sus espías, que habían estado allí y habían presenciado la destrucción en primera línea, no había podido localizar el artefacto mágico que era la razón de su insensato ataque. Las bajas humanas en la isla podrían haber alcanzado cifras incalculables de no ser por el hecho de que antes de arrasar los edificios Beryl había enviado escuadrones de draconianos a buscar el artefacto y al hechicero que lo tenía.

El retraso dio tiempo a los habitantes para huir y ponerse a salvo en el interior de la isla. Los espías de Targonne, que se habían infiltrado en la Ciudadela con la esperanza de descubrir por qué sus conjuros sanadores no funcionaban bien, se encontraban entre los que habían huido y, en consecuencia, pudieron mandar sus informes. Beryl se había marchado al poco de iniciarse la batalla, dejando a sus Rojos para que terminaran la destrucción por ella. Los draconianos habían perseguido a los refugiados, pero los habían rechazado las fuerzas de los Caballeros de Solamnia y algunos feroces guerreros de una tribu que habitaba en el interior de la isla. Los draconianos habían sufrido muchas bajas.

Targonne, a quien no le gustaban los draconianos, no consideró eso una gran pérdida.

—Siguiente informe —ordenó a su ayudante.

Éste sacó una hoja de papel.

—Es un mensaje del gobernador militar Medan, milord. El gobernador se disculpa por la tardanza en responder a vuestras órdenes, pero dice que vuestro mensajero tuvo un desgraciado accidente. Volaba hacia Qualinost cuando el grifo que montaba de repente enloqueció y lo atacó. Pudo entregar el mensaje, pero murió poco después por las graves heridas sufridas. El gobernador manifiesta que cumplirá vuestras órdenes y entregará la capital elfa a Beryl, junto con la reina madre, a quien retiene prisionera. El gobernador ha disuelto el senado elfo, arrestado a los senadores y a los Cabezas de Casas. Iba a arrestar al rey elfo, Gilthas, pero al joven lo sacaron clandestinamente de Qualinost y ahora está escondido. El gobernador informa que el ejército de Beryl está topando con ataques de fuerzas elfas, que han retrasado su avance, pero que aparte de eso han causado pocos daños.

—Buenas noticias, si son ciertas —comentó Targonne, ceñudo—. Nunca he confiado realmente en Medan. Era uno de los favoritos de Ariakan, la razón principal de que lo pusieran a cargo de Qualinesti. Y están esos rumores divulgados por Beryl de que se ha vuelto más elfo que humano, plantando flores y tocando el laúd.

—Hasta el momento, parece tener controlada la situación, milord —adujo el ayudante mientras echaba otra ojeada al papel escrito con esmero y pulcritud.

—Veremos —gruñó Targonne—. Envía un mensaje a la gran zorra verde informándole que puede tener Qualinost y que confío en que lo deje intacto, sin dañar sus recursos. Incluye un informe de los ingresos que hemos recaudado de Qualinost el año pasado. Eso debería convencerla.

—Sí, milord —dijo el ayudante mientras tomaba nota.

—¿Alguna noticia nueva de Sanction? —preguntó Targonne con un tono resignado que indicaba que le sorprendería si las hubiese.

La ciudad amurallada de Sanction, situada en la costa oeste del Nuevo Mar, controlaba los únicos puertos existentes en aquella zona de Ansalon. Durante la Guerra de la Lanza había sido una plaza fuerte de los Señores de los Dragones, pero en la actualidad se encontraba bajo el control de un misterioso y poderoso hechicero conocido como Hogan Rada. Aunque Rada actuaba por su cuenta, los Caballeros de Neraka habían intentado ganárselo con la esperanza de que se aliara con ellos y pusiera los puertos a su disposición. Enterados de que los Caballeros de Solamnia también intentaban atraer a Rada a su causa, los caballeros negros habían puesto cerco a Sanction a fin de acelerar la decisión de Rada.

El asedio llevaba ya varios meses en marcha; los solámnicos habían intentado romperlo, pero la maniobra fracasó merced a la intervención de Mina, la misma que ahora había tomado Silvanesti. Targonne supuso que debía de estarle agradecido a esa mujer por salvarle el día, pero habría estado muchísimo más agradecido si él le hubiese dado la orden de hacerlo.

—Sanction sigue bajo asedio, milord —contestó el ayudante tras rebuscar un momento en el montón de papeles—. Los comandantes protestan porque no disponen de suficientes hombres para tomar la ciudad. Afirman que si se hubiese permitido que las fuerzas del general Dogah marcharan contra Sanction, en lugar de ser desviadas hacia Silvanesti, la ciudad se encontraría ahora en sus manos.

—Y yo soy un enano gully —repuso con sorna Targonne—. Una vez que la ocupación de Silvanesti esté garantizada, nos ocuparemos de Sanction.

—Con respecto a Silvanesti, milord... —El ayudante volvió a buscar en el montón de papeles y sacó una hoja—. Tengo aquí un informe del interrogatorio a los prisioneros elfos. Los tres, dos hombres y una mujer, son miembros de lo que llaman los Kirath, una especie de patrulla fronteriza, tengo entendido.

Entregó el informe. Nada más enterarse de la caída de Silvanesti, Targonne había ordenado a las tropas de Dogah que capturasen elfos vivos y los trasladasen a Jelek para interrogarlos. Examinó brevemente el informe. Sus cejas se enarcaron por la sorpresa y después se fruncieron en un ceño. No podía dar crédito a lo que leía, de modo que volvió a empezar la lectura para ver si se le había pasado algo por alto. Levantó la cabeza y miró a su ayudante.

—¿Has leído esto? —preguntó.

—Sí, milord.

—¡Esa Mina está loca! ¡Absolutamente loca! ¡Peor aún, creo que ni siquiera está de nuestra parte!
¡Curar
a elfos! ¡Está curando a los malditos elfos!

—Eso parece, milord.

Targonne cogió la hoja de papel para leer en voz alta.

—«Ahora tiene una secta de jóvenes seguidores elfos que se plantan delante del palacio donde ha fijado su residencia y entonan su nombre con alabanzas.» Y esto: «Ha seducido al joven rey Silvanoshei, a quien se le ha oído decir públicamente que va a casarse con ella. Según se informa, esa noticia ha enfurecido a su madre, Alhana Starbreeze, que intentó persuadir a su hijo para que huyera de Silvanost antes de la llegada de los caballeros negros. Se dice que Silvanoshei está perdidamente enamorado de la tal Mina y que se negó a separarse de ella». —Targonne soltó el informe con gesto furioso—. Esto no puede continuar así. Mina es una amenaza, un peligro. Hay que pararla.

—Conseguirlo quizá no sea tarea fácil, milord —contestó el ayudante—. Veréis en el informe de Dogah que éste aprueba y admira todo lo que Mina hace. Está encaprichado con ella. Sus hombres le son tan leales a esa mujer como sus propias tropas. Advertiréis que Dogah firma ahora su informe con la frase «en nombre del dios Único».

—Esa Mina los ha embrujado. Una vez que haya desaparecido y el hechizo se haya roto, recobrarán el sentido común. Pero ¿cómo librarnos de ella? Ése es el problema. No quiero que las fuerzas de Dogah se vuelvan contra mí...

Targonne cogió de nuevo el informe y lo releyó. Esta vez empezó a sonreír. Dejó la hoja en el escritorio, se recostó en el respaldo de la silla y se puso a desarrollar el plan que tenía en mente. Los números, pensó, cuadraban bien.

—¿Viven aún los prisioneros elfos? —preguntó de improviso.

—Sí, milord. Pensé que quizá podríais necesitarlos para alguna otra cosa.

—¿Dices que hay una mujer entre ellos?

—Así es, milord.

—Excelente. Los dos varones ya no me sirven para nada. Deshazte de ellos del modo que el verdugo encuentre más divertido, y trae aquí a la hembra. Necesito pluma y tinta, y asegúrate de que esté hecha con bayas o lo que quiera que sea que utilizan los elfos. También necesito un estuche de misivas de diseño y manufactura elfos.

—Creo que hay alguno en la tesorería, milord.

—Trae el menos valioso. Por último, quiero esto. —Targonne dibujó un diagrama y se lo tendió a su ayudante.

—Sí, milord —contestó el hombre tras examinarlo un momento—. Tendrá que hacerse especialmente.

—Por supuesto. Diseño elfo. Haz hincapié en eso. Y —añadió Targonne—, procura que el coste sea bajo.

—Naturalmente, milord.

—Una vez que haya plantado mis instrucciones en la mente de la elfa, se la enviará de vuelta a Silvanesti, dejándola cerca de la capital. Que uno de los mensajeros esté preparado para partir esta noche.

—Entendido, milord.

—Una cosa más —agregó el Señor de la Noche—. Yo mismo realizaré un viaje a Silvanesti dentro de los próximos quince días. No sé cuándo exactamente, de modo que ocúpate de que todo esté preparado para que pueda salir en cualquier momento.

—¿Por qué iréis allí, milord? —preguntó, sobresaltado, el ayudante.

—El protocolo requiere mi asistencia al funeral —contestó Targonne.

9

El Anillo de Lágrimas

Silvanesti era un país ocupado; Silvanost era una capital ocupada. Los peores temores de los elfos se habían hecho realidad. Fue para protegerse exactamente de ese desastre por lo que habían autorizado que se levantase la barrera mágica. El escudo, la personificación de sus temores y desconfianza hacia el mundo, los había ido consumiendo lentamente, alimentándose de esos miedos para obtener una perniciosa vida para sí mismo. Cuando el escudo cayó, el mundo, representado por los soldados de los Caballeros de Neraka, marchó sobre Silvanost, y los elfos —enfermos y exhaustos— capitularon. Rindieron la ciudad a su más temido enemigo.

Los Kirath pronosticaron lo peor. Hablaron de campos de esclavos, de saqueos e incendios, de tormento y tortura. Instaron a los elfos a luchar hasta que la muerte se hubiese llevado hasta el último de ellos. Mejor morir libres, decían los Kirath, que vivir como esclavos.

Transcurrió una semana y ni un solo elfo varón fue sacado a rastra de su casa para torturarlo. No se había ensartado en picas a ningún bebé elfo. Ninguna mujer elfa había sido violada y abandonada para que muriera entre un montón de basura. Los caballeros negros ni siquiera entraron en Silvanost, sino que acamparon fuera de la ciudad, en el campo de batalla donde las tropas de Mina habían luchado y perdido y la propia Mina había sido hecha prisionera. La primera orden dada a los soldados de los caballeros negros fue no incendiar Silvanost, e incinerar los restos del Dragón Verde, Cyan Bloodbane. Un destacamento incluso luchó y derrotó a una partida de ogros, que, eufóricos al descubrir la desaparición del escudo, habían intentado llevar a cabo su propia invasión. Muchos jóvenes elfos llamaban salvadores a los caballeros negros.

Los niños elfos se habían curado y jugaban en la hierba, que ahora crecía verde, bajo el brillante sol. Las mujeres elfas paseaban por sus jardines, disfrutando de las flores que antes se consumían bajo el escudo pero que ahora empezaban a rebrotar. Los hombres elfos caminaban por las calles libremente y sin restricciones. El rey, Silvanoshei, seguía siendo el dirigente. Todos los asuntos se consultaban con los Cabezas de Casas. Un observador mal informado habría pensado que eran los caballeros negros quienes se habían rendido a los silvanestis.

Habría sido injusto decir que los Kirath se sentían decepcionados. Eran leales a su pueblo y se alegraban —y la mayoría daba las gracias por ello— de que hasta entonces el baño de sangre que habían esperado no se hubiese producido. Algunos de los miembros de mayor edad de los Kirath afirmaban que lo que les estaba ocurriendo a los elfos era mucho peor que eso. No les gustaba ese hablar continuamente sobre un dios Único. También desconfiaban de los caballeros negros, que, sospechaban, no eran tan amantes de la paz como daban a entender. Los Kirath habían oído rumores sobre compañeros emboscados que habían desaparecido, transportados a lomos de Dragones Azules, y de los cuales nunca más se había sabido nada.

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