El río de los muertos (35 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El río de los muertos
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Abajo, muy, muy abajo, unos ojos vigilaban a Beryl, pero no eran los del jugador de esa partida o, al menos, no se consideraba tal. Él era el dado que tintineaba en el cubilete y era arrojado sobre la mesa para rodar sin rumbo hasta detenerse ignominiosamente en un rincón y que se proclamara al vencedor de la partida.

Gilthas se encontraba en la entrada oculta de uno de los túneles, observando a Beryl. El dragón era enorme, inmenso, monstruoso. Su cuerpo escamoso, hinchado, contrahecho, era tan descomunal que parecía imposible que las alas pudieran levantar la repugnante masa de carne del suelo. Imposible hasta que uno reparaba en la gruesa y pesada musculatura de los hombros y la anchura y la envergadura de las alas. Su sombra se extendía sobre la tierra, ocultando el sol ya atenuado por el humo, convirtiendo el brillante día en una horrenda noche.

Gilthas sintió un escalofrío cuando la sombra de las alas del dragón pasó sobre él, helándolo. Aunque las alas pasaron enseguida, el elfo sintió como si continuara bajo la negra sombra de la muerte.

—¿Ha pasado el peligro, majestad? —preguntó una voz temblorosa.

«¡No, pequeña necia! —quiso gritar Gilthas—. ¡No ha pasado! No hay ningún lugar en este ancho mundo que sea seguro para nosotros. El dragón nos vigila desde el cielo día y noche. Su ejército, que se cuenta por millares, marcha sobre nuestro suelo, matando, quemando. Podemos retrasarlos a costa de unas vidas preciosas, pero no podemos detenerlos. Esta vez no. Huimos, pero ¿adonde huir? ¿Dónde está ese refugio seguro que buscamos? La muerte. La muerte es el único refugio...»

—Majestad —llamó de nuevo la voz.

Gilthas salió de su desesperada reflexión con esfuerzo.

—El peligro sigue —advirtió en tono bajo—, pero el dragón se ha ido, por el momento. ¡Vamos, deprisa! ¡Entrad rápido!

Éste era uno de los muchos túneles construidos por los enanos, que servían para que escaparan los refugiados elfos de la ciudad de Qualinost y otras pequeñas comunidades del norte, zonas que ya habían caído en manos del ejército de Beryl. La entrada del túnel se encontraba sólo a unos tres kilómetros al sur de la ciudad; los enanos habían prolongado los túneles para llegar a la propia urbe, y en ese momento, mientras Gilthas hablaba con esos refugiados que habían sido sorprendidos en la superficie, otros elfos caminaban por el túnel detrás de él.

Los elfos habían empezado a evacuar Qualinost hacía seis días, el mismo en que Gilthas había informado a su pueblo que su país estaba siendo atacado por las fuerzas del dragón Beryl. Les había dicho la verdad, la brutal verdad. La única esperanza que tenían de sobrevivir a esa guerra era dejar atrás lo que más amaban, su tierra. Incluso entonces, aunque lograsen sobrevivir como pueblo, Gilthas no había podido darles seguridad de que sobrevivieran como nación.

Había dado órdenes a los qualinestis. Los niños debían partir. Eran la esperanza de la raza, y había que protegerlos. Irían adultos al cuidado de los niños, ya fuesen madres, padres, abuelos, tías, tíos, primos. A los elfos en condiciones de luchar, los que eran guerreros entrenados, se les pidió que se quedaran para librar la batalla en defensa de Qualinost.

No había prometido a los elfos que escaparían a un refugio seguro porque no podía prometer que encontrarían tal refugio. No diría a su pueblo mentiras piadosas para tranquilizarlo. Los qualinestis habían estado dormidos demasiado tiempo bajo la cómoda manta de las mentiras. Les había dicho la verdad y, con una entereza considerable, lo habían aceptado.

Se había sentido orgulloso de su gente en ese instante y en los penosos momentos que siguieron. Parejas que se separaban, uno de ellos para ir con los niños y el otro quedándose para luchar. Los que se quedaban besaban amorosamente a sus hijos, los abrazaban, les exhortaban a ser buenos y obedientes. Del mismo modo que Gilthas no dijo mentiras a sus súbditos, estos tampoco mintieron a sus hijos. Los que quedaron atrás no prometieron que volverían a ver a sus seres queridos. Les pidieron sólo una cosa: recordar. Recordar siempre.

A un gesto de Gilthas, los elfos que habían permanecido escondidos salieron de las sombras de los árboles, cuyas frondosas copas les habían dado protección de los escudriñadores ojos de Beryl. El bosque se había quedado silencioso con la aparición del dragón, acalladas las voces de los animales terrestres, los cantos de las aves. Todo ser vivo permaneció agazapado, tembloroso, hasta que Beryl pasó. Los elfos cogieron a sus hijos de la mano, ayudaron a los mayores y a los débiles y descendieron por la cuesta de un estrecho barranco. La entrada del túnel estaba en el fondo del barranco, disimulada por un cobertizo de ramas de árbol.

—¡Aprisa! —apremió Gilthas al tiempo que hacía un gesto y vigilaba por si el dragón regresaba—. ¡Daos prisa!

Los elfos se introdujeron presurosos junto a él en la oscuridad del túnel, donde los recibieron los enanos, que les indicaron la dirección que debían seguir. Uno de los enanos, que gesticulaba y decía en el idioma elfo «A la izquierda, a la izquierda, seguid por la izquierda, cuidado con ese charco de ahí», era Tarn Granito Blanco, rey de los enanos. Vestía como cualquier trabajador de su raza, tenía la barba pringada de polvo y las botas cubiertas de barro y piedra desmenuzada. Los elfos no imaginaron su elevada posición social.

Los recién llegados parecieron aliviados al principio, cuando alcanzaron la seguridad del oscuro túnel, y se metieron en él de muy buen grado. Sin embargo, al encontrarse ante la fila de enanos, que señalaban y gesticulaban para que penetraran a mayor profundidad bajo tierra, el alivio se tornó inquietud. Los elfos no se sentían felices en el subsuelo, no les gustaban los sitios confinados, sino ver el cielo y los frondosos árboles sobre sus cabezas y respirar el aire fresco. Bajo tierra, se sentían asfixiados y encerrados. Los túneles olían a oscuridad, a humus y a los gigantescos gusanos, los urkhans, que avanzaban horadando las rocas. Algunos elfos dudaron, mirando de nuevo hacia el exterior, donde el sol resplandecía. Un elfo mayor, a quien Gilthas reconoció como uno de los miembros del Thalas-Enthia, el senado qualinesti, se dio media vuelta y empezó a caminar hacia la salida.

—No puedo hacerlo, majestad —se disculpó el senador, que respiraba con dificultad y se había puesto pálido—. ¡Me estoy ahogando! ¡Moriré ahí abajo!

Gilthas iba a contestar, pero Tarn Granito Blanco se adelantó, cerrándole el paso al senador.

—Mi buen señor —dijo el enano, encarándose al senador—, sí, está oscuro ahí abajo; sí, huele mal, y, sí, el aire no es muy fresco. Mas, plantearos esto, mi buen señor. —Tarn alzó el índice—. ¿Cuan oscura estará la tripa de un dragón? ¿Cuan mal olerá
eso?

El senador miró de nuevo hacia el túnel y se las arregló para esbozar una leve sonrisa.

—Tenéis razón, señor. No había considerado el asunto desde ese particular punto de vista. He de admitir que es convincente.

El senador miró el túnel, miró fuera, respiró hondo el aire fresco. Luego, extendió una mano y tocó la de Gilthas —una muestra de respeto— y, tras hacer una reverencia al enano, agachó la cabeza y se metió en el túnel conteniendo la respiración, como si pudiera contener el aliento durante los kilómetros que tendría que recorrer bajo tierra. Gilthas sonrió.

—Apuesto que ya habéis dicho esas mismas palabras antes, thane.

—Muchas veces —contestó el enano al tiempo que se atusaba la barba y sonreía—. Muchas. Y si no lo he hecho yo, lo han hecho los otros. —Señaló a sus ayudantes—. Recurrimos al mismo argumento. Nunca falla. —Sacudió la cabeza—. Elfos viviendo bajo tierra. Quién lo hubiese dicho, ¿eh, majestad?

—Algún día tendremos que enseñar a los enanos a trepar a los árboles —repuso Gilthas.

Granito Blanco resopló y rió divertido ante tal idea. Volvió a sacudir la cabeza y se marchó túnel adelante, gritando palabras de ánimo a los enanos que trabajaban para mantener el pasadizo libre de rocas desprendidas y para comprobar que los soportes que utilizaban para apuntalar techo y paredes eran fuertes y seguros.

Los últimos elfos que entraron en el túnel fueron doce miembros de una misma familia. La hija mayor, que casi había llegado a la mayoría de edad, se había ofrecido voluntaria para cuidar de los pequeños. El padre y la madre, ambos expertos guerreros, se quedarían para luchar por su ciudad.

Gilthas reconoció a la joven, a quien recordaba del baile de máscaras celebrado no hacía mucho. Se acordaba de haberla visto bailar, con los ojos relucientes de felicidad y entusiasmo. Ahora llevaba el cabello despeinado y sucio, lleno de hojas secas entre las que había permanecido escondida. Su vestido aparecía roto y manchado. Estaba pálida y asustada, pero se mostraba resuelta y firme, sin dejar traslucir su miedo, porque los niños esperaban una actitud valerosa en ella que les transmitiera seguridad.

El viaje desde Qualinost había sido lento. Desde el día en que Beryl sorprendió a un grupo de elfos en la calzada y los mató a todos con una bocanada de su aliento ponzoñoso, los refugiados no se habían atrevido a viajar por campo abierto, sino que habían caminado a través de los bosques, permaneciendo quietos como un conejo en presencia de un zorro cuando la Verde sobrevolaba su posición. En consecuencia, su avance había sido penoso y desesperantemente lento.

Gilthas vio a la jovencita coger en brazos a un chiquitín, que apenas sabía caminar, del cobijo de hojas y agujas secas y, tras llamar a los demás pequeños para que fueran junto a ella, corrió hacia el túnel. Los niños la siguieron, los de mayor edad cargando a los más pequeños en la espalda.

¿Y adonde iba esa muchacha? A Silvanesti, una tierra que para ella sólo era un sueño. Un triste sueño, pues toda su vida había oído contar que a los silvanestis no les gustaban, que desconfiaban de sus parientes qualinestis. Sin embargo, ahora iba de camino para suplicarles asilo. Antes de llegar allí, ella y sus hermanos tendrían que recorrer kilómetros bajo tierra y después emerger para cruzar el árido y desierto territorio conocido como Praderas de Arena.

—¡Vamos, aprisa! —urgió Gilthas, que creía haber vislumbrado al dragón sobre las copas de los árboles.

Cuando el último pequeño hubo entrado, Gilthas cogió la cubierta de ramas entrelazadas y la colocó en la abertura, ocultándola.

La muchacha se paró en el túnel e hizo un rápido recuento. Tras comprobar que todos sus hermanos se encontraban allí, se las arregló para dedicar una sonrisa a Gilthas. Después alzó la cabeza, colocó en una postura más cómoda al chiquitín, cargado a su espalda, y empezó a entrar en el túnel propiamente dicho. Uno de los pequeños retrocedió.

—No quiero ir, Trina —dijo con voz temblorosa—. Está oscuro ahí dentro.

—No, no lo está —intervino Gilthas. Señaló una esfera que colgaba del techo y de cuyo interior irradiaba una suave luz que alumbraba la oscuridad—. ¿Ves esa linterna? —preguntó al niño—. Encontrarás linternas iguales a todo lo largo del túnel. ¿Sabes lo que produce la luz?

—¿Una llama? —preguntó el crío, dubitativo.

—Un bebé gusano —explicó Gilthas—. Los gusanos adultos excavan los túneles para nosotros, y sus pequeños nos alumbran el camino. Ahora ya no tienes miedo, ¿verdad?

—No —contestó el pequeño elfo. Su hermana le lanzó una mirada escandalizada y el chiquillo se puso colorado—. Quiero decir, no, majestad.

—Bien. Entonces, en marcha.

—¡Dejad paso! ¡Gusano en camino! ¡Dejad paso! —gritó una voz profunda, primero en lengua enana y después en elfa.

El enano hablaba el elfo como si tuviese la boca llena de piedras, de modo que los niños no le entendieron. Gilthas se acercó de un salto a la muchacha.

—¡Atrás! —gritó a los otros niños—. ¡Retroceded hacia la pared, deprisa!

El suelo del túnel empezó a temblar.

El rey agarró a la jovencita y la apartó del centro del túnel de un tirón. Ella estaba aterrada, y el chiquitín que cargaba a la espalda se puso a llorar de miedo. Gilthas lo cogió en brazos y lo tranquilizó lo mejor que pudo. Los demás niños se amontonaron alrededor, mirando con los ojos abiertos de par en par; algunos empezaron a llorar.

—Fijaos bien en esto —dijo el rey, sonriéndoles—. No tenéis por qué asustaros. Son nuestros salvadores.

La cabeza de uno de los gusanos gigantes que los enanos utilizaban para excavar apareció en el fondo del túnel. El gusano no tenía ojos, pues vivía bajo tierra, en la oscuridad. Dos cuernos sobresalían en lo alto de su cabeza. Un enano, sentado en una gran cesta sujeta sobre la espalda del gusano, sostenía las riendas de un arnés de cuero. El arnés rodeaba los dos cuernos y permitía al enano guiar al urkhan del mismo modo que un jinete elfo guiaba a su caballo.

El gusano no prestaba atención al enano encaramado a su espalda; al urkhan sólo le interesaba su comida. El animal escupió líquido en la sólida roca, a un lado del túnel. El líquido expelido siseó sobre la piedra y empezó a burbujear. Grandes pedazos de roca se desprendieron y cayeron al suelo del túnel. Las fauces del urkhan se abrieron, cogieron uno de los trozos, y lo engulleron.

El gusano se acercó, arrastrándose; un espectáculo aterrador. Su cuerpo enorme, sinuoso y cubierto de limo era de un color marrón rojizo y ocupaba la mitad del túnel. El suelo se sacudía bajo su peso. Los vaqueros de urkhans, como se los llamaba, ayudaban al jinete a guiar al gusano por unas riendas incorporadas a cinchas ceñidas al cuerpo del animal.

Mientras el gusano se acercaba a Gilthas y a los niños, de repente giró su ciega cabeza y empezó a virar hacia el lado del túnel en el que se encontraban. Por un instante, Gilthas temió que los aplastara. La jovencita se aferró con fuerza a él; el elfo la pegó contra la pared, escudándola a ella y a todos los pequeños que pudo con su cuerpo.

Los vaqueros conocían su oficio y reaccionaron rápidamente. Voceando maldiciones, los enanos empezaron a tirar de las riendas y a golpear al urkhan con puños y palos. La criatura soltó un gran resoplido y, sacudiendo la enorme cabeza, volvió a su ruta anterior y a su comida.

—¡Ea, ya está! ¿Veis? No ha pasado nada —dijo Gilthas en tono alegre.

Los niños no parecían muy tranquilos, pero a una orden tajante de su hermana mayor se pusieron en fila y comenzaron a avanzar túnel adelante, sin dejar de dirigir miradas desconfiadas al gusano cuando pasaron junto a él.

Gilthas se quedó atrás, esperando. Había prometido a su esposa que se reuniría con ella a la entrada del túnel. Se disponía a volver junto al acceso cuando sintió la mano de ella en su hombro.

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