Pero al parecer la ola se había detenido.
Olsen siguió mirando un poco más por la ventana y luego fue con cuidado a la parte trasera de la casa. En seguida lo asediaron a preguntas. Miró los ojos de sus hijos, agrandados por el miedo, y alzó la mano para tranquilizarlos, aunque se sentía terriblemente mal. Les dijo que probablemente todo había pasado ya y que no debían preocuparse. Por supuesto, nada estaba en orden, absolutamente nada. Tenían que salir de la casa de alguna manera. Se le ocurrió la idea de huir por los tejados hasta algún sitio donde el agua no hubiera llegado. Su mujer opinó que había visto demasiadas películas de Hitchcock. Le preguntó cómo creía poder hacer algo así con cuatro niños. Olsen no supo qué contestar. Ella propuso esperar. A él tampoco se le ocurrió nada mejor, de modo que asintió y se dirigió de nuevo a la ventana delantera.
Al mirar esta vez, notó que la marea se retiraba. Las masas de agua fluían cada vez más rápido hacia el fiordo.
«Lo hemos superado», pensó.
Se inclinó un poco más hacia adelante. En ese instante una gran sacudida recorrió la casa. Olsen se aferró al marco de la ventana. El suelo voló en pedazos. Olsen quiso dar un salto hacia atrás, pero no había nada sobre lo que saltar. Un agujero inmenso se abría en el suelo de la sala. Comenzó a entrar la lluvia. Olsen cayó hacia adelante. Primero pensó que el golpe lo había arrancado de la ventana. Luego se dio cuenta de que la pared delantera de la casa se desprendía toda entera, como si fuera un cartón mal pegado, y se inclinaba hacia el agua.
Gritó con todas sus fuerzas.
La población de Hawai, que convivía desde hacía generaciones con el monstruo, sabía muy bien lo que significaba esa retirada. Al refluir, las masas de agua generaban una enorme succión que arrastraba al mar todo lo que aún quedaba en pie o se sostenía. El agua se lo llevaba todo consigo. La gente que había sobrevivido al primer acto de la catástrofe moría ahora, y su muerte era mucho más cruel que al llegar velozmente la ola. La acompañaba una inútil lucha por la supervivencia bajo el bramar de la corriente, un esfuerzo por nadar en contra de la succión inexorable, de las fuerzas que desfallecían. Los músculos se paralizaban. En el remolino, los objetos golpeaban los cuerpos y los huesos se quebraban. En su desesperada resistencia, las personas se aferraban a cualquier cosa, pero eran arrancadas y llevadas por el barro y los escombros.
El monstruo del mar venía a comer a tierra firme y, cuando se retiraba, se llevaba su presa.
En el momento en que el maelstrom se llevó la pared de la casa, Olsen no sabía nada de esto, pero lo comprendió de golpe, y por eso gritó. Gritó por su vida. Sabía que iba a morir. Mientras caía sonaron más explosiones procedentes del puerto cuando volaron por los aires los depósitos petrolíferos y los barcos destrozados. Casi todos los sistemas eléctricos de la ciudad se interrumpieron y se produjeron un cortocircuito tras otro. Quizá hubo muertes debidas a la electrificación del agua.
Pensó en su familia. En sus hijos. En su mujer.
Luego pensó brevemente en Sigur Johanson y en sus raras teorías y sintió que lo invadía una furia incontenible. Johanson tenía la culpa. Le había ocultado algo. Algo que podría haberlos salvado. ¡Seguro que aquel maldito hijo de puta sabía algo!
Y ya no pensó nada más; solamente pensó: «Estás muerto.» Con un estrépito ensordecedor, la pared fue a parar contra un gran árbol que, sorprendentemente, todavía estaba en pie. Olsen salió disparado por el marco de la ventana. Sus manos tocaron primero el vacío y luego se agarraron a algo. Hojas y corteza. Vio pasar velozmente la embarrada marea por debajo de él. Se aferró a la rama, se balanceó pataleando en el aire y comenzó a alzarse. Desde arriba llovían trozos del techo, tablas y revoque. No lo golpearon de milagro. El agua, que fluía velozmente, se llevó gran parte de la fachada. Lo que había sido la fachada de su casa se deformaba, se astillaba y rechinaba partiéndose en pedazos. Presa del pánico, Olsen trató de acercarse más al tronco. Más abajo, a un lado, sobresalía una rama bastante gruesa que podría alcanzar. Quizá pudiera apoyar los pies en ella. Sintió que el inmenso árbol gemía y se balanceaba y, jadeando, avanzó con las manos.
Con un estruendo se precipitaron a la marea los últimos restos de la pared, arrastrando consigo follaje y ramas. Una sacudida recorrió la rama a la que Olsen se aferraba. Sus dedos resbalaron y de pronto quedó colgado de una sola mano. Miró hacia abajo por entre los pies y sintió que sus fuerzas lo abandonaban. Si caía ahora, su suerte estaría sellada. Haciendo un esfuerzo giró la cabeza e intentó ver de refilón su casa, o lo que quedaba de ella.
«Por favor —pensó—, que no estén muertos».
La casa todavía estaba.
Y entonces vio a su mujer.
Se había puesto a cuatro patas, se había arrastrado hasta el borde y lo miraba. En sus rasgos había una determinación rabiosa, como si de un momento a otro fuera a arrojarse al agua para ir en su auxilio. Desde luego, no podía prestarle ninguna ayuda, pero estaba allí y gritaba su nombre. Su voz sonaba firme y casi enfadada, como exigiéndole que pusiera su maldito culo a salvo y volviera a casa, donde lo estaban esperando.
Olsen se quedó mirándola un momento.
Luego tensó los músculos. Estiró la mano libre hacia arriba y se agarró. Clavando los dedos en la madera, Olsen empezó a avanzar de nuevo hasta que sus pies quedaron directamente suspendidos sobre la rama gruesa. Lentamente se dejó caer hasta ella. Ahora tenía un sostén seguro. Estaba erguido. Una sacudida le recorrió los hombros. Soltó los dedos, abrazó el tronco, sintió la necesidad de que el árbol soportase la corriente, apretó el rostro contra la corteza y siguió mirando a su mujer.
Aquello duró una eternidad. El árbol resistió, y la casa también.
Una vez que el agua se hubo llevado su tributo al mar, Olsen bajó por fin, temblando, al desierto de escombros y barro. Ayudó a su mujer y a sus hijos a salir de la casa. Se llevaron lo más necesario, tarjetas de crédito, dinero, documentos y algunos recuerdos personales apresuradamente reunidos, que guardaron en dos mochilas. El coche de Olsen había desaparecido en algún lugar de la gigantesca ola. Tendrían que caminar, pero cualquier cosa era mejor que quedarse aquí.
Abandonaron en silencio su calle destruida, cruzaron al otro lado del río y se fueron de Trondheim.
La catástrofe
La ola siguió propagándose.
Inundó la costa este de Gran Bretaña y el oeste de Dinamarca. A la altura de Edimburgo y Copenhague la plataforma continental se aplanaba en extremo. Allí se erguía, inesperado, el Dogger Bank, una reliquia de la época en que algunas zonas del mar del Norte eran todavía tierra seca. El Dogger Bank había sido durante mucho tiempo una isla en que se apiñaban numerosos animales que escapaban de las mareas cada vez más altas, hasta que finalmente se ahogaron. Ahora el banco, que estaba trece metros por debajo del nivel del mar, hizo que la ola entrante se estancara y volviera a crecer.
Al sur del Dogger Bank había otra plataforma junto a la anterior, en especial a lo largo de la costa sureste británica y más arriba de Bélgica y los Países Bajos. El furor de la ola fue aquí todavía peor que en la parte norte, pero la estructura accidentada del zócalo, con sus bancos de arena, fisuras y cortes, frenó el tsunami. Las islas Frisias quedaron inundadas por completo, pero aún redujeron algo más la energía de la ola, de modo que llegó a Holanda, Bélgica y el norte de Alemania con menos fuerza. A una velocidad que no llegaba a los cien kilómetros por hora, el muro de agua alcanzó finalmente La Haya y Ámsterdam, destruyendo gran parte de las zonas litorales. Hamburgo y Bremen padecieron una feroz inundación. Ambas ciudades estaban tierra adentro, pero las desembocaduras del Elba y el Weser apenas tenían protección. El tsunami subió por los ríos e inundó las tierras adyacentes antes de alcanzar las dos ciudades hanseáticas. Incluso en Londres el Támesis creció durante cierto tiempo, se desbordó e hizo que los barcos chocaran con los puentes.
Las prolongaciones de la ola pasaron velozmente por el estrecho de Dover y se sintieron incluso en Normandía y en la costa bretona. Sólo el mar Báltico, con Copenhague y Kiel, se salvó del desastre. Pero también hubo aquí mar gruesa: en la confluencia de los estrechos de Skagerrak y Kattegat, el tsunami se arremolinó y se derrumbó. Mientras que en su extremo norte, la ola chocó con la costa de Islandia y llegó hasta Groenlandia y Spitzberg.
Inmediatamente después de la catástrofe, los Olsen buscaron una zona alta. Más tarde Knut Olsen no supo decir por qué habían actuado así. La iniciativa había sido suya. Probablemente tenía el recuerdo borroso de alguna película sobre tsunamis o de un informe leído hacía tiempo. Tal vez fuera sólo una intuición. Pero la huida salvó la vida a su familia.
La mayoría de los que sobreviven a la llegada y a la retirada de un tsunami mueren de todos modos. Tras la primera ola vuelven a sus pueblos y a sus casas para ver qué ha quedado. Pero los tsunamis se propagan en varias olas sucesivas. Su longitud de onda es extremadamente grande, por eso la segunda montaña de agua llega cuando ya creen haber sobrevivido a la catástrofe.
Y así ocurrió también esta vez.
Al cabo de un cuarto de hora llegó la segunda ola, no menos poderosa que la anterior, cuyo trabajo terminó. La tercera ola, veinte minutos más tarde, era ya de la mitad de la altura; luego llegó una cuarta y después, nada más.
En Alemania, Bélgica y los Países Bajos las medidas de evacuación no fueron más allá de un intento, y eso que allí habían tenido más tiempo. Pero como casi todos tenían coche, les pareció una buena idea utilizarlo para huir; sin embargo, la idea resultó ser desfavorable. Aún no habían pasado diez minutos desde la difusión de la alerta y todas las calles estaban ya irremediablemente atascadas, hasta que la ola disolvió el embotellamiento a su manera. Una hora después del desprendimiento del talud continental, la industria litoral del norte de Europa había dejado de existir. Casi todas las ciudades costeras del entorno continental habían quedado en parte o completamente destruidas. Cientos de miles de personas habían perdido la vida. Sólo Islandia y las Spitzberg, muy poco pobladas, no registraron víctimas fatales.
La expedición conjunta del
Thorvaldson
y el
Sonne
había demostrado que los gusanos también deshacían hidratos en el norte, hasta Tromso. El talud se había desprendido en el sur. De momento, los efectos del tsunami no permitieron ocuparse del posible colapso en el borde norte. Probablemente, Gerhard Bohrmann hubiera encontrado una respuesta. Pero ni siquiera Bohrmann sabía dónde habían caído exactamente los aludes. Tampoco Jean-Jacques Alban, que había logrado llevar a alta mar, y por tanto a una zona segura, el
Thorvaldson
, tenía una idea de lo que realmente había sucedido en las profundidades.
Continuamente resonaban explosiones sobre el mar y las ruinas de las ciudades costeras. Con los gritos y llantos de los supervivientes se mezclaban el rugido de los helicópteros, el ulular de las sirenas y el sonido de los altavoces. Era una cacofonía del horror. Pero por encima de tantos ruidos había un silencio de plomo. El silencio de la muerte.
Pasaron tres horas hasta que las aguas de la última ola volvieron al mar.
Luego se desprendió el talud continental norte.
Château Disaster
De los informes anuales de las organizaciones medioambientales
Pese a la prohibición de 1994, se siguen arrojando desechos atómicos al mar. En el desagüe de la planta de reprocesamiento francesa de La Hague, los buzos de Greenpeace han verificado una radiactividad diecisiete millones de veces superior a la de las aguas no afectadas. En las aguas costeras de Noruega, las algas y los cangrejos están contaminados de tecnecio, un elemento radiactivo. Los expertos noruegos en protección contra la radiación identificaron como fuente la obsoleta planta de reprocesamiento británica de Sellafield. No obstante, hay geólogos americanos que pretenden enterrar basura altamente radiactiva en el suelo marino, deslizando los recipientes radiactivos por una tubería de varios kilómetros de longitud hasta unos pozos que se cubrirán con sedimentos.
Desde 1959, los soviéticos han depositado en el Ártico cantidades inmensas de basura atómica, incluyendo reactores desguazados. Más de un millón de toneladas de armas químicas se amontonan en los fondos marinos, en profundidades que van de los quinientos a los cuatro mil quinientos metros. Especialmente peligrosos se consideran los contenedores de gases tóxicos hundidos en 1947 por orden de Moscú, que van dañándose lentamente debido a la corrosión. Frente a España están depositados cientos de miles de recipientes con residuos ligeramente radiactivos procedentes de la medicina, la investigación y la industria. En el Atlántico medio, a más de cuatro mil metros de profundidad, los investigadores marinos han comprobado la presencia de plutonio de las pruebas nucleares del sur del Pacífico.
El Servicio Hidrográfico británico contabiliza 57.435 restos de naufragios en las profundidades oceánicas. Entre ellos, los pecios de varios submarinos atómicos americanos y rusos.
El agente tóxico DDT es más peligroso para los organismos marinos que para otros seres vivos. Las corrientes lo distribuyen por todo el globo y queda fijado en las cadenas alimentarias marinas. Se ha comprobado en la grasa de los cachalotes la existencia de combinaciones de polibromo que se utilizan como retardadores de combustión en la fabricación de los ordenadores y en los revestimientos de televisores. El 90 % de los peces espada capturados están contaminados con mercurio, y el 25 % además con PCB. En el mar del Norte les salen penes a las hembras de algunas caracolas marinas. El desencadenante podría ser la sustancia tributilestaño, contenida en las pinturas para barcos.
Las perforaciones petrolíferas contaminan el suelo marino en un área de veinte kilómetros cuadrados, y un tercio de esta superficie carece prácticamente de formas de vida.
Los campos eléctricos generados por los cables submarinos alteran la orientación de los salmones y de las anguilas. Además, la «bruma electrónica» perjudica el crecimiento de las larvas.
La proliferación de algas y la muerte de peces aumentan en todo el mundo de modo espectacular. Desde que Israel se negó a firmar el acuerdo de prohibición de vertidos marinos de basura industrial, sólo hasta 1999 la empresa Haifa Chemicals arrojó al mar sesenta mil toneladas de desechos tóxicos al año: plomo, mercurio, cadmio, arsénico y cromo llegan con las corrientes hasta Siria y Chipre. Las factorías de fertilizantes del golfo de Túnez bombean al mar diariamente 12.800 toneladas de yeso con fosfatos.