El quinto día (67 page)

Read El quinto día Online

Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El quinto día
10.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) considera amenazadas a setenta de las doscientas especies piscícolas principales. Mientras tanto el número de pescadores sigue en aumento. En 1970 eran trece millones, y en 1997 eran ya treinta millones. Las redes de arrastre de fondo que se utilizan para pescar bacalao, lanzón y abadejo de Alaska son devastadoras, pues barren literalmente ecosistemas enteros. Los mamíferos marinos, los peces voraces y las aves marinas ya no encuentran presas.

El bunker C es el derivado del petróleo más usado por los barcos como combustible; antes de utilizarlo es refinado y se le quitan cenizas, metales pesados y sedimentos. Estos desechos resultan difíciles de eliminar y muchos capitanes no los evacuan según las normas, sino que son vertidos al mar en secreto.

Frente a las costas de Perú, a cuatro mil metros de profundidad, investigadores de Hamburgo ensayaron una recogida a gran escala de nódulos de manganeso. El barco pasó un arado rastrillo en todas las direcciones por una extensión de fondo marino de once kilómetros cuadrados. Murieron infinidad de seres vivos. Años después la zona aún no se había recuperado.

En los cayos de Florida, en el curso de un proyecto de construcción se arrojó tierra al mar, que se depositó en los bancos de corales como si fueran arenas movedizas. Como resultado, gran parte de los seres vivos se asfixiaron.

Los investigadores marinos descubrieron que el aumento en la atmósfera de la concentración de dióxido de carbono producido por el uso creciente de combustibles fósiles obstaculiza la capacidad de formación de arrecifes. Cuando el CO2se disuelve, el agua se vuelve más ácida. No obstante, para aliviar la atmósfera los grandes consorcios energéticos proyectan bombear directamente a las profundidades marinas grandes cantidades de CO2.

10 de mayo. Château Whistler, Canadá

El mensaje partió de Kiel a una velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo.

El texto, introducido por Erwin Suess en su ordenador portátil del Instituto de Investigación Geomar, llegó a la red como un conjunto de datos digitales y un diodo láser lo transformó en impulsos lumínicos. A partir de ahí fue lanzado con una longitud de onda en infrarrojo de 1,5 micrones a través de un cable de fibra óptica de alta transparencia, junto con millones de conversaciones telefónicas y otros paquetes de información. El cable recogía la luz en un haz del diámetro de dos cabellos humanos y la reflejaba desde los bordes externos hacia el interior a fin de que no se disipara. Las ondas se propagaron por tierra a gran velocidad hasta la costa; cada cincuenta kilómetros pasaba por un reforzador óptico, hasta que el cable se sumergió en el mar, con un revestimiento de cobre envuelto en varias capas de hilo metálico fuerte y capas aislantes blandas.

El cable submarino tiene la mitad de grosor del brazo de un hombre fuerte. Corre por el fondo de la plataforma submarina, enterrado en él para protegerlo de las anclas de los barcos y de las redes de pesca. El TAT 14, que es su denominación oficial, es uno de los cables transatlánticos que conecta Europa y el continente americano. Se trata de uno de los cables de mayor capacidad del mundo. Sólo en el norte del Atlántico hay docenas de esos cables. Cientos de miles de kilómetros de fibra óptica constituyen a nivel global la columna vertebral de la era de las comunicaciones. Tres cuartos de su capacidad están al servicio de la red global de Internet. El Proyecto Oxígeno conecta ciento setenta y cinco países en una especie de Intranet enorme. Otro sistema reúne ocho cables de fibra óptica que alcanzan una capacidad de transmisión de 3,2 terabytes, lo que corresponde a cuarenta y ocho millones de llamadas telefónicas simultáneas. Hace mucho que los haces de cables de las profundidades marinas han aventajado la técnica de los satélites. El globo está rodeado por un entramado de cables que transportan luz; por ellos circulan en tiempo real los diversos bytes de la sociedad de la comunicación: llamadas telefónicas, vídeos, música, correos electrónicos. No han sido los satélites los que han creado la aldea global, han sido los cables.

El mensaje de Erwin Suess salió disparado hacia el norte entre Escandinavia y Gran Bretaña. Por encima de Escocia, el TAT 14 giraba a la izquierda. Más allá del zócalo de las Hébridas tenía que empezar a serpentear por el fondo del mar; pero como ahora éste era más profundo, ya no iba enterrado, sino que estaba expuesto.

Pero ya no había borde de plataforma, y tampoco fondo del mar.

Bajo gigatoneladas de lodo y piedras, menos de una centésima de segundo después de haber sido emitido, el mensaje de Kiel pasó por el sur de las islas Feroe para terminar en una madeja desgarrada. El robusto revestimiento, con sus alambres de refuerzo y sus capas flexibles de plástico, tenía un corte perfecto; los cables dispersos transmitían su mensaje luminoso al sedimento. El alud había alcanzado el cable con tanta violencia que sus extremos desgarrados se habían dispersado por cientos de kilómetros. Ya en la cuenca de Islandia reaparecía el TAT 14, un pedazo inútil de alta tecnología que volvía a subir a la plataforma al sur de Terranova y la bordeaba hasta llegar a Boston. Allí se conectaba con la red terrestre. La autopista informática cruzaba las montañas Rocosas para llegar finalmente a los montes de la costa oeste canadiense, al norte de Vancouver, directamente a las terminales de distribución del famoso hotel de lujo Château
Whistler
, al pie de las montañas de Blackcomb, donde el cable de fibra óptica se convertía en un cable convencional de cobre. Un fotodiodo revertía el proceso y volvía a transformar los impulsos luminosos en impulsos digitales.

En otras circunstancias, también el mensaje de Kiel se hubiera digitalizado de esa forma para aparecer en forma de correo electrónico en el ordenador portátil de Gerhard Bohrmann. Pero las circunstancias imperantes habían interrumpido la conexión de Bohrmann, al igual que las de millones de personas. Una semana después de la catástrofe sucedida en el norte de Europa, las conexiones transatlánticas de Internet y de correo electrónico estaban paralizadas casi por completo, y los contactos telefónicos sólo se producían —si se producían— vía satélite.

Bohrmann estaba sentado en el gran vestíbulo del hotel con la mirada clavada en la pantalla. Sabía que Suess le quería enviar un documento. Contenía curvas de crecimiento de poblaciones de gusanos y cálculos aproximados de lo que podía suceder en otras zonas del mundo si se producía una invasión similar. Una vez superado el choque inicial, en Kiel estaban trabajando en el caso como poseídos.

Bohrmann maldijo. El mundo, supuestamente tan pequeño, había vuelto a agrandarse, estaba lleno de espacios infranqueables. Por la mañana habían dicho que en el curso del día se podrían recibir correos vía satélite, pero de momento no había novedad. Al parecer, seguían dependiendo del cable destruido. Bohrmann sabía que los comités de crisis trabajaban febrilmente montando redes independientes y, sin embargo, Internet se interrumpía constantemente. Bohrmann sospechaba que era una cuestión no tanto de déficits técnicos como de capacidad. El funcionamiento de los satélites militares era impecable, pero ni siquiera el ejército americano había pensado nunca en compensar con los satélites la totalidad del puente trasatlántico de fibra óptica.

Cogió el teléfono móvil que el comité había puesto a su disposición, se conectó por satélite con Kiel y esperó. Tras varios intentos, finalmente contactó con el instituto y se comunicó con Suess.

—No ha llegado nada —dijo.

—Valía la pena hacer el intento. —La voz de Suess sonaba clara en sus oídos, pero a Bohrmann le molestaba la espera entre pregunta y respuesta. No lograba acostumbrarse a las llamadas vía satélite. La señal tenía que subir unos treinta y seis mil kilómetros desde el emisor para luego bajar la misma distancia hasta el receptor. Se producían pausas e interferencias—. Aquí tampoco funciona nada. A cada hora que pasa es peor. Ya no llegamos a Noruega, y en Escocia hay un silencio absoluto. Dinamarca sólo existe en el mapa. Y ningún plan de emergencia funciona.

—Pero estamos hablando por teléfono.

—Estamos hablando por teléfono gracias a los estadounidenses. Estás aprovechando las ventajas militares de una potencia. En Europa... ¡olvídalo! Todos quieren hablar por teléfono, todos tienen miedo porque no saben qué ha pasado con sus familiares y amigos. Tenemos un embotellamiento informático. Las pocas redes independientes que hay están ocupadas por los comités de crisis y la administración pública.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Bohrmann tras una pausa de desorientación.

—No sé. Quizá aún navegue el
Queen Elizabeth
. Si mandas un mensajero a caballo a recogerlos a la costa, te entregarán los documentos en seis semanas.

Bohrmann sonrió afligido.

—En serio —dijo.

—En serio, busca algo para escribir. Yo no puedo hacer nada.

—Ya tengo algo para escribir —suspiró Bohrmann.

Mientras anotaba lo que Suess le dictaba, detrás de él un grupo de personas de uniforme cruzó el vestíbulo del hotel en dirección a los ascensores. Su jefe era un hombre negro muy alto de rasgos etíopes. Lucía las insignias de mayor de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos de América y una identificación que decía Peak.

El grupo entró en uno de los ascensores. Casi todos bajaron en el segundo y en el tercer piso. El resto abandonó el ascensor un piso más arriba.

Sólo quedó el mayor Salomón Peak, que siguió hasta el noveno piso. Allí estaban las suites de lujo, lo mejor que podía ofrecer ese hotel de quinientas cincuenta habitaciones. Peak ocupaba una suite menos espléndida un piso más abajo. Una habitación sencilla hubiera sido suficiente. No daba importancia al lujo, pero la dirección del hotel había insistido en alojar al comité en sus mejores habitaciones. Mientras recorría el pasillo y la gruesa alfombra amortiguaba el ruido de sus pasos, repasó mentalmente el plan para la reunión de la tarde; se cruzaba con hombres y mujeres civiles y de uniforme. Por las puertas abiertas se veían las suites convertidas en despachos. Segundos más tarde, Peak llegó a una puerta ancha. Dos soldados le dedicaron un saludo militar. Peak los interrumpió con una seña. Uno de ellos llamó a la puerta y esperó que respondieran desde el interior; luego abrió enérgicamente y dejó pasar al mayor.

—¿Cómo le va? —dijo Judith Li.

Se había hecho subir del gimnasio a la suite una cinta de correr. Peak sabía que Li pasaba más tiempo en la cinta que en la cama. Desde ella veía la televisión, contestaba el correo, dictaba notas, informes y discursos al sistema de reconocimiento de voz de su ordenador portátil, hablaba por teléfono, recababa información sobre los asuntos más diversos o simplemente pensaba. Ahora también estaba corriendo, con el cabello negro, lacio y brillante sujeto por una cinta. Llevaba una ligera chaqueta deportiva y unos pantalones cortos y ajustados. Respiraba regularmente pese al ritmo acelerado que se había programado. A Peak le costaba recordar que la mujer que corría en la cinta tenía cuarenta y ocho años. La comandante general Judith Li tenía el aspecto de una mujer de menos de cuarenta bien entrenada.

—Bien, gracias —repuso Peak.

Miró a su alrededor. La suite tenía el tamaño de una vivienda lujosa y estaba amueblada en consecuencia. Los típicos elementos canadienses (mucha madera, confort rústico y chimenea) se mezclaban con la elegancia francesa. Junto a la ventana había un piano de cola, que también procedía de otro lugar, el gran vestíbulo. Li lo había hecho subir a su alojamiento junto con la cinta. A la izquierda, un pasillo curvo llevaba a un dormitorio gigantesco. Peak no había visto el cuarto de baño, pero le habían dicho que tenía hidromasaje y sauna.

Desde su punto de vista, el único objeto con sentido era la cinta maciza y negra, aunque pareciese fuera de lugar en un salón tan primorosamente decorado. Para él, el lujo y el diseño no eran compatibles con los asuntos militares. Peak procedía de un hogar humilde. No había entrado en el ejército por su sensibilidad estética, sino para salir de la calle, que muchas veces llevaba a la cárcel. A base de tenacidad y de un esfuerzo sin límites había logrado finalmente su título universitario y había iniciado la carrera de oficial. Su historial era un modelo para muchos, pero su origen seguía siendo el mismo. Una tienda de campaña o un hotel barato seguían siendo los lugares en que más cómodo se sentía.

—Hemos recibido los últimos análisis de los satélites NOAA —dijo sin mirar a Li, observando el valle por la ventana panorámica. El sol brillaba sobre los cedros y los bosques de pinos. Desde allí arriba todo era muy bonito, pero Peak no miraba la belleza. Lo que más le interesaba eran las próximas horas.

—¿Y?

—Teníamos razón.

—¿Hay alguna similitud?

—Sí, entre los ruidos captados por el URA y los espectrogramas no identificados de 1997.

—Bien —dijo Li con un gesto de satisfacción—. Eso está muy bien.

—No sé si está bien. Es una pista, pero no explica nada.

—¿Qué esperaba? ¿Que el océano nos explique algo? —Li detuvo la cinta y bajó de un salto—. Para eso estamos organizando todo este circo, para averiguarlo. ¿El grupo está ya completo?

—Estamos todos. Acaba de llegar el último.

—¿Quién?

—Ese biólogo de Noruega que descubrió los gusanos. A ver si me acuerdo, se llama...

—Sigur Johanson. —Li fue al baño y regresó con una toalla sobre los hombros—. Apréndase los nombres de una vez, Sal. Somos trescientas personas en el hotel, y de ellas setenta y cinco son científicos. Maldita sea, no es tan difícil de memorizar.

—¿Quiere decir que tiene trescientos nombres en la cabeza?

—Tengo trescientos nombres en la cabeza si hay que tenerlos. Así que haga el esfuerzo.

—Está fingiendo —dijo Peak.

—¿Lo quiere comprobar?

—¿Por qué no? Johanson viene acompañado por una periodista británica, de la que esperamos obtener información sobre lo que sucede en el Círculo Polar. ¿Sabe cómo se llama?

—Karen Weaver —dijo Li, y se frotó el cabello—. Vive en Londres. Periodista especializada en temas marinos. Entusiasta de la informática. Estuvo en el mar de Groenlandia, en un barco que luego se hundió. No se salvaron ni las ratas. —Sonrió a Peak con sus dientes blanquísimos—. Si tuviéramos de otras cosas imágenes tan buenas como las de ese hundimiento... ¿eh?

Other books

Crave by Murphy, Monica
La Odisea by Homero
At the Villa Massina by Celine Conway
Asimov's Science Fiction by Penny Publications
Birthday Licks by Vj Summers
Fight For My Heart by T.S. Dooley