El Profesor (40 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: El Profesor
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La desaparición de Jennifer desafiaba esa teoría.

Si había algo bien definido en lo que sabía, era que no sabía qué hacer. Pero era igualmente obvio que tenía que hacer algo que fuera más allá de lo que había estado haciendo. Miró la superficie de su mesa, como si ese «hacer algo» tuviera que ser algo obvio. Luego levantó la cabeza y observó el cubículo a su alrededor, decorado con fotografías de su familia y algunas coloridas acuarelas y dibujos con ceras hechos por sus hijos, yuxtapuestos con informes policiales grises y fríos y avisos del FBI.

Creía haber hecho todo de la manera apropiada. Había hecho todo lo requerido por los parámetros del departamento. Había hecho todo lo que cualquier funcionario hubiese hecho. Nada de eso la había conducido un paso más cerca de Jennifer.

Terri se inclinó hacia delante, como si tuviera un calambre en el estómago. Jennifer estaba desaparecida. Terri imaginó a la adolescente sentada delante de ella en uno de sus intentos previos de fuga: hosca, poco comunicativa, esperando enfadada que su madre y el novio llegaran y la devolvieran al lugar del que estaba ansiosa por escapar mientras Terri la sermoneaba acerca del error que había cometido. Se dio cuenta de que el momento de salvar a Jennifer había sido aquél. Lo único que tenía que haber hecho era haberse inclinado sobre el escritorio y decirle: «Habla conmigo, Jennifer» y abrir algún tipo de línea de comunicación.

¿Qué estaba haciendo ahora? Archivando papeles e informes, tomando declaraciones inútiles de un profesor jubilado trastornado, entrevistando a un delincuente sexual que no parecía tener ningún lazo real con la fugitiva, enviando requerimientos de «aguja en un pajar» y «disparos en la oscuridad» a otros organismos de la policía. Pero, Terri se daba cuenta, estaba simplemente esperando el día en que un cazador recorriendo oscuros bosques en busca de venados encontrara los restos del esqueleto de Jennifer, o que su cuerpo en descomposición quedara enganchado en el sedal de un pescador que explorara un lago en busca de una perca.

Si tenía esa suerte. Terri pulsó algunas teclas del ordenador y la imagen del hombre en la estación de autobuses apareció en la pantalla delante de ella. La amplió haciendo clic con las teclas del ordenador hasta que la fotografía llenó toda la pantalla.

Muy bien, se dijo a sí misma, creo que voy a descubrir quién eres. Esto era más fácil pensarlo que llevarlo a cabo. Pero cogió el teléfono para llamar al laboratorio de la policía del Estado. Podían usar algún software de reconocimiento de imágenes sobre la cinta. Tal vez tuviera suerte, pero lo dudaba. Era consciente de que ése era un paso que podría no ser aprobado por sus superiores. Algo que le importaba, pero no tanto.

* * *

Mark Wolfe cruzó rápidamente el macadán negro del aparcamiento hacia su automóvil, donde Adrián lo estaba esperando. Adrián podía sentir la presencia de Brian a su lado; casi podía escuchar la respiración agitada de su hermano, y se preguntó por un instante por qué estaría nervioso. Brian, Adrián lo sabía, tenía siempre todo bajo control y nunca estaba ansioso, nunca preocupado. Hasta que se dio cuenta de que era su propia respiración dificultosa la que estaba escuchando.

Al acercarse a Adrián, el delincuente sexual miró preocupado a su alrededor. Adrián tuvo la rara impresión de que Mark Wolfe era sumamente seguro dentro de su propia casa, pero fuera, en la intemperie, necesitaba levantar la cabeza en busca de depredadores cada pocos segundos, como cualquier animal de la pradera. Eso era un retroceso, imaginó Adrián. Wolfe era el depredador.

Wolfe tenía una sonrisa torcida.

—Se supone que no debo hacer una pausa demasiado larga en el trabajo —dijo—. No me gustaría perderme la venta de algún aparato importante. Eh, profesor, ¿no necesita un televisor de pantalla grande y sistema de sonido envolvente? Hay una oferta y puedo conseguirle un descuento. —Esto fue dicho sin ninguna sinceridad.

—Esto no va a llevar mucho tiempo —respondió Adrián. Sacó una copia de la octavilla de personas desaparecidas que le había dado la detective Collins y se la dio a Wolfe—. Esa es la persona que estoy buscando —indicó.

Wolfe miró la fotografía.

—Es... encantadora. —La palabra «encantadora» podría haber sido un sustituto de «está a punto». Parecía obsceno viniendo de la boca de Wolfe. Adrián sintió que se estremecía—. ¿Se ha escapado de casa, dice?

—No. No dije eso. Dije que se ha fugado antes. Pero ahora ha sido raptada.

Wolfe leyó los detalles en la octavilla, y los repitió en voz baja.

—Un metro sesenta y cinco..., sesenta kilos, pelo rubio rojizo, sin marcas distintivas... —Se detuvo—. Usted lo sabe, con mi... —vaciló—, con mis antecedentes, si algún policía me encontrara con esta octavilla en las manos, sería tan malo como... —Se detuvo otra vez.

—Tenemos un trato —le recordó Adrián—. Usted no quiere que yo vaya a la policía y empiece a hablar del otro ordenador y de lo que hay en él.

Wolfe asintió con la cabeza, pero su respuesta fue mucho más escalofriante que la naturaleza de su acuerdo:

—Sí, lo entiendo. Así que ésta es la chica que usted cree que están usando. Voy a explorar en la web.

—La alternativa es, usted lo sabe...

—Sí. Que haya sido violada y asesinada. O peor.

Wolfe tembló ligeramente. Adrián no sabía si aquél era un movimiento involuntario provocado por la repugnancia o por el placer. Cualquiera de las dos explicaciones parecía posible. Tal vez los territorios definidos de ambas sensaciones existían simultáneamente dentro de Mark Wolfe. Adrián sospechaba que ése era el caso.

—Mire, toda esa mierda de las películas snuff, usted sabe que es todo una mitología de leyendas urbanas. Totalmente falso. Sandeces. Mentira.

Repitió las palabras para dar énfasis, pero producía la sensación contraria. Mira detrás de las palabras, mira detrás de la manera en que está de pie, el tono que usa, la forma en que cambia de posición. Adrián pensó que eso era lo que Cassie le hubiera dicho, y fue como si los pensamientos en su cabeza tuvieran el tono musical de la voz de ella.

Adrián miró al delincuente sexual y luego levantó la mirada. El cielo por encima de ellos era una amplia extensión despejada de color azul, una promesa de que volvería el buen tiempo. A gran altura, atravesando el cielo, se podía ver la estela de vapor blanca que un reactor trazaba en línea recta contra el pálido fondo. Gente que viaja a gran velocidad hacia destinos variados. Se dio cuenta de que nunca volvería a viajar en avión, nunca iba a tener la oportunidad de visitar algún sitio diferente, exótico. Estaba sobrecogido por el camino directo por el que el avión volaba con tanta facilidad; le pareció estar envuelto en una especie de fango de enfermedad y duda. Deseó saber exactamente qué pasos dar, en qué dirección y cuántos kilómetros de viaje le quedaban.

Audie, ¡presta atención! Escuchó las palabras duras de su hermano, haciendo que su mirada bajara del cielo. Vamos, Audie, ¡concéntrate! Era como si Brian lo estuviera empujando desde atrás.

—¿Está bien, profesor?

—Estoy bien.

—Bueno, el lío es tratar de determinar lo que es real y lo que no lo es. Ese es el problema con Internet. Es un espacio donde la mentira, la fantasía y toda clase de cosas engañosas simplemente existen junto a información real, sólida. Es difícil separarlas. Hasta en el mundo del sexo. ¿Qué es lo real? ¿Qué no lo es?

—Películas snuff.

—Como ya he dicho, una gran mentira. Pero... —Wolfe vaciló. Se detuvo en las palabras, como si saboreara cada una de ellas antes de hablar, y añadió—: Pero todos esos mitos..., bueno, simplemente crean la oportunidad. ¿Me entiende, profesor?

—Explíquemelo.

—Bien, las películas snuff no existen. Pero en cuanto el FBI o Interpol dice: «Las películas snuff son una leyenda urbana...» en lugar de hacer que eso sea la última palabra, sólo sirve para alentar a la gente para que intente hacerlas, profesor. Éste es el asunto respecto a Internet. Existe para hacer algo a partir de algo distinto. Uno dice que algo es falso, y otra persona, tal vez en el otro extremo del mundo, de inmediato está tratando de demostrar lo contrario. Por ejemplo, el homicidio pornográfico de verdad no existe, pero... Uno abre el diario por la mañana y ¿qué lee? Algunos muchachos tal vez en Europa oriental se filmaron a sí mismos mientras mataban a golpes a alguien. Por diversión. O tal vez algunos tipos en California se filmaron cuando mataban a una muchacha que viajaba a dedo después de obligarla a hacer toda clase de cosas. O..., bueno, usted sabe lo que quiero decir. Un terrorista toma a un rehén y le corta la cabeza mientras lo filman. Y aparece en Internet. Bueno, la CÍA y los militares están atentos a eso. Pero ¿quién más? Está allí para que lo vea cualquiera.

—¿Qué es lo que usted me está diciendo?

—Estoy diciendo que si la pequeña... —Miró la octavilla y una sonrisa lujuriosa estalló en su rostro antes de continuar—.Jennifer está siendo usada, tiene sentido. Y podría suceder en la casa de al lado o al otro lado del mundo.

—¿De qué manera va a buscar? —quiso saber Adrián.

—Hay maneras. Uno sólo sigue apretando las teclas. Podría costar algo de dinero.

—¿Dinero? ¿Por qué?

—¿Usted cree que la gente explota a otra gente por nada? ¿Tal vez sólo porque les gusta? Seguro que algunos lo hacen. Pero hay otros que quieren ganarse unos dólares. Y para entrar a esos sitios, bueno...

—Pagaré.

Wolfe sonrío otra vez.

—Puede ser caro...

Otra vez escuchó a su hermano haciendo resonar órdenes en su oreja. Metió la mano en el bolsillo posterior y sacó la billetera. Cogió una tarjeta de crédito y se la dio a Wolfe.

—¿Qué alias voy a usar? —preguntó el delincuente sexual.

Adrián se encogió de hombros. No veía cuál era la necesidad de ocultar nada.

—«Psicoprof» —respondió—. Y guarde un registro escrito de cualquier movimiento que haga. Cualquier gasto fuera de eso y voy directamente a la policía.

Wolfe asintió con la cabeza, pero incluso ese movimiento podría haber sido una mentira. A Adrián realmente no le preocupaba. No voy a vivir tanto como para preocuparme por esas facturas. Pudo escuchar a Brian que resoplaba, como si aquello fuera divertido.

—Tiene que moverse con rapidez. No sé cuánto tiempo puede tener ella.

Wolfe se encogió de hombros.

—Si es el juguete de alguien, y él quiere compartirla...

—Él y ella... —interrumpió el profesor.

—Correcto. Dos personas. Eso podría facilitar las cosas. De todos modos, si quieren compartirla, bien, eso es bueno, porque eso es lo que usted quiere, porque estará ahí, accesible en algún lugar.

Se rió otra vez. Pensó que Wolfe tenía el tipo de risa que atravesaba las paredes, como un arma disparada a quemarropa, antes de retroceder hacia una risita tonta y cínica, como si siempre tuviera un secreto adicional que no estaba dispuesto a compartir.

—Usted tiene algo a su favor, profesor... —continuó sin abandonar su sonrisa.

—¿Qué es?

—Eso es lo que el mundo es ahora. Nada ocurre realmente en secreto. Todos quieren mostrarse. ¿Cómo era aquello de que todos somos famosos durante quince minutos? Pues bien, ¡es verdad!

Warhol, pensó Adrián. Un delincuente sexual que cita a Warhol.

—Hay un problema, sin embargo.

¿O era Marshall McLuhan? De pronto Adrián no podía recordar. Tal vez fue Woody Alien. Se esforzó por concentrarse en Wolfe.

—¿Y cuál es?

—Uno se acerca, trata de derribar la vieja barrera electrónica y quienquiera que la tenga simplemente puede darse cuenta de que alguien la está buscando y entonces, de repente, ella se convierte en mercancía peligrosa.

Adrián respiró hondo.

—Y la mercancía peligrosa... —El delincuente sexual siguió hablando, pero Adrián advirtió que su voz había cambiado, de modo que sus labios se movían con las palabras, pero éstas sonaban como si fuera su hermano quien las pronunciaba. Adrián se dijo que no debía de parecer confundido, sino como si estuviera escuchando—. Bien —dijo Wolfe lentamente—, no sé cómo hace usted, pero cuando algo se pone feo en mi nevera, lo tiro.

Capítulo 31

Jennifer estaba sobre la cama, los ojos cerrados con fuerza detrás de la venda, tratando de imaginarse su habitación, en su casa. Había empezado a ver en su mente las cosas que recordaba, detallando cada ángulo, cada forma y cada color con la precisión de un dibujante. Juguetes. Fotografías. Libros. Almohadones. Pósteres. La mesa estaba colocada de tal manera, los colores de su cubrecama eran rojo, azul, verde y violeta, todos con las formas entrelazadas de una colcha de parches. Sobre una cajonera había una instantánea de diez por quince de ella en un partido de fútbol juvenil cabeceando una pelota.

Se tomó su tiempo, localizando y relacionando cada elemento; no quería olvidar ni el menor de los objetos. Disfrutaba de cada recuerdo: la trama y los personajes de un libro que leyó cuando era niña, la mañana de Navidad cuando recibió su primer par de aros para orejas perforadas. Era como estar pintando lentamente su pasado en su mente. Le ayudaba a recordar que había sido la Número 4 sólo durante unos pocos días, pero durante años había sido Jennifer. Era una lucha constante.

La venda, a pesar de que ella se las arreglaba para echar una ojeada por debajo para tener una ligera imagen de su prisión, parecía ser el límite de su existencia. A veces, cuando despertaba, tenía que hacer un enorme esfuerzo para recordar algo de su pasado. Lo que podía sentir, oler, escuchar —todo lo que había memorizado de su habitación-prisión y lo que sabía que estaba siendo grabado por la cámara— era lo único que le quedaba. Tenía miedo de que el día anterior no hubiera existido Jennifer. Y de que no hubiera una Jennifer al día siguiente. Sólo existía la Jennifer de ese preciso momento.

Sabía por dentro que estaba en una batalla campal para sobrevivir, sólo que no sabía qué era lo que estaba tratando de derrotar. Podría haber sido más fácil ser como un marinero perdido navegando a la deriva en un mar de invierno. Por lo menos así, pensaba, sería obvio que tenía que luchar contra las corrientes y las olas, y que si no lograba mantenerse a flote, iba a ahogarse.

Interiormente, sollozó. En el exterior, mantuvo la calma.

Sólo tengo dieciséis años, se decía a sí misma. Una estudiante de secundaria. Sabía que no conocía demasiado del mundo. No había viajado a lugares exóticos ni había visto paisajes desconocidos. No era una soldado, ni una espía, ni siquiera una delincuente, ni alguien que pudiera tener alguna experiencia que la ayudara a comprender su encarcelamiento. Eso debía haberla paralizado, pero curiosamente no era así. Sé algunas cosas, se dijo. Sé cómo defenderme. Aun cuando eso era una mentira, no se preocupaba. Estaba decidida a usar lo poco que sabía para ayudarse a sí misma.

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