El Profesor (42 page)

Read El Profesor Online

Authors: John Katzenbach

BOOK: El Profesor
5.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ella pudo percibir su fuerza. Era como tener un nubarrón oscuro moviéndose sobre ella. Asintió con un gesto. Pudo sentir que la mano que le agarraba la cara la soltaba lentamente, y fue como si la sensibilidad le fuera restituida en todo el cuerpo. Fue como si volviera a tener conciencia de que estaba desnuda, volvía a recordarlo a medida que el dolor se alejaba.

—Continúe, Número 4. Pero con cuidado.

Pudo darse cuenta de que él no se había apartado más de unos treinta centímetros. Seguía moviéndose cerca de ella. No quería que volviera a golpearla. De modo que inventó.

—Era alto y flaco. Y tenía una sonrisa boba que realmente me gustaba. Le gustaban las películas de acción y era muy bueno en clase de Lengua. Creo que escribía poesías y usaba una gorra rara en invierno con solapas que le cubrían las orejas, así que parecía un elefante sin trompa...

El hombre se rió por un momento.

—Bien —aceptó—. ¿Y usted qué imaginó, Número 4?

—Pensé que si me invitaba a salir, iba a dejar que me besara después de la primera cita.

—Sí. ¿Y?

—Y si me invitaba a salir otra vez, lo besaría otra vez y a lo mejor dejaba que me acariciara los pechos. —Sintió que el hombre se acercaba más, deslizándose. Él hablaba con voz suave, como un susurro, casi como si su cólera hubiera desaparecido para ser reemplazada por algo que sólo ellos dos podían compartir.

—Bien. Cuénteme más, Número 4. ¿Qué iba a ocurrir en la tercera cita?

Jennifer seguía mirando hacia delante. Sabía que estaba mirando hacia la cámara. Sospechó que al usar la palabra «pechos» la cámara había enfocado los suyos. Salvo, insistió para sí misma, que no son míos. Son de la Número 4. Detrás de la venda, Jennifer entrecerró los ojos, tratando de imaginar a algún muchacho adolescente que en realidad no existía.

Nunca nadie la había invitado a salir. Y aparte de una fiesta donde jugaron a «la botella» cuando tenía doce años, nadie había querido besarla nunca. Por lo menos, nadie que ella supiera. Eso había hecho que a veces pensara que no era guapa. Nunca se le había ocurrido que lo contrario podría ser la causa verdadera; que era demasiado guapa, demasiado diferente y demasiado rebelde, y que todas estas cosas intimidaban, lo cual había empujado a sus compañeros de clase hacia objetivos más fáciles.

Inventó. Elaboró a partir de las fantasías previas a quedarse dormida. De películas. De libros. A partir de cualquier cosa, algo, un romance fácil de recordar.

—Si él volvía a llamarme otra vez, y yo pudiera organizar bien las cosas..., un lugar donde pudiéramos estar solos y que fuera tranquilo..., pensé que podríamos... —vaciló—, podríamos llegar a hacerlo todo. —Continúe, Número 4.

—Quería que fuera en una habitación. En un dormitorio de verdad. No en un sillón ni en un coche, ni en un sótano. Quería que ocurriera lentamente. Pensé que iba a ser como un regalo que yo estaba entregando. Quería que fuera especial. Y no quería que él desapareciera después. No quería que él tuviera miedo.

El hombre se acercó más a ella. Podía sentir que se movía alrededor de ella. Cuando sus dedos le tocaron el brazo, casi gritó. Estaba tensa, aterrorizada.

—Pero no será así, ya no, ¿no es cierto, Número 4? Este muchacho de su instituto... no está aquí, ¿verdad? ¿Y usted cree que alguna vez él sabrá el regalo que se perdió?

No respondió. Sintió que las puntas de sus dedos le rozaban ligeramente la piel. Le recorrían el cuerpo como si estuvieran dirigiendo la atención a cada una de las partes. Los hombros. Bajando por la espalda y por las nalgas. Alrededor de su cintura para detenerse en la parte plana de su vientre. Y luego abajo. Se estremeció. Con alguien a quien amara, Jennifer sabía que eso habría sido erótico. Con aquel hombre, pudo sentir que la oscuridad la envolvía. Tiritó y tuvo que luchar contra el deseo de retroceder.

—¿Quiere usted que todo termine pronto, Número 4?

—No sé...

¿ Quiere usted que todo termine pronto, Número 4?

Jennifer vaciló. ¿Un «sí» le invitaría a que la poseyera ahí mismo? ¿La arrojaría al suelo para imponerse sobre ella? ¿Un «no» sería un insulto? Las dos respuestas producirían el mismo resultado. Respiró hondo para contener la respiración, como si el hecho de ahogarse pudiera ayudarle a ver cuál era la respuesta correcta, si es que existía una respuesta correcta. Le temblaron los hombros.

¿ Qué iba a quedar después? ¿ Tendría ella algún valor?

—Responda a mi pregunta, Número 4.

Tomó aliento.

—No —dijo.

Él seguía hablando en susurros.

—Usted dijo que quería que fuera especial.

Ella asintió con la cabeza. El hombre siguió hablando en voz baja, lleno de odio contenido, no de amor.

—Lo será. Sólo que no será especial de la manera en que usted lo pensó. —Se echó a reír. Entonces ella sintió que él retrocedía—. Pronto —agregó—. Piense en eso. Muy pronto. Podría ocurrir en cualquier instante. Y será duro, Número 4. No será de ninguna manera parecido a lo que usted alguna vez imaginó.

Y entonces le oyó atravesar la habitación. Un segundo más tarde, otro ruido: la puerta que se abría para luego cerrarse.

Permaneció de pie, todavía desnuda. Esperó lo que parecieron varios minutos sin moverse. Luego, cuando el silencio creció alrededor de ella hasta convertirse en un grito, respiró lentamente y tanteó buscando su ropa interior. Se la puso y regresó a la cama. Podía sentir que el sudor le caía por debajo de los brazos. No era el calor lo que lo producía. Era la amenaza. Encontró a su oso y le habló en un susurro.

—Esto no nos está pasando a nosotros, Señor Pielmarrón. Le está pasando a otra persona. Jennifer todavía es tu amiga. Jennifer no ha cambiado.

Deseaba de verdad poder creer lo que estaba diciendo. Comprendió que algo estaba en equilibrio, tambaleándose de un lado a otro. Un balancín de identidad. No sabía si iba a poder mantenerlo. La habitación más allá de la venda debía de estar girando. Se sentía mareada y ruborizada, como si en cada parte por la que las manos del hombre habían pasado él hubiera dejado marcas rojas, cicatrices. Apretó con más fuerza al Señor Pielmarrón. Lucha contra lo que puedas luchar, Jennifer. Lo demás no importa nada.

Asintió con la cabeza, como si estuviera de acuerdo consigo misma. Luego insistió en lo más profundo de sí: Ocurra lo que ocurra, no significa nada, no significa nada, no significa nada. Sólo una cosa es importante: seguir con vida.

Capítulo 32

Adrián pasó gran parte del fin de semana encerrado en su casa; no era un cerrojo ni una cadena con candado lo que le impedía salir, sino su enfermedad. Apenas durmió, y cuando lo hizo, fue perturbado por vividos sueños. Buena parte del tiempo estuvo paseándose erráticamente de habitación en habitación, deteniéndose sólo para hablar con Cassie, que no le respondía, o para suplicarle a Tommy que apareciera para poder abrazarlo otra vez. Esa idea seguía pasando por su cabeza una vez más una vez más una vez más pero a pesar de sus ruegos, su hijo permanecía en silencio e invisible.

Cuando se espiaba a sí mismo en el espejo creía estar viendo una sombra. Estaba vestido con la parte de arriba de un gastado pijama y unos descoloridos vaqueros, como si hubiera sido sorprendido a medio camino de estar vistiéndose o desvistiéndose. Tenía el pelo enmarañado por el sudor. Su barbilla estaba sombreada por pelos grises de varios días.

Se sentía como atrapado en medio de una discusión, como si hubiera una parte de él, fuerte y constante, que le decía que olvidara todo, mientras que la otra mitad insistía en que mantuviera la cabeza clara, que controlara sus pensamientos y organizara sus recuerdos. Una parte gritaba y chillaba mientras que la otra hablaba con serenidad, en voz baja. De vez en cuando, esta parte razonable de su personalidad le recordaba que comiera algo, que fuera al baño, que se cepillara los dientes, que se diera una ducha, que se afeitara. Las pequeñas rutinas de la vida que todos consideran actividades normales, para Adrián se estaban poniendo cada vez más difíciles, incluso desalentadoramente complicadas.

Quería pasar la responsabilidad a su esposa. Cassie era siempre buena para recordar todas las citas de ambos. Tenía una memoria excelente para los nombres de las personas que conocía en fiestas. Recordaba las fechas, los lugares, el clima y las conversaciones con la exactitud de un taquígrafo. Él siempre se había maravillado ante su habilidad para recordar al instante lo que él consideraba que eran los aspectos más triviales de la vida. Su propia imaginación estaba atiborrada con las muchas mediciones realizadas en los experimentos del laboratorio, o con palabras que podría tratar de unir en un poema. Era como si no le quedara más espacio en el cerebro para recordar el nombre de la esposa de un adjunto del cuerpo docente a quien había conocido en una barbacoa del departamento celebrada el fin de año, o cuándo había que cambiar el aceite al Volvo.

Se preguntaba si todos los artistas estaban tan atentos a los detalles. Le parecía que tenía sentido que así fuera. Cassie siempre sabía dónde iba cada línea, cada color en cada dibujo o pintura. Tommy había desarrollado la habilidad de su madre para recordar nombres y lugares sin esfuerzo. Le había ayudado para su trabajo de fotógrafo. Tal foto fue hecha a tal velocidad, con tal apertura de diafragma, con tal iluminación. Era enciclopédico en lo que a su oficio se refería.

Estaba seguro de que cualquiera de ellos habría sido mejor para buscar a Jennifer. Ellos habrían unido los detalles, habrían relacionado las observaciones con los hechos. Serían como Brian, capaces de unir cosas pequeñas para hacer una imagen más grande.

Estaba celoso. Todos eran mejores detectives que él.

Una vez más, Adrián dirigió la mirada hacia el espacio donde reposaba la silla favorita de Cassie, la Reina Ana, donde ella debía haber estado sentada, pero no lo estaba. Se sentía muy solo.

Era vagamente consciente de que su casa estaba dando las mismas muestras de abandono que él. Sabía que los platos se estaban acumulando en la pila de la cocina. Sabía que la ropa sucia se iba juntando en el lavadero. Sabía que la aspiradora y la fregona lo estaban llamando a gritos, aunque no sabía exactamente qué clase de lengua podrían usar esos aparatos. Una suerte de voz metálica sin cuerpo, como los anuncios en los trenes o en las estaciones de autobuses.

Se decía que tenía que mantener su mente funcionando, de modo que, después de ponerse de pie abruptamente en el centro del comedor y gritar: ¡Mira, Cassie! ¡Maldita sea!¡Tienes que ayudarme a recordar estas estupideces!, cogió una escoba y empezó a barrer. Como no pudo encontrar el recogedor, empujó la tierra debajo de la alfombra. Esto le hizo reír y sintió la desaprobación de su esposa. Escuchó los ecos de una fantasmal amonestación como Oh, Audie, cómo puedes hacer eso, pero ella no apareció, y se sintió como un niño pequeño que se las había arreglado para no ser pescado en alguna pequeña infracción a las reglas del hogar. Culpa y placer mezclados.

Luego abandonó la escoba, dejándola caer en el suelo. Fue a la cocina. Se las arregló para hacer funcionar el lavavajillas con una carga de cosas sucias, y luego puso en marcha la lavadora. Se sintió sumamente complacido consigo mismo después de haber medido el detergente, ponerlo en el recipiente correcto y luego apretar la serie correcta de botones para poner en marcha las dos máquinas de lavar. Era un trabajo extraordinariamente rutinario e irrefrenablemente solitario.

Todo aquello era injusto, argumentó consigo mismo. Los necesitaba y no estaban ahí. Y entonces, cuando la lavadora empezó sus rítmicos ruidos, llenándose de agua y burbujas de jabón para limpiar su ropa, se dio cuenta de que sí estaban.

Nunca estaba solo. Todas las personas a las que quería y por las que se preocupaba estaban junto a él.

En ese instante comprendió que escucharlos no tenía que ver con ellos. Tenía que ver consigo mismo. Dio media vuelta bruscamente, girando sobre sí mismo como si hubiera sido sorprendido por un ruido. Cassie estaba detrás. Su cara se llenó con una gran sonrisa; era la Cassie joven. Llevaba un vestido de verano suelto y vio que estaba embarazada, muy avanzada, tal vez sólo le faltaban días, no, minutos para el anuncio de la llegada de Tommy a su mundo. Estaba de pie junto a la pared, apoyada contra la puerta de la cocina. Le sonrió, y cuando él dio un paso con la mano extendida ansiosamente, ella negó con la cabeza y señaló hacia un lado sin decir una palabra.

—Cassie —imploró—, te necesito. Tienes que estar aquí conmigo para ayudarme a recordar...

Ella sonrió otra vez. Siguió señalando hacia un lado. Adrián no entendía bien qué era lo que estaba señalando, y se acercó más a ella, con los brazos muy abiertos.

—Ya sé que no siempre fue todo perfecto. Sé que había peleas, momentos tristes, frustración y que solías quejarte por estar encerrada en un pequeño pueblo universitario donde nunca pasaba nada y que te merecías ser una artista ilustre en alguna ciudad y que yo te retenía. Sé todo eso. Y recuerdo que fue duro, especialmente cuando Tommy pasó por sus etapas de rebeldía y peleábamos por eso y por lo que debíamos hacer. Pero ahora lo único que quiero recordar es lo que era maravilloso y grandioso, lo que era ideal...

Ella señaló otra vez a un lado, y él pudo advertir la exasperación en sus ojos, como si su discurso largo y egoísta no fuera importante. Su gesto era una exigencia. Esos ojos negros, pudo verlos, que podían resonar como truenos cuando ella quería.

—¿De qué se trata? —preguntó él.

Ella sonrió y echó hacia atrás su cabeza otra vez, agitando su pelo largo como si fuera un niño que no podía comprender del todo algo terriblemente simple en el aula, como dos más dos o la forma del Estado de Massachusetts.

—Qué... —El miró, insistente. Y entonces vio lo que ella estaba señalando. El teléfono en la pared de la cocina. Adrián escuchó con atención, y lentamente, como el volumen de un equipo de música estéreo que estaba siendo ajustado, escuchó un lejano campanilleo que se hacía cada vez más fuerte y más chillón. Levantó el auricular y se lo llevó a la oreja.

—¿Hola?

—Profesor, ¿está esperando que yo llame? ¿Quiere que nos encontremos? He hecho algunos avances.

Era el delincuente sexual. Inconfundible tono de voz. Como petróleo espeso burbujeando al salir a la superficie, pensó.

—Señor Wolfe.

—¿Y quién esperaba que fuera?

Other books

Bingoed by Patricia Rockwell
The Prone Gunman by Jean-Patrick Manchette
Billy and Me by Giovanna Fletcher
The Vault by Ruth Rendell
Daughters of the Heart by Caryl McAdoo
Steppenwolf by Hermann Hesse, David Horrocks, Hermann Hesse, David Horrocks