Authors: John Katzenbach
—Hola —saludó a Adrián—. ¿Usted es uno de los amigos de Mark?
Adrián no respondió.
—A la cama, mamá —insistió Wolfe—. Ahora estás cansada. Tienes que tomar tus pastillas e irte a dormir.
—¿Es la hora de acostarse?
—Sí.
—¿No es la hora de la cena?
—No. Ya has cenado antes.
—Entonces tenemos que ver nuestros programas ahora.
—No, mamá. Por esta noche es suficiente.
Mark Wolfe se puso de pie. Se acercó a su madre y la ayudó a levantarse del sillón. Luego se giró hacia Adrián, quien todavía sostenía el arma apuntándolo, aunque su propósito parecía haberse disipado entre las risas grabadas de las comedias de televisión y Rose, que a veces recordaba cosas y a veces no.
—¿Va a seguir vigilándome? —quiso saber Wolfe—. ¿O quiere esperar hasta que vuelva?
Adrián se puso de pie. Sabía que dejar a Wolfe fuera del alcance de su vista era un error, aunque el porqué era algo que se le escapaba en esta escena de teatro del absurdo. Sonrió a Rose.
—Vamos entonces —invitó Wolfe, llevando a su madre de la mano.
Adrián tuvo la impresión de que estaba siendo invitado a entrar en una suerte de ritual más bien secreto, como un antropólogo que se gana finalmente la confianza de alguna remota tribu de indios del Amazonas. Observó desde cierta distancia mientras el hijo controlaba a su madre, que se preparaba para meterse en la cama. La ayudó a quitarse la ropa hasta el límite de la decencia; le puso la pasta de dientes sobre el cepillo. Ordenó una serie de pastillas sobre la mesa para ella y le alcanzó un vaso de agua. Se aseguró de que usara el inodoro, esperando pacientemente en la puerta del baño y haciendo preguntas como ¿Has usado papel higiénico? y ¿Has tirado ya de la cadena? Luego la metió en la cama. Todo ello con Adrián, el arma todavía en la mano, a poca distancia. Era como si fuera invisible.
Pocas cosas de las que había visto en su vida lo asustaron tanto como observar el ritual de Rose para irse a la cama. No era que ella se portara como una niña, pero sí que pensó eso. Lo que ocurría era que las rutinas cotidianas de la vida habían perdido la conexión con su pensamiento. En cada acción, en cada momento pequeño reflejaba su pérdida de contacto con el mundo. Rose desplegaba lo que Adrián temía que estaba preparándose para él. Será lo mismo, pero peor, para mí.
Se quedó atrás, incómodo. Era como si estuviera irrumpiendo bruscamente en algo tan íntimo que no podía ponerle un nombre.
Mark Wolfe, el abusador sexual, hasta besó la frente de su madre tiernamente. Cuando apagó la luz del dormitorio, miró a Adrián.
—¿Lo ve? —preguntó, pero se trataba de una pregunta que no requería respuesta porque Adrián claramente podía verlo—. Esto es así siempre. Todas las noches.
Wolfe pasó junto a él, empujándolo para salir de la habitación.
—Cierre eso —farfulló, señalando con la mano hacia la puerta del dormitorio. Adrián se giró y echó una última mirada a la mujer que yacía como un bulto en la oscuridad llena de sombras—. Tal vez muera esta noche mientras duerme —comentó Wolfe—. Pero probablemente no. —Adrián apartó a Rose de su mente y lo siguió.
—Esa policía —continuó Wolfe—, la que vino con usted antes, es como todos los otros policías con los que alguna vez he tropezado. Les gusta acosarme. Llevarse mi ordenador.
Ver las revistas que tengo. Controlar mi terapia. Fastidiarme en mi trabajo. Asegurarse de que no estoy haciendo algo que no les gusta, como merodear alrededor de un colegio o el patio cuando los alumnos están en el recreo. Quieren tratar de sacar de mí lo que soy. —Se echó a reír—. No tiene muchas probabilidades.
Adrián combatió la incertidumbre. De manera ingenua había imaginado que un delincuente sexual como Wolfe querría cambiar. No se le había ocurrido que lo contrario estaba posiblemente más cerca de la verdad.
Wolfe miró a Adrián.
—Así que usted quiere dar un paseo por mi vida, ¿no? —El abusador sexual no esperó una respuesta. Simplemente se dirigió a la sala de estar. Se acercó a la ventana y bajó las persianas—. Usted sabe que todos los días me levanto y voy a mi trabajo, simplemente como un obediente recluso en libertad condicional, ¿no?
Adrián asintió con la cabeza. Mantuvo el arma apuntando hacia delante.
—Y ahora usted me ha visto con mi madre. Viendo series de televisión antiguas y cambiando pañales para adultos. Realmente bonito, ¿no? —Adrián sospechaba que el arma había temblado en su puño. Trató de serenar su mano—. Usted no va a dispararme —dijo Wolfe—. Es más, usted va a aceptar lo que yo quiero, porque de otra manera no lo ayudaré. Y usted necesita ayuda, ¿no, profesor? —dijo esto en un tono burlón y agresivo.
Adrián se mantuvo en silencio. No comprendía por qué el arma no asustaba a Wolfe. Trató de resolver esta ecuación en su cabeza. El arma era el estímulo apropiado: muerte dolorosa y violenta. La reacción debería haber sido de inmediato clara e instantáneamente identificable: miedo desenfrenado y sobrecogedor. Que no fuera así le confundía.
—Así que ha llegado el momento de una pequeña negociación, profesor.
—No hago tratos con personas como usted —respondió débilmente Adrián. Esto era deplorablemente inadecuado, pensó.
—Seguro que sí negocia. En el momento en que llamó a mi puerta, usted estaba vendiendo algo. O tal vez usted quería comprar algo. Sólo tenemos que acordar los términos del intercambio antes de pasar a la mejor parte.
Wolfe parecía demasiado relajado para ser un hombre al que apuntaba una pistola.
—Quiero que me devuelva el ordenador de mi madre. Por razones obvias. El disco duro es mío y sólo mío. Cosas personales. Ahora bien, dígame qué quiere usted, y podremos acordar el precio.
—Tengo que encontrar a alguien.
—Está bien. Contrate a un detective privado.
—Yo soy ese detective privado —respondió Adrián.
Wolfe dejó escapar una risa breve y áspera.
—Usted no tiene aspecto de serlo, salvo por esa pieza de artillería pesada que no deja de mover para todos lados. Para empezar, usted debería saber, profesor, que tiene que poner las dos manos sobre el arma. Eso la estabilizará y le permitirá apuntar con más precisión. —Wolfe sonrió—. Ahí tiene. Una buena información, y ni siquiera le voy a cobrar por eso.
Adrián se debatió entre dos ideas opuestas en su cabeza. Podía bajar el arma, guardarla, empezar a negociar. O podía tratar de amenazar a Wolfe como imaginaba que haría Terri Collins, pero no creía que tuviera la firmeza de la policía para hacer que eso fuera creíble. Estaba atrapado, tratando de considerar sus opciones, cuando escuchó que Brian susurraba: Usa lo que fuiste, y lo que eres, y lo que serás... Eso podría funcionar.
Asintió con la cabeza y sintió que su hermano le ayudaba a estabilizar el arma en su mano. Levantó el arma y apuntó a Wolfe directamente. Apuntó con el cañón y colocó lentamente su dedo sobre el gatillo. Puso un ligero temblor en su voz.
—Estoy enfermo —comenzó a decir Adrián en voz baja—. Estoy muy enfermo. Voy a morirme pronto. Wolfe lo miró con curiosidad.
—Su madre..., ¿cuánto confía usted en ella? ¿Usted cree que sabe lo que está haciendo? Si fuera ella la que agita esta arma de un lado a otro, ¿hasta qué punto estaría usted seguro de que ella no fuera a apretar el gatillo sin querer y hacerle un maldito agujero grande y hermoso en su cara sin saber cómo ni por qué lo ha hecho? E incluso si sólo le pegara un tiro en el estómago y usted tuviera quizá una mínima posibilidad de sobrevivir, ¿cree que ella sabría lo suficiente como para llamar al servicio de urgencias, el 911? ¿O piensa más bien que se pondría a hacer punto y ver la televisión?
Los ojos de Wolfe se entrecerraron y su cara perdió la sonrisa burlona.
—Bien —dijo Adrián lentamente—, lo que yo tengo es algo parecido a lo que tiene su madre. Sólo que es peor. Me induce a hacer toda clase de cosas que son totalmente erráticas y no entiendo del todo por qué las hago. —Adrián habló rápidamente, con un tono de voz que subía y bajaba como una ola—. Por eso hay muchas posibilidades de que en un segundo a partir de ahora olvide por qué estoy aquí y tal vez este cañón, como usted ha expresado con tanta elocuencia, señor Wolfe, se dispare, porque yo habré olvidado por qué lo necesito a usted y solamente recordaré que es un delincuente sexual de campeonato y un pedazo de excremento que merece ir al infierno directamente. Soy exactamente así. Inestable. Como estar sobre la cubierta resbaladiza cuando las olas mueven la nave. Y no tengo mucho tiempo para ir de un lado a otro.
Wolfe pareció retroceder ligeramente. Eso debe hacerle pensar y alterarlo, bufó Brian alegremente. Bien hecho, Audie. Has logrado hacerle perder el equilibrio. Ahora lo tienes cogido.
—Está bien, profesor. —Wolfe hacía cálculos tan rápidamente como Adrián—. Dígame qué necesita.
—Quiero una visita guiada por su mundo. El mundo de la noche.
Wolfe asintió con la cabeza.
—Es un lugar grande. Un lugar enorme, profesor. Tengo que tener más detalles.
—Una gorra rosa —respondió Adrián. Algo disparatado. Pero iba a mantener a Wolfe inquieto. Dio un paso adelante, con el arma a la altura de los ojos, usando ambas manos—. ¿Esto es lo que usted me aconsejaba? —preguntó—. Sí. Ya veo. Ésta parece una manera mucho mejor de sujetar el arma.
Wolfe se puso tenso. Adrián vio una chispa de miedo en su rostro.
—Usted no me matará.
—Probablemente no. Pero parece un riesgo tonto de su parte. —Se produjo un silencio momentáneo en la habitación. Adrián supo lo que el abusador sexual iba a decir después. Realmente sólo había un camino lógico. Y lo que él estaba pidiendo no era tan terrible.
—Está bien, profesor. Hagámoslo a su manera.
Una concesión. Probablemente una mentira, pero Adrián pensó que había logrado mantener el equilibrio de la autoridad en la habitación. Era la casa de Wolfe y estaban entrando en su territorio. Pero el misterio de Adrián—¿cómo de imprevisible era realmente?— venció la practicidad fría y directa del delincuente sexual. Adrián nunca había pensado que fuera particularmente astuto, pero esto lo hizo sonreír. Su demencia mortal era un poco más poderosa que los deseos psicópatas de Wolfe. Adrián pensó que en ese momento sólo tema que poner esos dos elementos juntos.
Adrián empujó el bolso con el ordenador hacia el delincuente sexual.
—Muéstreme —ordenó.
—¿Qué le muestre qué?
—Todo.
Wolfe se encogió de hombros y le hizo un gesto a Adrián señalando el sillón a su lado. El sillón de su madre. Luego cogió el ordenador con ansiedad y puso los dedos sobre el teclado. Adrián pensó en un lanzador de béisbol caminando por detrás del montículo, frotando la dura pelota, preparándose para un lanzamiento crucial.
El tiempo se disolvió en una cascada de imágenes. Eran todas diferentes, y a la vez todas iguales. Razas, edades, posiciones, las perversiones inundaron la pantalla de la televisión, después de que Wolfe conectara algunos cables al ordenador portátil de Rose. Como un maestro que dirige una orquesta, Wolfe le mostró a Adrián el submundo de Internet, un océano interminable y abrumador de sexo. La pasión fingida, todo tenía que ver con lo explícito, nada de relaciones verdaderas. Wolfe era un guía experto. Un Virgilio para todas las preguntas de Adrián. Adrián no supo cuánto tiempo habían estado en eso. Se sentía a la deriva. Y el malestar ante la intimidad explícita que aparecía frente a él se disipó rápidamente. Se sentía helado por la repetición interminable de todo eso.
Wolfe hizo clic en un par de teclas, y las imágenes en la pantalla cambiaron. Una mujer envuelta en apretado cuero negro los miró, invitándolos a una habitación para la sumisión. El coste de admisión era un pago único de 39,99 dólares.
—Observe con atención, profesor —lo orientó Wolfe. Escribió una nueva serie de instrucciones y una segunda mujer vestida de cuero reemplazó a la primera. Estaba ofreciendo el mismo tipo de sumisión, sólo que su precio era de 60 euros y hablaba en francés. Otra serie de rápidos golpes de tecla y una tercera mujer vestida de cuero apareció frente a ellos, ofreciendo en japonés y a cambio de yenes exactamente lo mismo que las otras. La lección no fue ignorada por Adrián.
—Bien, profesor, usted tiene que decirme qué está buscando. Específicamente. —El delincuente sexual sonrió. Evidentemente se estaba divirtiendo. Wolfe fue haciendo clic de un sitio a otro. Niños. Ancianos. Personas gordas. Tortura—.
¿Qué es lo que le intriga, profesor? ¿Qué le fascina? ¿Qué le entusiasma? ¿Qué es lo que tal vez hace que su sangre se altere un poco? Porque sea lo que sea, está por ahí, en algún sitio.
Adrián asintió con la cabeza, pero esta aceptación se convirtió rápidamente en una negativa subrayada con otro movimiento de la cabeza.
—Dígame en qué está interesado usted, señor Wolfe.
Wolfe se movió en su asiento.
—No creo que compartamos los mismos deseos, profesor. Y no creo que usted quiera acompañarme en mi camino hasta tan lejos.
Adrián vaciló. Había usado el arma para llegar hasta donde estaba. Pero cuando miró los ojos de Wolfe, creyó que el delincuente sexual no le dejaría entrar a su propio mundo confidencial, ni siquiera con la amenaza expresada con la pistola. Tiene que haber otro camino, pensaba.
Podía sentir a su hermano detrás, como si Brian estuviera paseando de un lado a otro rápidamente en aquel pequeño espacio, dándole vueltas al dilema en su mente. Podía escuchar el taconeo de los pasos de su hermano que resonaba contra un suelo de madera dura, aunque había alfombras por todos lados en la casa del delincuente sexual. Adrián sintió que Brian se detenía para inclinarse hacia delante y susurrarle algo al oído, como un consejero de la corona.
Tiéntalo, Audie. Sedúcelo.
Eso es más fácil de decir que de hacer.
—Pero ¿cómo? —Debió de haber dicho esto en voz alta, porque vio que la ceja de Wolfe se alzaba en un gesto de sorpresa.
¿Quién de vosotros dos lo sabe?
Adrián asintió con la cabeza.
—Eso tiene sentido —aceptó. No sabe realmente por qué estoy aquí.
—¿Con quién está hablando? —preguntó Wolfe nervioso.
Explícaselo, Audie.
—Le ayudará saber por qué estoy realmente aquí —le respondió Adrián a su hermano.
Wolfe se movió en su asiento. Estaba a menos de un metro de Adrián y la nueve milímetros, pero el arma ya no parecía preocuparlo. Un nerviosismo diferente se deslizó en su voz.