El Profesor (39 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: El Profesor
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—¿Está bien, profe? ¿Necesita un descanso?

—Tengo que encontrar a Jennifer. Jennifer es joven. Dieciséis años. Es hermosa.

—No entiendo —dijo Wolfe—. ¿Ahora me está hablando a mí?

—Jennifer ha desaparecido —continuó Adrián—. Pero está en alguna parte. Tengo que encontrarla.

—Esa Jennifer, ¿es su nieta o algo por el estilo?

—Tengo que encontrarla. Soy responsable. Yo debí haber impedido que se la llevaran, pero no fui lo suficientemente rápido. No me di cuenta de lo que ocurría, señor Wolfe. Estaba exactamente delante de mí, y estuve ciego.

—¿Alguien robó a esa muchacha Jennifer?

—Sí.

—¿Fue por aquí?

—Sí. Justo frente a mi casa.

—¿Y usted dice que la conozco? Eso no tiene sentido. No me dejan ni acercarme a muchachas de esa edad.

—Usted no sabe que la conoce, pero la conoce. Usted está conectado con ella.

—No tiene mucho sentido lo que dice, profesor.

—Sí tiene sentido. Lo que ocurre es que usted no entiende de qué manera. Todavía no.

Wolfe asintió con la cabeza. De algún modo eso parecía razonable.

—Y la policía...

—Están buscando. Pero no saben dónde. Wolfe parecía frustrado y un poco agitado. Señaló el ordenador.

—Y usted cree que está aquí en algún lugar. Adrián asintió con la cabeza.

—Es el único lugar para buscar que ofrece alguna posibilidad mínima de esperanza. Si alguien raptó a Jennifer para usarla y luego matarla, no hay ninguna oportunidad de salvarla. Pero si alguien la raptó para hacer algo..., dinero tal vez..., antes de eliminarla, bueno, entonces...

—Profesor, si esa chica está actuando en películas pornográficas o posando para grabaciones de este tipo, o está involucrada en esta industria, diablos, no hay manera de encontrarla sentados. Una aguja en un pajar. Hay millones de sitios, con millones de chicas, dispuestas a especializarse en lo que sea que a cualquiera se le ocurra pensar, ofreciéndose a hacer cualquier cosa. Todo lo que existe bajo el sol está aquí, en alguna parte. Quiero decir, no hay ninguna manera de encontrarla.

—Ella no va a estar dispuesta, señor Wolfe. No se mostrará deseosa.

Wolfe vaciló, con la boca ligeramente entreabierta. Entonces asintió con la cabeza.

—Eso limita la búsqueda —reconoció.

Adrián miró a su alrededor en la pequeña sala, como si buscara una de las voces para orientarlo, y estaba tratando de precisar qué decir, sin decir demasiado. Cuando habló, lo hizo con una voz baja y feroz.

—Lo tengo. —Redujo su campo de visión para fijarlo intensamente sobre el delincuente sexual. Podía escuchar a Brian que lo alentaba desde el fondo—. Así que usted tiene que mirar fotografías. Es lo único que le queda disponible, ¿no es así, señor Wolfe? Las fotografías no son precisamente como la realidad..., pero por el momento son un sustituto aceptable, ¿no? Y luego usted deja volar su imaginación. Eso le ayuda a controlar las cosas, ¿no, señor Wolfe? Porque usted tiene que ganar tiempo. Usted no puede ir a la cárcel otra vez, no ahora, porque su madre lo necesita. Pero el gran deseo todavía está ahí, ¿no? No puede esconderlo. Así que usted tiene que hacer algo porque esas necesidades simplemente no desaparecen, ¿verdad? Y eso es lo que le proporciona el ordenador. Una oportunidad de fantasear y especular, como para equilibrar un poco las cosas, hasta que algo en su vida cambie y usted pueda volver a hacer lo que quiere hacer. Además, usted no se siente tan mal por esto, porque usted va a su trabajo, ve a su terapeuta y cree que lo tiene completamente convencido, ¿no? Porque ha llegado a la conclusión de que él es muy curioso respecto de todo este sexo oscuro, y usted puede convencerlo de cualquier cosa. Se trata de poder controlar, ¿no, señor Wolfe? En este momento, usted tiene todas estas cosas en su vida bajo control y está esperando el momento adecuado para poder volver a hacer lo que más le gusta por encima de cualquier otra cosa.

Adrián se detuvo. ¡Haz que te lo muestre! Brian estaba furioso, justo a su lado.

—Abra uno de esos archivos personales —ordenó Adrián. El arma apareció otra vez. Pero esta vez parecía brillar en su mano y, si era necesario, estaba decidido a usarla.

Wolfe debió de percibir lo mismo. Su cara expresaba odio, pero era la expresión más débil que había logrado desde que le abrió la puerta a Adrián. Miró el ordenador y luego a la pantalla del televisor. Tocó algunas teclas. Una fotografía de una niña muy joven —tal vez de once años— apareció en la pantalla. Estaba desnuda, mirando esquivamente como si invitara con una mirada perspicaz, una mirada que habría sido profesional en la cara de una mujer con el doble de su edad. Wolfe respiró con fuerza.

—Usted cree que me conoce, ¿no, profesor?

—Conozco lo suficiente. Y usted lo sabe.

Hizo una pausa.

—Hay lugares —explicó lentamente— que satisfacen intereses poco usuales. Lugares muy recónditos. Usted no va a querer explorar esas zonas.

—Pues sí quiero —aseguró Adrián—. Allí es donde estará Jennifer.

Wolfe se encogió de hombros.

—Usted está loco —dijo.

—Lo estoy, es verdad —respondió Adrián—. Tal vez eso sea bueno.

—Si esa chica ha sido secuestrada, profesor, e incluso si está en algún lugar por ahí... —hizo un gesto hacia el ordenador—, sería mejor que pensara que está muerta. Porque eso es lo que ocurrirá tarde o temprano.

—Todos moriremos tarde o temprano —respondió Adrián—. Usted. Yo. Su madre. Para todos llega el momento de morir. Pero éste no es el momento de Jennifer. No todavía. —Dijo esto con una convicción que no se apoyaba en nada que no fuera pura especulación.

Wolfe pareció estar a la vez intrigado y decepcionado, como si las dos sensaciones encontradas lucharan en su interior.

—¿Qué cree usted que puedo hacer yo? —preguntó, aunque la pregunta había estado resonando en la habitación durante toda la noche.

Adrián pudo sentir las manos de su hermano sobre sus hombros, agarrándolo fuerte, empujándolo ligeramente hacia delante.

—He aquí lo que quiero, señor Wolfe. Quiero que use su imaginación. De la misma manera en que lo hace cuando pasa junto al patio de un colegio durante un recreo...

Wolfe pareció ponerse tenso como una soga de la que están tirando.

—Quiero que se ponga en el lugar de otra persona. Quiero que piense qué haría usted si tuviera a Jennifer. Quiero que me diga qué haría con ella, y cómo, y dónde, y por qué. Y quiero que imagine que a su lado hay una mujer. Una mujer joven, que lo ama, y que quiere ayudarlo. —Wolfe escuchaba atentamente—. Y quiero que imagine de qué manera podría hacer dinero con Jennifer, señor Wolfe.

—Usted quiere que yo...

—Quiero que usted sea lo que es, señor Wolfe. Pero con más intensidad.

—Y si lo hago, ¿qué obtengo?

Adrián hizo una pausa, pensando. Dale lo que quiera, sugirió Brian.

—¿Pero qué es eso? —exclamó Adrián. Wolfe volvió a mirarlo extrañado.

Sólo hay una cosa. Es lo que todos los que son como él quieren, dijo Brian con seguridad.

Privacidad, pensó Adrián.

—Lo que no voy a hacer es contarle a la detective lo que usted está haciendo. Y no le diré nada sobre el ordenador de su madre. No le diré nada a nadie sobre eso. Y después de que usted encuentre a Jennifer para mí, puede volver a ser quien realmente es y esperar el día en que usted haya conseguido engañar a todo el mundo y ya nadie le preste atención.

Wolfe sonrió.

—Creo, profesor, que finalmente hemos llegado a un acuerdo con el precio.

Capítulo 30

Terri Collins pasó la mañana atrapada entre las imágenes en blanco y negro, con grano, de una cinta de vídeo de seguridad de la estación de autobuses y escuchando las confusas mentiras de un par de estudiantes de segundo año de universidad que trataban sin éxito de dar explicaciones por los ordenadores, televisores y Playstations que habían sido descubiertos en la parte de atrás de su automóvil por un policía espabilado. Los había detenido por exceso de velocidad. ¿Qué clase de ladrones idiotas se alejan del lugar del robo corriendo irreflexivamente por encima de los límites permitidos de velocidad?, se preguntó ella. Había tenido que separar a los dos jóvenes, interrogarlos repetidas veces y esperar a que sus historias dejaran de coincidir, lo cual era inevitable que ocurriera.

La estupidez inherente de estos robos la aburría. Sabía que tarde o temprano uno de los dos hombres —casi eran unos niños— abandonaría al otro y dejaría al descubierto todo el estúpido plan. Iban a pasar una o dos noches en la cárcel, y luego el sistema jurídico encontraría alguna manera de liberarlos. Pero iban a tener que dar algunas explicaciones a la familia y a sus futuros empleadores. Esto entraba directamente en la categoría de la mala suerte de todos los inexpertos, pensó. Aceleró el papeleo.

La sacó por un rato de las imágenes de ese vídeo que la fascinaba y la molestaba profundamente, tanto por lo que mostraba como por lo que no mostraba.

Principalmente: nada sobre Jennifer.

Había necesitado una serie de llamadas para dar con la persona que había encontrado la tarjeta de crédito de la madre de Jennifer en Lewiston, en Maine, y llamar a la seguridad de Visa. Aquella estudiante universitaria contaba una historia que tema poco sentido pero que era indudablemente verdadera. La estudiante había estado en Boston con dos compañeras de habitación y un amigo visitando a unos viejos amigos del instituto de secundaria. Habían tomado un autobús nocturno de regreso a su propio instituto. Perfectamente normal.

El relato se apartaba de lo racional cuando la estudiante contó que había encontrado la tarjeta de crédito ajena en su mochila. No reconoció el nombre en la tarjeta. Cómo había llegado al bolsillo exterior de su mochila seguía siendo un misterio para ella.

La mayoría de los jóvenes universitarios simplemente la habría tirado en cualquier parte, pero ésta se había tomado la molestia de llamar al número de seguridad de 24 horas impreso en la tarjeta. El departamento de seguridad del banco emisor, a su vez, llamó a Mary Riggins.

El billete de autobús que habían comprado con la tarjeta era para ir a Nueva York. La Meca de los chicos que escapaban de casa en la Costa Este. Para la detective eso no tenía sentido. ¿Por qué no tirar la tarjeta simplemente? ¿Un error? Entonces pensó: Despistar. Alguien había calculado el riesgo de usar la tarjeta y había valorado lo fácil que habría sido sólo informar de manera anónima acerca de la tarjeta robada. Podía haber usado un nombre falso y un teléfono público después de comprar ese billete para Nueva York. Visa simplemente le habría dicho que la destruyera y habría anulado el número. Pero quienquiera que esta persona fuera, quería retrasar las cosas.

Preguntó tres veces a la estudiante universitaria si ella o alguno de sus amigos recordaba haber visto a una adolescente de las características de Jennifer en la estación de autobuses. La respuesta siempre fue que no.

—¿Viste a alguien más? ¿Alguien que llamara la atención? ¿Alguien sospechoso?

No. No. Y no.

La imaginación de Terri se revolvía. Sintió que detrás de su fría resolución de detective se escondía una oleada de preocupación. Una rara combinación se había producido en su imaginación. Ese día había pasado tanto tiempo hablando con el más tonto de los delincuentes, y ahora se preguntaba si no estaba, en realidad, tratando con el más inteligente de los delincuentes.

La cinta de seguridad carecía de claridad. El ángulo de grabación, desde muy arriba, realmente no se prestaba para la precisión. Lo que podía ver era a un hombre que usaba el quiosco de autoservicio a la hora en que la transacción estaba marcada en el billete de autobús. No era identificable por las imágenes capturadas por la cámara, aunque organismos policiales más sofisticados tenían equipos para mejorar fotos que podían darle una visión mucho más clara.

En una imagen posterior, vio al mismo hombre sentado aparte, esperando el autobús. Agachado. La gorra hacia delante, dando sombra a su rostro. En pocas palabras, un hombre que sabía que lo estaban filmando y tomaba medidas para evitar ser reconocido actuando al mismo tiempo de una manera que no llamara la atención.

Vio un trío de estudiantes, que ella supuso que eran los viajeros de Maine, que se ponían en la fila delante de la venta de billetes. Vio a un hombre diferente —podía distinguir una barba, pero el otro hombre estaba afeitado— que se deslizó por detrás. Este hombre en realidad no se dirigía al despacho de venta de billetes. Se apartó, pero no para dirigirse a una ventanilla con menos gente o a una máquina expendedora automática. Hasta donde podía distinguir, salió de la estación por la entrada del frente, no por el área de carga trasera. El hombre no llevaba ningún bulto, salvo una pequeña mochila en el hombro.

Terri volvió a pasar toda la cinta. No vio a Jennifer.

La revisó atentamente, tratando de memorizar cada imagen del primer hombre y luego del barbudo, el segundo hombre. Comparó su físico, la manera de caminar, la manera en que cargaban los hombros y cómo ambos se escondían debajo de sus gorras. Trató de imaginar al hombre que Adrián le había descrito. No había elementos suficientes como para estar segura de que el hombre en el vídeo de seguridad en blanco y negro con mucho grano y el hombre vislumbrado en la calle eran la misma persona.

Pero, insistió en su mente, cualquier otra conclusión era disparatada.

Terri dejó de lado el informe de robo con allanamiento de morada y reunió toda la información que tenía sobre la desaparecida Jennifer. Era un revoltijo de piezas sueltas, menos parecido a un rompecabezas que a los restos de un accidente de avión, donde los investigadores juntan todo aquello que no ha sido destruido, lo que está retorcido y con marcas de quemaduras y lo que es reconocible, que pueda indicarles algo concreto acerca de lo que ocurrió.

Una adolescente rebelde que se ha fugado.

Un anciano.

Una camioneta de reparto quemada.

Ninguna petición de rescate.

Ningún uso del teléfono móvil.

Un billete de autobús hacia ningún lugar.

Un hombre que se disfraza en el lugar donde Jennifer debía haber estado.

Terri se movió en su asiento. Podía sentir que su escepticismo de detective se alejaba de ella. Hay un sentido especial de la desesperación que afecta a los detectives de la policía cuando se dan cuenta de que se enfrentan al peor tipo posible de delito, el que implica el anonimato y la maldad. Los delitos se resuelven debido a las conexiones —alguien ve algo, alguien sabe algo, alguien dice algo, alguien deja algo en la escena del crimen— y al final emerge una imagen bien definida. Siempre hay alguna conexión elemental que define el rumbo del detective.

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