Authors: John Katzenbach
* * *
Jennifer salió apresurada de su clase de Tendencias Sociales en la Poesía Moderna y cruzó rápidamente al otro lado del campus. Todos los jueves cumplía con una rutina establecida, y aunque sabía que iba a haber algunos cambios esta última vez, quería asegurarse de atenerse a ella lo máximo posible.
Su primera parada fue en un pequeño puesto de flores en el centro del pueblo, donde compró un ramo barato de flores variadas. Siempre escogía los colores más brillantes, más vibrantes, incluso en pleno invierno. Ya hiciera mucho frío o estuviera soleado y templado como era aquel particular comienzo de verano, quería que el ramo se destacara.
Recibió las flores de la agradable vendedora, que la conocía gracias a sus muchas visitas, pero nunca le había preguntado por qué compraba flores con tanta regularidad. Jennifer sólo supuso que la mujer había visto por casualidad dónde las dejaba. Regresó rápidamente afuera, al sol de media tarde, dejó caer las flores sobre el asiento de su automóvil y atravesó el pueblo para dirigirse a las oficinas centrales de la policía.
Por lo general siempre había sitio para aparcar cerca, y las pocas veces en que las calles habían estado atestadas, los oficiales de guardia le habían hecho señas para que entrara en el aparcamiento privado de la policía. Aquel último día tuvo suerte y encontró fácilmente una plaza libre, justo delante de la entrada al moderno edificio de ladrillo y cristal. No se molestó en poner monedas en el parquímetro, simplemente bajó de un salto con las flores en sus manos.
Cruzó la ancha acera hacia la puerta de entrada. Justo fuera había una enorme placa de bronce colocada de manera muy visible sobre la pared. Tenía una estrella dorada arriba que reflejaba los rayos del sol, y resaltaba la inscripción en relieve:
En memoria de la detective Terri Collins.
Muerta en cumplimiento del deber.
Honor. Dedicación. Devoción.
Jennifer puso las flores debajo de la placa y permaneció allí un momento en silencio. A veces recordaba a la detective sentada delante de ella con ocasión de alguna de sus frustradas fugas, tratando de explicarle por qué eso de escaparse no era una buena idea, cuando en realidad ella misma claramente no lo creía. Le decía a Jennifer que había otras salidas. Que sólo tenía que buscarlas con ahínco. Eso era cierto, tal como Jennifer había aprendido en los tres años que habían pasado desde que la detective había muerto al rescatarla. A menudo susurraba ante la placa:
—Estoy haciendo exactamente lo que usted dijo, detective. Debí haberle hecho caso. Usted siempre tuvo razón.
Más de un oficial de policía la había oído por casualidad decir esto, o algo similar, pero ninguno jamás la había interrumpido. A diferencia de la florista que la esperaba los jueves, ellos sabían por qué Jennifer estaba allí.
* * *
—Es jueves, debe de ser día de poemas —dijo la enfermera en un tono musical, amistoso y acogedor. Levantó la vista de los papeles y de la pantalla del ordenador en la mesa principal. Estaba justo al lado de las amplias puertas de un chato y poco atractivo edificio, cerca de una de las calles principales que conducían al pequeño pueblo universitario. Las puertas habían sido diseñadas para dejar pasar sillas de ruedas y camillas, y estaban equipadas con cerraduras eléctricas que se abrían con un zumbido cuando alguien presionaba el botón adecuado.
—Sin la menor duda —respondió Jennifer, sonriendo a su vez.
La enfermera asintió y sacudió la cabeza, como si hubiera algo de felicidad y a la vez de tristeza en la llegada de Jennifer.
—¿Sabes, querida? Tal vez él ya no comprenda demasiado, pero realmente espera con ansiedad tus visitas. Me doy cuenta. Simplemente parece estar un poco más atento los jueves, esperando que llegues.
Jennifer se detuvo. Giró por un segundo y miró afuera. Podía ver la luz del sol que caía por entre las ramas de los árboles que se balanceaban con la brisa, con el verde intenso de sus hojas luchando contra las ráfagas de viento sin llegar a esconder del todo el cartel delante del edificio: «Centro Valle de Internamiento Prolongado y Rehabilitación».
Volvió a mirar a la enfermera. Sabía que todo lo que le decía era mentira. No estaba un poco más atento. Se estaba deteriorando cada vez más, semana tras semana. No, pensó Jennifer, con cada hora que pasa se pone peor.
—Yo también me doy cuenta —replicó, sumándose a la mentira.
—¿Y... a quién has traído para la visita de hoy? —preguntó.
—W. H. Auden y James Merrill —respondió Jennifer—. Y Billy Collins, porque es muy gracioso. Y un par más, si tengo tiempo.
La enfermera probablemente no reconocía a ninguno de los poetas, pero actuaba como si cada una de esas elecciones fuera la más adecuada a las circunstancias.
—Está allí, en el jardín de atrás, querida —le informó.
Jennifer conocía el camino. Saludó con la cabeza a otros miembros del personal con los que se cruzó. Todos la conocían como la chica de la poesía de los jueves y su regularidad era más que suficiente para que ellos la dejaran absolutamente tranquila.
Encontró a Adrián sentado en una silla de ruedas, en un rincón a la sombra. Estaba ligeramente inclinado de la cintura para arriba, como si estuviera observando algo exactamente frente a él, aunque el ángulo de su cabeza le indicó a Jennifer que no podía ni siquiera ver la hermosa luz del sol de la tarde. Le temblaban las manos y los labios, como si fueran síntomas de párkinson. Su pelo estaba ya totalmente blanco, ralo y enredado. El buen estado físico en el que en otro tiempo había confiado se había desvanecido hasta desaparecer. Sus brazos eran como palos, sus piernas delgadas se movían nerviosamente. Estaba esqueléticamente flaco, y no había sido afeitado, de modo que el gris de la barba crecida oscurecía sus mejillas hundidas y la barbilla. Sus ojos eran opacos. Si reconocía a Jennifer, no había manera de que ella pudiera darse cuenta.
Buscó una silla y la puso cerca del viejo profesor. Lo primero que dijo fue:
—Voy a obtener la más alta calificación en mi especialidad..., no, en nuestra especialidad, profesor. Y el próximo año será lo mismo. Seguiré con eso todo el tiempo que sea necesario, y todo lo que usted empezó, yo lo voy a terminar, se lo prometo.
Había dado vueltas en su cabeza a este discurso durante varios días. No le había dicho estas cosas antes. Principalmente, se había ocupado de decirle las cosas más simples, como que había terminado secundaria en el instituto y que había entrado a la universidad, y luego le contaba acerca de los cursos que estaba siguiendo y lo que pensaba de los profesores que alguna vez habían sido sus colegas. A veces le hablaba de un nuevo novio o de algo tan simple como el nuevo trabajo de su madre y sobre lo bien que se había recuperado después de romper su relación con Scott West.
Pero sobre todo le leía poesías. Había llegado a ser muy buena en la entonación, el ritmo y el lenguaje. Encontraba sutilezas en los versos y las capturaba para ofrecérselas al anciano, aun cuando sabía que él ya no podía escuchar ni comprender nada de lo que ella dijera. Jennifer sabía que lo importante era el hecho de decirlo.
Extendió la mano y cogió la de él. La sintió fina como papel. Había hecho algunas investigaciones y las había confirmado en conversaciones con el personal del centro de rehabilitación. El profesor Thomas estaba simplemente deslizándose de manera inexorable hacia la muerte. No había nada que nadie pudiera hacer para aliviar su tortura, salvo contar con la esperanza de que, a medida que sus funciones cerebrales se fueran desvaneciendo, él no padeciera ningún dolor.
Ella sabía que él sufría. Sonrió al hombre que la había salvado.
—Pensaba que hoy tal vez estaría bien un poco de Lewis Carroll, profesor. ¿Le gustaría? —Un pequeño hilo de baba apareció en la comisura de los labios. Jennifer cogió un pañuelo de papel y lo limpió con mucha delicadeza. Pensaba que el había estado demasiado cerca de la muerte; la terrible enfermedad y las graves heridas del tiroteo tendrían que haberlo matado, pero no había sido así, aunque le habían dejado lisiado. No parecía justo.
Metió la mano en su mochila y sacó un libro de poemas. Echó una mirada rápida a su alrededor. Algunos pacientes en sillas de ruedas estaban siendo empujados por el jardín cercano, admirando las flores dispuestas en hileras, pero en la terraza los dos estaban solos. Jennifer pensó que no iba a tener un mejor momento para leerle al profesor. Abrió el libro, pero las primeras líneas las dijo de memoria:
—«Brillaba, brumeando negro, el sol; agiliscosos giroscaban los limazones».
El libro de poesía era grueso —una recopilación de generaciones de poetas ingleses y estadounidenses— y ella había deslizado una pequeña jeringuilla entre sus páginas. La jeringuilla había sido cogida hacía seis meses en una visita al servicio médico del campus, con un simple juego de manos mientras tosía declarando un falso caso de bronquitis.
La jeringuilla estaba llena con una mezcla de fentanilo y cocaína. La cocaína había sido obtenida fácilmente de uno de los muchos estudiantes que «trabajaban» para seguir en la universidad. El fentanilo fue más difícil de conseguir. Era una droga fuerte para enfermos de cáncer, un narcótico que se usaba para ocultar la dureza de la quimioterapia. Le había llevado algunos meses hacerse amiga de una muchacha que vivía en su mismo piso, cuya madre estaba sufriendo un cáncer de mama. En una visita de fin de semana a su casa en Boston, Jennifer se las había arreglado para robar media docena de pastillas de un botiquín. Eso era más que una dosis letal. Le iba a detener el corazón en pocos segundos. Se había sentido muy mal por el robo y por traicionar la confianza de su nueva amiga. Pero era inevitable. Tenía una promesa que cumplir.
Siguió recitando mientras subía la manga del profesor.
—«¡Cuídate del Galimatazo, hijo mío! ¡Guárdate de los dientes que trituran y de las zarpas que desgarran!». —Jennifer echó una última mirada a su alrededor para asegurarse de que nadie viera lo que estaba haciendo.
—«¡Zis, zas y zas! ¡Una y otra vez zarandeó tijereteando el gladio vorpal!».
No tenía experiencia en poner inyecciones, pero no creía que eso fuera un problema. El profesor ni se movió cuando la aguja traspasó su carne y encontró una vena.
* * *
Nada quedaba de la imaginación de Adrián salvo un gris opaco. Podía ver una luz difusa, podía escuchar algunos sonidos, entendía ciertas palabras incomprensibles que resonaban dentro de una de sus partes escondidas por la enfermedad. Pero todas esas cosas, que juntas habían hecho de él lo que era, estaban en ese momento dispersas y rotas. Y de todos modos, súbitamente, todas las aguas opacas en su interior parecieron juntarse como una ola, y se las arregló para levantar la cabeza apenas un poquito, y ver figuras que a gran distancia le hacían señas. La enfermedad y la edad quedaron de lado, y Adrián avanzó corriendo. Estaba riéndose.
* * *
—«¡¿Y hazlo muerto?! ¡¿Al Galimatazo?! ¡Ven a mis brazos, mancebo sonrisor! ¡Oh día fabuglorioso! ¡Aleluya! ¡Aley!».
Jennifer observaba atentamente, su mano en el pulso del anciano. Se desvaneció. Cuando estuvo completamente segura de que lo había liberado tal como él la había liberado a ella, cerró el libro de poesía. Se agachó, le besó en la frente y repitió en voz baja:
—«¡Oh día fabuglorioso! ¡Aleluya! ¡Aley!».
Volvió a poner la jeringuilla y el libro de poesía en su mochila y luego empujó la silla del profesor hasta un sitio luminoso en la terraza y lo dejó allí. Le pareció que se le veía sereno.
Al salir, le dijo a la enfermera de guardia:
—El profesor Thomas se ha quedado dormido al sol. No he querido molestarlo.
Pensó que era lo menos que podía hacer.
Fin