El Profesor (18 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: El Profesor
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Terri suspiró profundamente. Deberías alejarte de esto ahora mismo, pensó. Dale el caso a otro policía y aléjate, porque no vas a ver las cosas con claridad. Eso estaba bien, pero estaba mal al mismo tiempo. De alguna manera no del todo definida, había llegado a pensar que Jennifer era su responsabilidad. No sabía por qué pensó eso, pero lo pensó, y no estaba dispuesta a pasarle el caso a otro y olvidarse del asunto.

Llena de ideas contradictorias acerca de lo que debía hacer, escribió un rápido correo electrónico a su jefe, con una copia al supervisor de turno: «Algunas pruebas que están siendo analizadas señalan que éste no es un caso rutinario de fuga. Se necesita investigación adicional. Es posible que se trate de un caso de secuestro. Le pondré al corriente con más detalle en cuanto reúna más información. Se necesita evaluación posterior».

Firmó el correo electrónico con su nombre, pero antes de enviarlo se lo pensó mejor. No quería alarmar al jefe, al menos no por el momento. También estaba preocupada por que alguna información pudiera filtrarse a la prensa local, pues si eso ocurría de inmediato los canales de televisión, periodistas y fanáticos de los blogs de crímenes se amontonarían frente a las oficinas de la policía exigiendo entrevistas y novedades, y les impedirían conseguir algo importante..., incluyendo la recuperación de Jennifer. Si es que eso era posible.

Pensó en todos los cartones de leche con publicidad, en los sitios web sobre niños perdidos y secuestrados, en los reportajes de televisión, los titulares de periódicos y en que nada de eso logra recuperarlos. Terri respiró hondo. Generalmente, no. Pero a veces... Se detuvo. No era bueno caer en especulaciones en un sentido u otro mientras no supiera con certeza a qué se estaba enfrentando.

Borró «Es posible que se trate de un caso de secuestro» del correo electrónico. Sabía que tenía que encontrar algo concreto. Sabía cuál sería la primera pregunta de su jefe: «¿Cómo puedes estar segura?».

Había mucho más que hacer en el ordenador. Tenía que tomar los pocos detalles de los que disponía y compararlos con otros delitos en busca de semejanzas. Tenía que hacer una revisión minuciosa de todos los delincuentes sexuales conocidos dentro del triángulo que había identificado. Tenía que ver si había algún informe de abusos sexuales no esclarecidos en la zona. ¿Había falsas alarmas? ¿Algún padre había llamado a las fuerzas de seguridad locales quejándose de que un hombre sospechoso recorría el vecindario? Terri sabía que se enfrentaba a mucho trabajo de investigación, que tenía que ser manejado de manera rápida y eficiente.

Porque si Jennifer había sido secuestrada, el reloj estaba funcionando. Si es que tenía la suerte de que hubiera un reloj. Tal vez era sólo un caso de violación prolongada seguida de homicidio. Eso era lo que ocurría generalmente. Desaparecida, luego usada y por último muerta. Trató de no pensar en eso. Pero había habido dos personas en esa furgoneta. Eso fue lo que el anciano dijo que vio. Eso sencillamente no tenía sentido para ella. Los hombres que cometían abusos sexuales trabajaban solos, tratando de crear en torno a sus deseos tanta oscuridad y niebla como pudieran.

Se movió un poco en su asiento. Tal vez en Europa o en América Latina había secuestros que formaban una parte organizada del comercio internacional del sexo, pero no en Estados Unidos, y menos aún en los pueblos universitarios de Nueva Inglaterra. ¿Qué opciones tenía?

Terri pensó en Mary Riggins y Scott West y supo que no serían de ninguna ayuda. Scott seguramente iba a complicar las cosas con más opiniones y exigencias de las que ya había planteado. Mary seguramente iba a caer en un estado de pánico mayor apenas escuchara la palabra «violador». Sólo quedaba un camino que seguir.

No sabía cuál era el problema con Adrián Thomas. Se parecía un poco a una luz que parpadea. Reprodujo en su mente sus impresiones sobre él: parecía distraído, como si estuviera desconectado de la habitación en la que estaba y de la historia que le contaban, como si estuviera en otro lugar. Decididamente algo no le funciona bien, pensó. Tal vez simplemente está viejo y así es como nos vamos a ver todos algún día. Mientras recogía sus cosas y decidía hacer una visita al profesor, pensó que ésa era una idea caritativa en la que en realidad no creía.

Capítulo 16

Pensó: Fueron realmente terribles.

Por supuesto, la palabra «terrible» apenas reflejaba lo que en efecto habían hecho. Ese término era aséptico. Adrián miró detenidamente las distintas fotografías de Myra Hindley e Ian Brady que adornaban la cubierta de la Enciclopedia del crimen que Roger Parsons le había prestado. Estaba tan fascinado como asustado. El libro contenía tantos detalles horrendos que se volvían insignificantes, casi rutinarios, al estar agrupados en un implacable volumen. Esta víctima fue asesinada con un hacha. Los gritos de la víctima fueron grabados en cinta. Tomaron fotografías pornográficas. La niña fue abandonada en una tumba poco profunda en Moors. Leer las descripciones era como atravesar un campo de batalla. Si uno ve un cuerpo muerto, es algo espantoso e impresionante, algo de lo cual resulta difícil apartar los ojos. Si uno ve cien, comienzan a no significar nada.

Como cualquier buen científico, Adrián se había sumergido en su tema. Estaba encantado de que esa capacidad de absorber mucho en corto tiempo todavía no lo hubiera abandonado, como tantas otras de sus capacidades intelectuales. Después de pasar gran parte de la noche y la mañana siguiente rodeado de libros y haciendo averiguaciones con el ordenador, Adrián sabía que podía hablar de manera inteligente sobre las curiosas conexiones en las asociaciones criminales formadas por un hombre y una mujer. ¿Qué es lo que el amor nos empuja a hacer?, se preguntó. ¿Cosas maravillosas? ¿O cosas horribles?

Al mismo tiempo esperaba que nadie llegara y le pidiera sumar seis más nueve o le preguntara cuál era el día de la semana, la semana del mes o el mes del año, o incluso en qué año estaba, porque dudaba de poder responder correctamente, aun cuando tuviera la ayuda invisible y sutil de alguien a quien había amado alguna vez y que ya estaba muerto. Los fantasmas, pensó Adrián, eran útiles, pero sólo hasta cierto punto. Todavía no estaba seguro de en qué medida la información que compartían podría resultar práctica.

Tenía todavía la suficiente inteligencia como para saber que toda alucinación provenía de la memoria, de la experiencia, de la proyección de algo que Cassie o Brian u otra persona podría haberle dicho alguna vez, o de lo que ellos podrían decir en ese momento si estuvieran con vida. Comprendía que todas esas cosas que parecían reales eran en realidad procesos químicos que reaccionaban entre sí dentro de sus propios lóbulos frontales, haciendo cortocircuitos y ruidos de fondo, pero de todas maneras parecía que estaban ayudando, que era todo lo que se les pedía.

Una voz interrumpió su ensoñación:

—¿Qué es lo que dicen?

Adrián miró al otro lado del despacho y vio a Cassie en la puerta. Parecía pálida, vieja, magullada. Había tristeza detrás de sus ojos, una mirada que él recordaba de los días anteriores a su accidente, cuando estaba distraída por la pena. La Cassie sexy, esbelta y seductora de sus primeros años juntos había desaparecido. Esta era la mujer cansada y enferma que desesperadamente necesitaba que le llegara la muerte. Verla de esta manera hizo que Adrián contuviera la respiración y extendiera la mano, deseoso de encontrar alguna manera de consolarla, cuando sabía que ni siquiera una sola vez en los meses finales que pasaron juntos había podido ofrecerle tal cosa.

Podía sentir sus propias lágrimas y, por lo tanto, hizo caso omiso de su pregunta y trató de decir algo que pensaba que debía haber dicho antes de que ella muriera. O tal vez lo había dicho cien veces, pero nunca encontró eco.

—Cassie —le dijo lentamente—, lo siento tanto... No había nada que tú o yo, ni nadie, pudiera hacer. El estaba haciendo exactamente lo que quería hacer...

Ella rechazó esta excusa con un solo gesto de su mano.

—Odio eso —replicó enérgicamente—. La mentira de «No se podía hacer nada». Siempre hay algo que alguien podría haber dicho o hecho. Y Tommy siempre te escuchaba a ti.

Adrián cerró los ojos. Sabía que si los abría, se iban a dirigir de manera automática a la esquina de la mesa en la que había otra fotografía: su hijo con toga y birrete, el soleado día de su graduación, las paredes cubiertas de hiedra en segundo plano. Todo era esperanza.

Oyó la voz de Cassie que se lanzaba por el camino de los recuerdos dolorosos. Lentamente se abrió hacia ella. Era insistente y enérgica, como siempre que sabía que tenía razón. A él rara vez le había molestado eso. Consideraba que era su derecho como artista. Quien sabía dónde poner la primera línea inequívoca de color sobre un lienzo en blanco —algo que él siempre había sido demasiado tímido como para siquiera intentarlo— tenía derecho a expresar sus opiniones de manera dramática.

—Todos esos libros y consultas con el ordenador, ¿qué es lo que dicen? —volvió a preguntar.

Adrián se ajustó las gafas de ver de cerca que estaban en el extremo de su nariz. Ésa era una idea académica de lo que significa actuar.

—Dice que juntos mataron a cinco personas. —Vaciló—. Cinco personas que el puesto de la policía inglesa rural consiguió identificar. Podrían haber sido más. Ocho era el número que algunos criminalistas consideraban más exacto. Los periódicos, al ocuparse del tema —fue durante 1963 y 1964—, lo llamaron «el fin de la inocencia».

—¿Personas?

Adrián sacudió la cabeza.

—No, tienes razón. Tengo que ser más concreto: muchachas. Entre doce y dieciséis o diecisiete años.

—Ésa es casi la edad de Jennifer.

—Correcto. Pero es una coincidencia, espero.

—Cuando enseñabas, odiabas las coincidencias y jamás creías que realmente se dieran. A los psicólogos les gustan las explicaciones, no las coincidencias casuales.

—Tal vez a los freudianos.

—Adrián, tú lo sabes.

—Lo siento, Cassie. Se suponía que eso era una broma. —Le sonrió lánguidamente a su esposa muerta. Se había quedado apoyada en la puerta, como solía hacer cuando no quería perturbarlo en su trabajo, pero de todas maneras tenía una pregunta que necesitaba respuesta. Ella se quedaba en ese espacio de transición, como si lo que le preguntara desde ahí le molestara menos por venir desde una cierta distancia—. ¿No vas a entrar? —le preguntó. Con un gesto señaló un asiento.

Cassie sacudió la cabeza.

—Tengo mucho que hacer.

Él debió de parecer un tanto consternado, porque el tono de ella se ablandó.

—Audie —dijo lentamente—, sabes bien que no queda mucho tiempo. Ni para ti ni para Jennifer.

—Sí —coincidió—. Lo sé. —Vaciló—: Es sólo que...

—¿Sólo qué?

—Se trata de convertir la información en acción. Estos dos, Hindley y Brady, «los asesinos de Moors», tropezaron cuando trataron de atraer a otra persona a su perversión y el tipo al que querían asociarse llamó a la policía. Mientras fueron sólo ellos dos, retroalimentándose el uno al otro, estaban seguía ros de verdad. Fue justo cuando trataron de impresionar a otra persona, alguien que resultó ser ligeramente menos perverso y homicida que ellos, cuando fueron atrapados.

—Continúa... —pidió Cassie. Su cara mostraba una pequeña sonrisa, apenas un ligero movimiento hacia arriba de las comisuras de los labios. Lo estaba empujando hacia delante. Adrián sabía que así era como se comportaban ambos en su relación. La artista hacía que la cabeza de él saliera de las nubes académicas, que encontrara una aplicación práctica a todo su trabajo de laboratorio. Adrián sintió una corriente de pasión. ¿Por qué no habría amado a la mujer que hacía que lo que él imaginaba fuera relevante? Las emociones lo inundaron, y como en tantas conversaciones después de cenar en el jardín trasero, o reunidos delante de la chimenea, retomó el ritmo:

—La dinámica psíquica de las parejas homicidas es difícil de entender. Evidentemente hay un componente sexual abrumador. Pero la conexión parece más profunda. Eso es lo que estoy tratando de comprender. Estas relaciones consisten en un equilibrio de poder que sólo tiene sentido, aparentemente, si se procesan esas relaciones, se habla de ellas, se ponen en cuestión... Por lo menos parece que funcionan así. Pero aparte de eso, Cassie, existe esa especie de acción de habilitación. Quizá el macho no haría lo que hace sin una mujer junto a él que le dé una cierta idea de qué es realmente aterrador. Va más allá de la autorización..., se trata de llevar algo a un lugar muy profundo y oscuro.

Cassie resopló, pero su sonrisa no se borró. Permaneció en la puerta, pero hizo un gesto señalando los libros.

—No intelectualices, Adrián —dijo. Otra vez, él se vio forzado a sonreír. El eco del tono de voz de ella resonó por encima de todos los años que habían pasado juntos—. Ésta no es una situación académica. No hay que entregar ningún ensayo escrito, ni hay que dar una conferencia al final. Sólo hay una muchacha joven que vivirá o morirá.

—Pero tengo que comprender...

—Sí. Pero sólo para que puedas actuar —sentenció Cassie.

Él asintió con la cabeza y luego le hizo una seña.

—Entra —susurró Adrián—. Hazme compañía. Este asunto... —movió la mano hacia la enciclopedia— me asusta.

—Debe asustarte. —Cassie se quedó en la puerta. —Este caso... ocurrió allá por los años sesenta...

—¿Y qué? ¿Qué ha cambiado?

Él no respondió. Sin embargo, pensó: Somos menos ingenuos de lo que éramos entonces.

Pareció como si Cassie le hubiera escuchado, hubiera percibido de alguna manera lo que él había pensado, porque rápidamente lo interrumpió:

—No. Las personas no han cambiado. Sólo los medios han cambiado.

Adrián estaba exhausto, como si conocer a fondo una serie de asesinatos lo fuera agotando poco a poco.

—¿Cómo convierto un tipo de comprensión..., me refiero a los libros..., en el tipo de conocimiento que sirva para encontrar a Jennifer? —quiso saber.

Cassie sonrió. Él pudo ver que su cara se suavizaba.

—Ya sabes a quién tienes que preguntárselo —le dijo.

Adrián se balanceó un poco en su asiento, y supo que ella se refería a Brian. Se preguntó de qué manera exactamente podía convocar a una de estas alucinaciones cuando necesitara una guía en la dirección correcta.

Echó un vistazo a todo el material reunido sobre homicidios y de pronto lo apartó, no demasiado lejos, sólo unos centímetros sobre la mesa, como si pudiera evitar la infección no tocándolo. Se volvió hacía una estantería, y pasó la mano sobre textos y guías de estudio de una de las baldas de poesía. En las muchas estanterías distribuidas por la pequeña casa en cada habitación había al menos una balda dedicada a libros de poesía, porque realmente nunca sabía cuándo iba a necesitar una inyección de elocuencia.

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