Si alguno de los que atravesaban las puertas hubiera necesitado respirar, la presión lo habría sofocado antes de dar siquiera una docena de pasos. En el aire había un zumbido constante. No se trataba de un entramado de plegarias como en el Plano del Olvido, sino de un telón rechinante de maldiciones y de gritos de angustia. Cerca de las puertas había tal ruido que nadie podía pensar en hablar como no fuera a gritos. Por fortuna, las piedras marrones retorcidas, que alcanzaban una altura de diez pisos y que impedían ver más allá, amortiguaban el sonido mientras la multitud se aproximaba al centro de la ciudad.
Gwydion fue perdiendo la noción del tiempo a medida que se encaminaba junto con todos los demás hacia el corazón de la Ciudad de la Lucha. Sólo la curación constante de su mandíbula marcaba el paso del tiempo.
Sentía que los huesos se iban recomponiendo y que dientes nuevos se abrían paso a través de las doloridas encías. El dolor todavía seguía atenazándolo, le nublaba la vista y le impedía pensar coherentemente, pero se había reducido a un dolor constante y pulsante. Gwydion se preguntaba torpemente si su capacidad para sentir una agonía tan mundana se habría visto mermada. Después de todo, el dolor de los pinchos que se le clavaban en las muñecas también se había hecho más leve. No obstante, en lo más íntimo, el mercenario no era tan tonto como para pensar que después de esto sería inmune a la tortura. Sus captores se encargarían de inventar nuevos tipos de dolor cuando los clásicos no le hicieran efecto.
Por fin la multitud atravesó el puente viviente que salvaba la negra y gorgoteante putrefacción del río Slith y se vertió por las puertas abiertas del gran palacio situado en el centro de la necrópolis. Contenidas por murallas defensivas recién construidas con el diamante más puro, las sombras tuvieron ocasión de descansar. Muchos de los condenados se desplomaron, exhaustos por la marcha, no así Gwydion el Veloz, que, no afectado por la maratón, contemplaba las alturas sombrías del Castillo de los Huesos.
La torre se alzaba imponente en el cielo rojo. Las plantas inferiores estaban hechas de calaveras que miraban con ojos vacíos hacia el patio. Más arriba, otros huesos se iban incorporando a la arquitectura formando fantásticas estructuras en espiral en torno a las ventanas y vigorosos contrafuertes en los balcones. Los engendros alados usaban esos balcones para entrar al palacio o para lanzarse hacia la niebla que se arremolinaba en torno a los pisos superiores. Todavía más arriba, la cima dentada de la torre desaparecía en un denso magma de humo y niebla.
—Adelante —rugió Af—. Es hora de irse.
La puerta principal de la torre se había abierto y los engendros pululaban por el patio, sobresaltando a las sombras. Gwydion seguía de pie, de modo que fue el primero al que condujeron dentro.
—Por favor —dijo con tono atribulado el mercenario—, creo que ha habido un error. —La mandíbula le dolía y crujía con cada sílaba, y sentía los dientes flojos, pero por lo menos podía hablar otra vez.
—Ya lo ves —chilló Af—. Ya te dije que la mandíbula se le curaría antes de que llegáramos ante el príncipe.
Con gesto desdeñoso, Perdix cogió la cadena sujeta a las esposas y de un tirón lo introdujo en la torre.
—¿Qué clase de error? ¿Acaso piensas que no te corresponde estar aquí, gusano?
—¡Ni siquiera sé qué es este lugar! —gritó Gwydion.
—¡Vaya, vaya! Uno de los que no tienen fe, ¿eh? —Af se refregó las patas de araña una contra otra disfrutando mientras se colocaba al lado de Gwydion—. Entonces te corresponde la pared.
—No carece de fe —lo reconvino Perdix—. Invocó al Tonto al pie de las puertas. Fue por eso que lo golpeaste en la mandíbula, ¿no te acuerdas? —El engendro volvió hacia Gwydion su único ojo azul—. ¿Crees en los dioses?
—Por supuesto —balbució—. Alguien formuló una ilusión que fue la causa de mi muerte. Yo era un guerrero de...
—¿No vas a aprender nunca? —le espetó Perdix—. ¿No te basta con que te partan la mandíbula una vez? Aquí no puedes pronunciar el nombre de ningún dios, a menos que sea el de Cyric, claro. —Arrastró a Gwydion hasta el umbral del Castillo de los Huesos—. Estás en el Hades, la Ciudad de la Lucha. Como no pudiste implorar a ninguno de los demás poderes ahí fuera, en el Plano del Olvido, fuiste enviado aquí para ser juzgado por el propio señor de los Muertos. Si eres listo, guardarás silencio. A veces Cyric es benevolente con la primera alma de un nuevo lote, pero sólo si no es un quejica.
—Te estás volviendo blando —se burló Af—. Por mí le partiría la espalda para que no pueda hacer otra cosa que gimotear delante del príncipe.
Perdix se encogió de hombros.
—Tú mismo, pero no te olvides quién tiene que encargarse de que se ejecute el castigo del gusano. Si tiene suerte, lo arrojamos a la ciudad fortificada y eso es todo.
Gwydion abrió la boca para decir algo, pero Af le impuso silencio con un gesto feroz.
—Supongo que tienes razón —gruñó entre sus dientes de lobo—, pero sin duda sería divertido ver descargar sobre él un poco de la ira del viejo.
Af y Perdix hicieron que su prisionero pasara rápidamente por la enorme losa de ónix tallado que hacía las veces de puerta principal y entraron en un vestíbulo levantado sobre un suelo de cristal de una sola pieza. Con fibras de cristales de colores hiladas por los drows de Menzoberranzan se habían tejidos hermosos tapices que cubrían las paredes de huesos. Las colgaduras describían las atrocidades que los elfos oscuros solían infligir a los pacíficos habitantes del norte. Sin embargo, esas escenas eran una funesta fantasía infantil al lado de lo que Gwydion entrevió a través del suelo.
—Entra ahí, gusano —dijo Perdix, cuya voz áspera se había transformado en un respetuoso murmullo.
Más allá del espantoso vestíbulo se abría una estancia grande pero escasamente amueblada. En el centro había un podio y de su parte superior colgaba una cinta de pergamino que bajaba en forma de rollo por su único soporte. A la derecha había una silla pesada. El antiguo trono había tenido hacía tiempo una peculiar belleza, con dibujos hipnóticos tallados sobre la mayor parte de la madera negra como la noche. En los últimos años, algún vándalo había destrozado los brazos y las patas con una espada. Los rubíes que otrora dibujaban un círculo en el respaldo formaban una especie de halo cristalino a los ojos de cualquiera que mirara al hombre allí sentado. Ahora faltaba la mitad de las piedras y el círculo carmesí se veía roto y desigual.
La luz que penetraba por las ventanas emplomadas de la habitación daba a todo la tonalidad pardusca de la sangre seca. Miles de cráneos recubrían las paredes, con las mandíbulas abiertas en silenciosos gritos perpetuos. En todas las bocas se habían introducido gruesos rollos de pergamino. De las calaveras colgaban telas de araña como estandartes en un salón de banquetes, y unos diminutos ojos blancos espiaban entre los cráneos en descomposición en toda la estancia. Gwydion supo que no eran ratas sino algo mucho más malévolo.
Los engendros llevaron a su cautivo hasta el podio y lo obligaron a ponerse de rodillas. Af y Perdix se apresuraron a imitarlo, postrándose hasta donde lo permitían sus contrahechas formas.
Tan pronto como las criaturas tocaron el suelo con la frente, el senescal del Castillo de los Huesos apareció en el podio. La cara gris, monstruosa y lisa del escribiente no tenía más rasgos que un par de ojos amarillos y saltones. Su cuerpo no era más que una capa llena de sombra que se elevaba y caía movida por un viento que Gwydion no percibía. Con unos guantes blancos enfundando brazos y manos invisibles, la criatura cogió una pluma y la colocó firmemente sobre el pergamino enrollado.
De todos los rincones de la biblioteca, de todas las calaveras y rollos de pergamino, salían cucarachas que se acercaban a la luz. Los insectos se dejaban caer al suelo con un golpeteo semejante al de un fuerte chaparrón de otoño. Grandes y pequeñas, negras, marrones y blancas como el hueso, se arrastraban hacia la silla vacía. Gwydion las sentía trepar por las piernas, por la espalda. Los engendros le sujetaron las manos cuando intentó sacudírselas.
Los insectos treparon por las maltrechas patas de la silla y se amontonaron formando una pila bisbiseando en el asiento. Después, de repente, desaparecieron, se fundieron formando la figura de un hombre de aspecto bastante corriente: delgado y de nariz aguileña y aparentemente muy aburrido. Se arrellanó en el asiento con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos y los brazos a ambos lados del cuerpo. Sus ropas no tenían nada de majestuoso: botas altas, anodinos pantalones negros, vaina de cuero y una informe guerrera carmesí que llevaba como emblema una ráfaga solar negra y una calavera. Sólo la espada corta y el aro de oro blanco lo identificaban como alguien importante en el Castillo de los Huesos, aunque la corona parecía menos un símbolo de poder que un recurso para mantener el largo pelo castaño apartado de los ojos. Sin embargo, a pesar de su aparente hastío, a su alrededor se cernía la tensión como una nube pestilente. No importaba el aire de displicencia que adoptara en su asiento, seguía siendo una serpiente enroscada dispuesta a atacar a la menor provocación.
—Salve, Cyric, señor de los Muertos, el más grande de todos los poderes de Faerun —lo saludó Perdix con una profunda reverencia.
Af repitió el gesto.
—Salve, Cyric, Príncipe de las Mentiras, asesino de tres dioses.
El señor de los Muertos se removió, como si estuviera deseando estar en otra parte. No se sabía con certeza si la impaciencia era sólo una pose o simplemente el eco de algún hábito adquirido por Cyric en su vida mortal, pero al igual que todos los grandes poderes, el Príncipe de las Mentiras no estaba limitado a una mera encarnación física. Mientras él permanecía con su corte en el Castillo de los Huesos, su conciencia divina se manifestaba en docenas de avatares por todo el universo, respondiendo a las plegarias de sus fieles, sembrando la contienda y la discordia en todos los sitios donde éstas podían arraigar.
—Acabemos con esto, Jergal —murmuró el señor de los Muertos.
El senescal miró directamente a Gwydion y la sombra sintió que algo frío e inhumano se le colaba en la mente. Se hundió en sus recuerdos, escudriñó en su vida como una rata en la basura. Gwydion trató de apartar la mirada de los ojos sin vida del senescal, pero se encontró paralizado. Después, tan rápido como había empezado, el interrogatorio terminó.
«Eres Gwydion, hijo de Gareth el herrero.
—La voz descarnada era tan heladora como el sondeo mental de Jergal—.
Naciste en Suzail hace treinta inviernos, que es como se mide allí el tiempo. A lo largo de tu vida has sido soldado y mercenario, aunque tu único don reseñable era la ligereza de tus pies. Esto lo usaste sobre todo para ganar pequeñas apuestas. En tu vida no hubo ni grandes alegrías ni grandes dolores.»
—Eh, un momento —barboteó Gwydion—. ¿Y qué me dices de Cardea o Eri? Yo amé...
«Creíste en los dioses de Faerun, pero sólo los honraste en momentos de peligro. Tomaste al Tonto como patrono, pero no mostraste ni valor ni lealtad en la defensa de sus causas a lo largo de los últimos años de tu vida.»
Cyric bostezó.
—Tus hechos te describen como a uno de los Falsos —dijo el señor de los Muertos sin pararse a pensar—. Ningún dios te aceptará en su paraíso, de modo que eres mi prisionero. Como tal...
Gwydion se puso de pie de un salto.
—¡He muerto luchando por Torm! Él debe de...
El nombre del dios del Deber casi no le había salido todavía de los labios cuando una espada corta le atravesó la garganta. Gwydion se quedó suspendido, empalado en la hoja de Cyric, debatiéndose y tosiendo. Un escalofrío que no se parecía a nada que la sombra hubiera sentido vivo o muerto se extendió a partir de la herida llegando hasta su esencia misma. La espada corta palpitaba y la hoja se fue oscureciendo poco a poco, pasando del rojo pálido a un carmesí intenso.
El señor de los Muertos volvió sus ojos fríos hacia Af y Perdix.
—Alguien debería haberle informado que sólo yo puedo pronunciar el nombre de otro dios en la Ciudad de la Lucha.
—Lo hicimos, magnificentísimo señor —dijo Perdix—, pero él piensa que ha habido un error. Afirma que fue engañado por alguien y...
—Todo el que llega aquí piensa que ha habido un error —apuntó Cyric—. Vosotros dos compartiréis el castigo de éste durante un tiempo, así seréis más diligentes a la hora de preparar a las sombras para venir a mi encuentro en el futuro. —Retiró la espada de la garganta de Gwydion y dejó que la sombra cayera al suelo.
—Gracias, magnificentísimo señor —dijo Af. Los dos engendros se postraron ante su amo.
—En cuanto al destino... No le hemos enviado a Dendar ninguna alma recientemente, ¿verdad, Jergal?
«La Serpiente Nocturna estará complacida por tu generosidad —reconoció el senescal—. Lleva mucho tiempo sin hincarle el diente a un alma fresca».
Cyric volvió a arrellanarse en su asiento.
—Entonces, está decidido. Llevad la sombra a Dendar.
Mientras Jergal tomaba notas con trazos cuidadosos, precisos, de la pluma, los engendros se apoderaron de Gwydion. La sombra, aunque debilitada por el maltrato, trató de resistirse. Balbució algo a Cyric, pero el aire se le escapaba por la herida de la garganta como el vapor de una tetera caliente.
La sorpresa absoluta de los ojos de Gwydion llamó la atención de Cyric. El señor de los Muertos hizo un gesto y las heridas de la sombra se curaron instantáneamente.
—¿Me reconoces? —le preguntó, golpeando indolentemente la pata de la silla con la espada.
Gwydion señaló la espada ensangrentada.
—Fuiste tú —dijo con voz entrecortada—. Te me presentaste en Thar. Simulaste ser...
«El Tonto —apuntó Jergal—. Cada dios tiene un nombre más apropiado a su categoría en nuestro reino. El dios del Deber es conocido aquí como el Tonto.»
—Simulaste ser... el Tonto —dijo Gwydion. Al pronunciar el nombre blasfemo hizo una mueca—. ¿Por qué? ¿Sólo para engañarme y que yo me lanzara contra el gigante como un lunático?
—Exactamente —afirmó una voz profunda, tonante, desde la puerta de la biblioteca—. Ésas son las diversiones que busca Cyric.
Al girar en redondo, Jergal, Gwydion y los engendros se encontraron con una imponente figura de pie ante ellos. Su antigua armadura estaba manchada de polvo púrpura, y las piezas de los codos y las rodillas estaban hechas de huesos de dragón. La luz se reflejaba como el brillo de las estrellas en el peto, incluso en la biblioteca pobremente iluminada. Irradiaba poder, un poder inflexible y severo.