El principe de las mentiras (10 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El principe de las mentiras
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No había resultado difícil conseguir la cooperación de la jerarquía eclesiástica. Había bastado con una versión pormenorizada del asesinato de su diosa a manos de Kelemvor. Los más fervorosos habían sido los más fáciles de convencer, los que más rápido se habían sumado a la búsqueda del alma del renegado. El miedo a ofender al nuevo dios del Engaño impulsó a otros clérigos importantes, especialmente a los hombres y mujeres que habían dedicado su vida al arte de engañar. Los asesinos se habían encargado de los que hablaban demasiado de su oposición, y una vez traídos al redil los altos sacerdotes, Cyric podía contar con que el resto de los fieles los siguieran como mansos corderillos.

«¿Magnificentísimo señor?»

Las palabras sonaron en medio de los pensamientos de Cyric. No era la voz fría y femenina de
Godsbane
, sino una voz estremecedora, inhumana. Cyric miró al otro lado del largo y estrecho salón del trono y vio a Jergal. El senescal tenía los ojos fijos en el suelo. Las manos enfundadas en guantes blancos se plegaron y unieron las palmas en señal de sumisión.

«Lamento interrumpir tu ensoñación, pero los emisarios del señor de las Sombras están otra vez a las puertas. Ruegan ser recibidos para entregar un presente de su señor».

—Mátalos a todos —dijo Cyric con frialdad—. Después envía sus cabezas a Máscara junto con sus regalos. Tarde o temprano se dará por vencido o se quedará sin emisarios.

Godsbane
se revolvió inquieta.

«Podrías pedir mi ayuda, amor mío», dijo.

—Quiere disculparse por su cobardía, no pagar el precio de una nueva alianza conmigo. Teme demasiado a Mystra como para romper tan pronto la promesa que le hizo.

De repente, Cyric dio un salto y se puso de pie, obligando a Jergal a flotar hacia atrás para no ser arrollado. La negra capa vacía del senescal se agitó y flotó en el aire.

—Hay algo extraño en todo esto —bisbiseó el señor de los Muertos—. Máscara se arriesga a provocar la ira de Mystra por el solo hecho de enviarme sus emisarios.

«Puede que la clave esté en los regalos»
, sugirió
Godsbane
.

—Ya. ¿Has examinado los regalos, Jergal? —inquirió Cyric.

El senescal asintió.

«Arcabuces, magnificentísimo señor. Todos los emisarios han traído arcabuces. Ningún mensaje escrito, aunque todos los rifles llevan los símbolos del señor de las Sombras y del Armero».

—¿Por qué habría de ofrecerme Máscara armas gondianas? El propio Gond me ha enviado una docena de sus inventos en el pasado. El muy idiota cree que hacen invencible a cualquier ejército —dijo Cyric con desprecio—. ¿Cómo pueden ser una amenaza para el enemigo cuando explotan en la cara de los soldados cuando éstos disparan correctamente? —El Príncipe de las Mentiras se frotó la puntiaguda barbilla—. ¿Tienen algo más de especial? ¿Acaso están encantados?

Jergal negó con la cabeza.

«No, magnificentísimo señor. Yo mismo los examiné. Son simplemente engendros de metal y madera, como todo lo que hace el Armero. Lo único inusual de los regalos es que los emisarios tienen órdenes de entregártelos personalmente en esta sala».

Con expresión rígida por la concentración, Cyric se apartó del trono y recorrió el largo salón de audiencias. Encadenadas a los pilares que había a lo largo de ambas paredes, trescientas noventa y siete almas ardían sin mengua de sus cuerpos: los copistas que no habían conseguido crear el
Cyrinishad
. Otra sombra se retorcía sometida a un terrible tormento: Bevis, el iluminador. Colgaba del techo a medio camino entre el trono y las puertas, suspendido de las piernas y los brazos mediante cadenas de hierro el rojo vivo. Al entrar en la sala, los suplicantes oían los quejidos de Bevis. Los otros Hombres Incandescentes hacía tiempo que se habían quedado mudos de tanto gritar.

Farfullando algo incoherente, el señor de los Muertos atravesó las alargadas sombras que se deformaban a través del corredor. Elevó la vista hacia algunos de sus otros trofeos al pasar, mientras sus pensamientos volvían una y otra vez a los extraños regalos de Máscara. Había allí un cuadro horripilante pintado por un adorador de Deneir, con pigmentos rojos y marrones que eran ni más ni menos que la sangre de sus hijos. A su lado colgaba un hacha usada para obligar al cumplimiento de las sentencias de un rey loco que gobernaba en nombre de Tyr. Un receptáculo de cristal colocado junto a la base de una columna contenía un único clavo de plata con el cual un devoto de Sune se había quitado la vista tras tener una visión de la diosa y quedar convencido de que nunca volvería a ver nada tan hermoso.

En realidad, gran parte de la sala estaba dedicada a la exposición de muestras de la infamia de otros dioses. Cyric las había colocado allí para desconcertar a las deidades que acudieran a visitarlo, pero en su aislamiento sólo servían para recordar al señor de los Muertos con qué facilidad podía desviarse el culto.

El mayor símbolo de esa verdad era el propio trono de Cyric. El Príncipe de las Mentiras había construido su enorme y grotesca silla con los huesos de hombres y mujeres que habían muerto con la errónea idea de que eran santos: un adorador de Chauntea que se cortó las muñecas pensando que su sangre haría que las cosechas crecieran más rápido; un druida del culto de Eldath que ahogó a todos los que deambulaban en las inmediaciones de un estanque retirado porque turbaban la paz del lugar; un caballero de Torm que torturó a todos los que sorprendió en una mentira por insignificante que fuera...

Al acercarse una vez más al trono, Cyric hizo un alto y se quedó absolutamente quieto. Entre las demás reliquias había la mano de un herrero gondiano. El hombre se había desangrado después de cortarse el brazo izquierdo en la esperanza de reemplazarlo por un miembro mecánico construido de acuerdo con un esquema con el que había soñado la noche anterior. Mientras su sangre se agotaba, el herrero vio en su delirio un ejército de guerreros mecánicos imparables, hombres con armaduras gondianas vivas más grandes que cualquier artefacto creado por la magia. La idea de las máquinas de Gond que hacían que el tejido de Mystra fuera superfluo era cara al negro corazón de Cyric, y de ella había hablado muchas veces con Máscara.

—Más grandes que la magia —musitó Cyric—. Claro.

El Príncipe de las Mentiras sonrió e hizo un gesto a Jergal.

—Pluma y pergamino —ordenó impaciente. Cogió los elementos que habían aparecido en las manos enguantadas del senescal y escribió una larga nota.

—Llévale esto a Gond —le dijo a la fantasmal criatura en cuanto hubo terminado—. Nadie más tiene que saber de este mensaje. Haz que el herrero lo entienda perfectamente. Dile que le pagaré lo que pida, pero la condición es que lo mantenga en secreto. Asegúrate de que hayan matado a todos los emisarios antes de irte, pero guarda uno de los arcabuces. Ésa será respuesta suficiente para el señor de las Sombras.

Con una profunda reverencia, Jergal cogió el pergamino y salió retrocediendo, sin apartar los saltones ojos amarillos del pavimento hasta que llegó a las puertas.

«El señor de las Sombras tiene bien merecido el nombre de señor de la Intriga
—dijo
Godsbane
una vez que el senescal se hubo marchado—.
Un novicio podría aprender mucho de él».

—Realmente, lo que estaba pensando es cuánto ha aprendido de mí —dijo Cyric en el tono tenebroso que le era habitual.

Un destello de luz apareció en un lugar remoto de la conciencia de Cyric, haciendo que su mente se apresurara a perseguirlo. El Príncipe de las Mentiras se encontró con que sus pensamientos eran atraídos hacia la zona de su mente dedicada a oír las plegarias de sus fieles. Una voz discordante invocaba al señor de los Muertos con una vehemencia que incluso a él le resultaba difícil desoír.

—¡Oh, poderoso Cyric, juez de los muertos, señor de las condenados, óyeme! Tengo gloriosas noticias para ti desde la
más
santa de tus iglesias en Zhentil Keep.

Cuando Cyric se concentró en la plegaria, el rostro de Xeno Mirrormane apareció ante el ojo de su mente. El pelo plateado del alto sacerdote estaba alborotado en torno a su reluciente rostro. Los ojos le brillaban radiantes de felicidad.

—Sí, Mirrormane —fue la seca respuesta de Cyric.

—Oh, gran Príncipe de las Mentiras, los sacerdotes de Leira tienen novedades —farfulló Xeno. Sonreía como un borracho felizmente perdido en su botella—. El propio lord Chess dirigió su vigilia, bajo mi supervisión, claro, y tuvieron una visión magnífica, de lo más...

—Ve al grano —le soltó Cyric.

—Kelemvor Lyonsbane —dijo Xeno—. Los sacerdotes han descubierto que su alma está en algún lugar de la Ciudad de la Lucha.

—¿En qué lugar de la ciudad?

—No pueden precisarlo. Algún poder sigue tratando de bloquear su magia.

Cyric retrajo en la conciencia a su fiel sacerdote y volvió a centrarse nuevamente en su sala del trono en el Hades. Su voz reflejaba su nerviosismo cuando llamó a sus engendros. Estos registrarían cada palmo de la ciudad, destruirían con el fuego todas las estructuras si fuera necesario. Kelemvor no podía escapar; nadie salía del Reino de los Muertos sin permiso de Cyric. Estaba atrapado allí; sólo quedaba hacerlo salir de su escondite.

Mientras formulaba sus planes de búsqueda, el señor de los Muertos volvió a maldecir a Mystra por robarle la magia, pero a continuación otro pensamiento lo asaltó fugazmente. Era Mystra la que había estado ocultando a Kelemvor todo ese tiempo, ocultando su presencia dentro del mismísimo reino de Cyric porque no tenía forma de rescatarlo. El dios de la muerte no tenía la menor duda de ello, pero ahora que la diosa estaba dedicando tanto poder a proteger el tejido, había dejado un resquicio a la magia de escudriñamiento de los nuevos seguidores de Cyric. El Príncipe de las Mentiras sonrió. Eso llevaba el sello de la verdad...

La mente de Cyric empezó a dar vueltas como un torbellino, regodeándose en el plan que acababa de crear. Pronto quedó convencido de que no podía haber otra explicación para el carácter esquivo de Kelemvor. Pero ahora Mystra había bajado la guardia y Cyric conseguiría vengarse. Imaginó un millar de nuevas torturas para aplicarlas al alma de Kelemvor. Las fantasías se extendieron por toda su mente como una red de plata reluciente en la vertiginosa oscuridad.

* * *

—Deja ya de quejarte, Perdix —gruñó Af—. Subo lo más rápido que puedo.

El engendro de cabeza de lobo subió un nivel más en el Muro de los Infieles. Ascendía lentamente, plantando sus patas de araña entre las filas de almas atormentadas que formaban el muro e impulsándose a continuación con sus muelles serpentinos por la superficie escarpada.

—De todos modos, no veo por qué necesitabas mi ayuda —volvió a gruñir Af.

Después de pasar treinta filas de almas, Af llegó al lugar donde había dejado a Gwydion el Veloz. Al igual que los fieles apilados en torno a él, el mercenario se retorcía y gritaba. En parte, la causa de su agonía era el moho verdusco que mantenía a las almas en su sitio. El mortero vivo crecía entre las sombras hundiendo sus poderosos rizomas en cualquiera de los infortunados que dejaban de moverse.

—¿Qué sabrás tú? —exclamó Perdix mirando el rostro pálido de Gwydion—. Todavía tiene lengua. Después de todo, algo aprendió. Casi estaba seguro de que volvería a intentar llamar a otro dios. —Hizo una mueca de disgusto—. Esos escarabajos que se comen las lenguas de los que causan problemas... brrr.

—Ya, ya. Terminemos con esto de una vez.

Af colocó sus manos humanas a ambos lados de la cabeza de Gwydion y se inclinó hacia atrás. Lentamente, los engendros sacaron al alma de la pared, aunque los Infieles que la flanqueaban procuraron por todos los medios mantenerla en su sitio. A Perdix le correspondió ocuparse de esas sombras celosas. El pequeño engendro no dejaba de darles mordiscos en los brazos y en las manos con sus brillantes dientes blancos.

Cuando Gwydion se soltó de las otras almas y del moho verdoso, Af se lo cargó al hombro y empezó el descenso del muro.

—Tienes suerte, muchacho —gruñó el engendro—. Hubiera apostado que Cyric te iba a mantener ahí para siempre.

—¿Por qué me libera? —preguntó Gwydion con voz entrecortada.

Perdix se mantenía en el aire cerca del oído del alma.

—Cyric necesita a todos los engendros, es decir a nosotros, y a todos los Falsos a los que no se está torturando por nada específico, como tú, para buscar por la ciudad —dijo—. Vas a ayudarnos a buscar a un tipo que se llama Kelemvor Lyonsbane, algún antiguo enemigo de Cyric que se oculta por aquí.

Entumecido, Gwydion volvió la cabeza para echar una mirada a la Ciudad de la Lucha. El muro de cuerpos torturados rodeaba aquel lugar infernal y se elevaba muy alto en el aire. Los engendros trepaban o volaban hasta las altas almenas. Las criaturas bestiales transportaban a las almas gimientes para apilarlas en lo alto del muro como si fueran leña. Por lo que Gwydion pudo ver, él era el único al que habían bajado.

En el recinto delimitado por el Muro de los Infieles, los edificios destartalados se apiñaban en barrios sórdidos. Todas estas estructuras habían sido construidas según el mismo patrón: diez plantas con ventanas cuadradas y techo rojo y plano. Lo único que los diferenciaba era el grado de ruina en que se encontraban. En algunos lugares, incendios de grandes proporciones engullían construcciones enteras. En otros, los engendros derribaban edificios ladrillo a ladrillo dejando montones enormes de escombro. Otros engendros bombardeaban los barrios desde el aire con jabalinas relampagueantes. Esas bestias funestas se lanzaban en picado sobre la necrópolis con enormes alas de fuego que atravesaban la asfixiante envoltura de niebla como estrellas fugaces.

En el centro de tamaña destrucción estaba el Castillo de los Huesos. A esa distancia, la puntiaguda torre blanca parecía la espira de una iglesia lejana, un paraíso de legalidad y paz que podría encontrarse en cualquier ciudad de las Tierras Centrales. Sin embargo, Gwydion sabía que, dentro de su cortina protectora de diamante y de su foso de negra putrefacción, el Castillo de los Huesos albergaba al más poderoso agente del caos. El recuerdo de Cyric y de la locura que había vislumbrado en los ojos del dios persiguió a Gwydion durante todo el trayecto hasta el pie del muro.

—Pues bien —dijo Af—, fin del trayecto. —El engendro se encogió de hombros y sin el menor miramiento tiró a la sombra al suelo haciéndola morder el polvo.

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