Aurelia había aprendido mucho desde que vivía en el Subura, porque hablaba con todo el mundo, desde Lucio Decumio hasta los libertos que atestaban los dos últimos pisos. Y allí ocurrían cosas, cosas en las que una casera se veía implicada, lo quisiera o no; cosas que habrían dejado estupefacto a su esposo de saberlas. Abortos, brujería, asesinatos, robos con violencia, estupros, delírium trémens y vicios peores, locura, desesperación, depresiones y suicidios. Cosas que sucedían en todas aquellas grandes casas de viviendas de alquiler y que todas acababan igual; no con la denuncia de los hechos al praetor urbanus, sino solventándolas los propios interesados con una justicia sumaria. Ojo por ojo y diente por diente. Vida por vida.
Así, conforme le escuchaba, se formó una imagen de Lucio Cornelio Sila no muy alejada de la verdad. Aislado entre los aristócratas romanos que le conocían —y ella entendía las tremendas dificultades que había vivido en su niñez—, había hecho valer su linaje, pero también había estado constantemente vinculado a la hez de Roma.
Y, pasando por alto otras cosas que no osaba decir, Sila sólo hablaba de una cosa: lo desesperadamente que deseaba a la jovencita embarazada de Escauro, y no estrictamente por su cuerpo o su alma, sino porque era la mujer ideal para sus propósitos. Pero estaba casada con Escauro por confarreatio y él estaba obligado a la insulsa Elia. ¡Nada de confarreatio esta vez! Era un feo asunto el divorcio; Dalmática simplemente venía a poner de relieve una lección que a ese respecto ya había aprendido. Mujeres. Nunca tendría suerte con las mujeres, estaba convencido. ¿Sería por culpa de la otra mitad de su ser? ¡Ah, la maravillosa y hermosa relación con Metrobio! Y, sin embargo, igual que no había querido vivir con Julilla, tampoco podía hacerlo con Metrobio. Quizá fuese por incapacidad de entrega. Demasiado peligroso. ¡Oh, pero cómo ansiaba a aquella Cecilia Metela Dalmática, esposa de Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado! Repugnante. Y no es que él soliera hacer objeciones al casamiento de viejos con jovencitas. Esto era algo personal. Estaba enamorado de ella y, por consiguiente, era un caso especial.
—¿Y tú, le gustaste a Dalmática, Lucio Cornelio? —inquirió Aurelia, interrumpiendo sus pensamientos.
—¡Oh, sí! No me cabe la menor duda —contestó Sila sin vacilar.
—¿Y qué piensas hacer?
—¡He ido demasiado lejos y he gastado mucho! ¡Ahora no puedo parar, Aurelia! Incluso pensando en Dalmática, si tuviese relaciones con ella, los bonii me buscarían la ruina. Y tampoco tengo tanto dinero. Lo justo para entrar en el Senado; obtuve algo de la guerra contra los germanos, pero sólo la parte que me correspondía. Me va a costar llegar arriba, porque ellos me miran como a Cayo Mario, aunque por distintas razones, porque ninguno de los dos nos amoldamos a sus malditos ideales. Pero no acaban de entender por qué nosotros somos capaces y ellos no, y se sienten frustrados e injuriados. Yo, en definitiva, tengo más suerte que Cayo Mario, porque al menos soy de sangre noble, aunque esté manchada con el Subura, el teatro, la mala vida; no formo parte de los hombres buenos —dijo con un suspiro—. ¡Pero voy a adelantarlos, Aurelia, porque soy el mejor corcel!
—¿Y qué sucederá si el premio no vale la pena?
Sila se la quedó mirando de hito en hito, sorprendido por la necedad.
—¡Nunca vale la pena! ¡Nunca! Pero ninguno lo hacemos por eso. Cuando nos ponen los arreos para hacer las siete vueltas de la carrera, corremos contra nosotros mismos. ¿Qué otra alternativa le quedaría a un Cayo Mario? Es el mejor caballo y corre contra sí mismo, para superarse. Igual que yo. Soy capaz ¡y voy a hacerlo! Pero es sólo a mi a quien importa.
—Claro —dijo ella, enrojeciendo por su bobada, poniéndose en pie y dándole la mano—. Vamos, Lucio Cornelio. Hace un día espléndido a pesar del calor. El Subura estará desierto, porque todos los que pueden han huido del verano romano. ¡No quedan más que los pobres y los locos! Y yo. Vamos a dar un paseo y luego volvemos a cenar. Enviaré recado a mi tío Publio, que creo que no se ha ido de Roma. Tengo que ser prudente —añadió con una mueca—, entiéndelo, Lucio Cornelio. Mi esposo confía en mí tanto como me ama, y me ama mucho, pero no le gustaría que diese que hablar y yo me he impuesto ser una esposa tradicional. A él le parecería horroroso que no te hubiese invitado a cenar, pero si mi tío puede acompañarnos, Cayo Julio quedará más contento.
—¡Qué tonterías aprecian los hombres de sus esposas! —dijo Sila, mirándola con afecto—. No eres ni remotamente la criatura con la que Cayo Julio sueña cuando está cenando en el campamento.
El calor en el Vicus Patricii cayó sobre sus cabezas como una pesada manta; Aurelia sintió el ahogo y volvió a entrar en la casa.
—¡Bueno, hay que ver! ¡No creí que hiciese tanto calor! Mandaré a Eutico a casa de mi tío en el Carinae, que haga ejercicio, mientras nosotros nos sentamos en el jardín —dijo dirigiéndose al patio—. ¡Anímate, Lucio Cornelio! Al final todo se arreglará, ya verás. Vuelve a Circei con tu buena y aburrida esposa. Con el tiempo te gustará más, estoy segura. Y te vendrá mejor no ver a Dalmática. ¿Qué edad tienes ahora?
Comenzaba a traslucir aquel sentimiento oculto y el rostro de Sila se iluminó, sonriendo con más naturalidad.
—Este año es crucial, Aurelia El día primero del año cumplí cuarenta.
—Aún no eres viejo.
—En ciertos aspectos, sí. Ni siquiera he sido pretor aún y ya sobrepaso un año de la edad habitual.
—Vamos, vamos, no vuelvas a poner cara triste, que no es para tanto. ¡Mira el viejo caballo de Cayo Mario! Su primer consulado a los cincuenta, ocho años más de la edad normal. Si le vieras dispuesto para la carrera de Marte, ¿apostarías por él? ¿Dirías que es el mejor caballo de octubre? Y ya ves, las grandes hazañas las ha hecho con más de cincuenta años.
—Eso es bien cierto —comentó Sila, sintiéndose más animado—. ¿Qué dios venturoso me indujo a venir a verte? Aurelia, eres una buena amiga, y me ayudas mucho.
—Bueno, quizá algún día sea yo quien te pida ayuda.
—No tienes más que decirlo —contestó él, levantando la cabeza y viendo los balcones de los pisos de arriba—. ¡Qué valiente eres! ¿No tienes celosías? ¿Y no abusan de ello?
—Nunca.
Sila se echó a reír con auténtico regocijo.
—No puedo creer que tengas metido en tu delicado puño a toda esta gentuza del Subura.
Ella asintió con la cabeza, sonriente, balanceándose en su mecedora.
—Me gusta esta vida, Lucio Cornelio. Si te digo la verdad, no me importa que Cayo Julio nunca reúna el dinero para comprar una casa en el Palatino. Aquí en el Subura tengo cosas que hacer, soy útil y estoy rodeada de gente muy interesante y de todo tipo. Yo también participo en una carrera, ¿sabes?
—Y aún te queda mucho camino por recorrer —dijo Sila.
—Y a ti —replicó ella.
Por supuesto que Julia sabía que Mario no iba a estarse todo el verano en Cumas, a pesar de que se había manifestado como si no pensase volver a Roma hasta principios de septiembre; en cuanto comenzase a recobrar el equilibrio, estaría ansiando volver a la palestra. Por eso contaba como una bendición los días que pasaba con él en un ambiente campestre, despojado de la toga praetexta y de la coraza militar y entregado a su papel de caballero rural como sus antepasados. Se dedicaron a nadar en la playita a los pies de su magnífica villa, atracándose de ostras, cangrejos, gambas y atún; pasearon por aquellas pobladas colinas entre rosas de embriagador perfume, recibieron pocas visitas y fingieron no estar cuando llegaron otras. Cayo Mario casi se divertía tanto como el pequeño Mario haciendo grotescas muecas imitando a algunos peces. Julia se dijo que nunca había sido tan feliz como durante aquel inolvidable verano en Cumas, contando los días que pasaban.
Pero Mario no regresó a Roma. Sin dolor y de forma insidiosa, el infarto se produjo durante la primera noche del Perro, en agosto. Lo único que notó Mario al despertar por la mañana fue que su almohada estaba húmeda y pensó que había babeado en sueños. Cuando salió a desayunar y se encontró con Julia en la terraza, vio sorprendido que ella le miraba con una expresión desconocida para él.
—¿Qué sucede? —farfulló, sintiendo la lengua pesada y torpe y una extraña sensación.
—Qué cara tienes... —contestó ella, pálida.
Alzó las manos para tocársela y notó que los dedos de la mano izquierda estaban tan torpes como la lengua.
—¿Qué me pasa? —inquirió.
—Tienes el lado izquierdo de la cara inerte —dijo ella, ahogando un grito al darse cuenta de lo que significaba—. ¡Oh, Cayo Mario, has sufrido un infarto!
Pero como no sentía dolor ni notaba ninguna alteración, se negó a creerla hasta que Julia le trajo un espejo de plata y se vio reflejado en él. El lado derecho de la cara lo tenía firme y saludable, sin muchas arrugas para un hombre de su edad, pero el lado izquierdo parecía una máscara de cera derritiéndose por la cercanía de una antorcha.
—¡No siento nada! —exclamó estupefacto—. Ni siquiera en mi cerebro, que es donde se supone que se nota la enfermedad. A mi lengua no le salen bien las palabras, pero mi cabeza las emite como es debido, tú entiendes lo que digo y yo entiendo lo que dices, así que no he perdido la facultad del habla. La mano izquierda me pesa, pero puedo moverla. ¡Y no me duele nada!
Cuando, temblando de ira, se negó a que llamaran a un médico, Julia cedió por temor a agravar el mal con un enfrentamiento y se pasó todo el día vigilándole y cobró ánimos para decirle, en el momento en que le convenció para que se acostase, poco después de anochecer, que la parálisis no había cambiado desde la mañana.
—Seguro que es un buen síntoma —dijo—. Ya irás mejorando. Lo que tienes que hacer es descansar y quedarte aquí más tiempo.
—¡No puedo! ¡Pensarán que rehúyo el enfrentamiento!
—Si se molestan en venir a visitarte, y estoy segura de que lo harán, se darán cuenta de ello, Cayo Mario. Quieras o no, te quedarás aquí hasta que mejores —dijo Julia en tono autoritario, no habitual en ella—. ¡No me discutas! ¡Sabes que tengo toda la razón! ¿Qué crees que podrás hacer volviendo a Roma en ese estado, si no es sufrir otro infarto?
—Nada —musitó él, dejándose caer sobre la almohada, abatido—. Julia, Julia, ¿cómo puedo recuperarme de esto que más que enfermarme me afea? ¡Tengo que recuperarme! ¡No puedo dejar que me venzan, ahora que hay tanto en juego!
—No te vencerán, Cayo Mario —replicó ella con decisión—. Lo único que te vencerá será la muerte, y de este leve infarto no vas a morir. La parálisis mejorará, y si descansas, haces un poco de ejercicio, comes con moderación, no bebes vino y no te preocupas por lo que pasa en Roma, te recuperarás antes.
* * *
Las lluvias de primavera eran algo desconocido en Sicilia y Cerdeña, y muy escasas en Africa. Pero cuando el trigo había comenzado a espigar, cayeron unas lluvias torrenciales y el agua arruinó la cosecha. Sólo de Africa llegó algo de grano a Puteoli y a Ostia. Con ello, Roma sufría su cuarto año de alto precio en el trigo y una carestía premonitoria de hambre.
El segundo cónsul y flamen martialis, Lucio Valerio Flaco, se encontró con los silos —al pie del Aventino contiguo al puerto de Roma— vacíos y con cantidades exiguas en los graneros privados del Viscus Toscus. Estas exiguas cantidades, dijeron los mercaderes a Flaco y a sus ediles, se venderían a más de cincuenta sestercios por modius de trece libras. Y las familias del proletariado apenas podrían pagar la cuarta parte de aquel precio. No escaseaban otros alimentos más baratos, pero la carestía del trigo hacía subir los precios de todo lo demás debido al aumento del consumo y a la limitada producción. Y los estómagos acostumbrados al buen pan no se contentaban con gachas y nabos, que eran los artículos más socorridos en época de carestía. Los que estaban fuertes y sanos sobrevivían, pero los viejos, los débiles, los niños y los enfermizos solían perecer.
En octubre, el proletariado comenzaba a agitarse y la población de Roma empezó a atemorizarse, porque la perspectiva de convivir con un proletariado sin nada que comer era algo temible. Muchos ciudadanos de la tercera y cuarta clase, para quienes resultaba oneroso comprar un trigo tan caro, comenzaron a hacer acopio de armas para defender sus despensas de las depredaciones de los más necesitados.
Lucio Valerio Flaco se reunió con los ediles curules responsables de la procuraduría de grano por cuenta del Estado y solicitó al Senado fondos suplementarios para comprar grano donde fuese y de la clase que hubiera, cebada, mijo, y trigos de mala calidad. Pero, en el Senado, pocos se preocupaban por la situación. Demasiados años y un profundo distanciamiento de las clases bajas les habían hecho olvidar los últimos disturbios de los proletarios.
Para empeorar las cosas, los dos jóvenes que cubrían el cargo de cuestores del Tesoro romano eran de la clase senatorial más elitista y despiadada y apenas se preocupaban de aquellas masas de proletarios. Al ser elegidos cuestores, los dos solicitaron destino en Roma y declararon que se proponían "contener el inexcusable despilfarro del Tesoro", rotundo modo de decir que no pensaban destinar dinero a los ejércitos con tropas proletarias ni a la subvención de grano para los pobres. El cuestor urbano, y primero, era nada menos que Cepio, hijo del cónsul que había robado el oro de Tolosa en la batalla de Arausio, y el otro, Metelo el joven, hijo del exiliado Metelo el Numídico.
El Senado tenía por costumbre no oponerse a los criterios de los cuestores del Tesoro. Interpelados en la cámara a propósito de cómo andaban las finanzas estatales, tanto Cepio como Metelo respondieron tajantemente que no había dinero para comprar trigo, y que por los desembolsos masivos que se habían efectuado durante una serie de años para pagar y alimentar a los ejércitos de proletarios, el Estado estaba arruinado. Ni la guerra contra Yugurta ni la sostenida contra los germanos habían aportado ingresos suficientes en botines y tributos para equilibrar el saldo negativo de las cuentas de Roma. Eso dijeron los dos cuestores, presentando por mano de los tribunos del erario los libros que lo demostraban. Roma no tenía un denario. Los que no tuvieran dinero para pagar el precio que estaba alcanzando el trigo, tendrían que pasar hambre. Lo lamentaban, pero la situación era así.
A principios de noviembre ya se había difundido por toda Roma la noticia de que no habría grano a la venta por cuenta del Estado a precio módico, porque el Senado se había negado a aprobar los fondos para la adquisición. No era un rumor que hablase de cosechas desastrosas ni de cuestores despechados; simplemente que no habría grano barato.