Quien no sonreía era Escauro. Pero echó la cabeza hacia atrás y soltó carcajada tras carcajada.
A finales de primavera, Sila regresó de la Galia itálica y pasó a ver a Cayo Mario nada más tomar un baño y cambiarse de ropa. Vio que Mario no tenía muy buen aspecto, cosa que no le sorprendió, porque hasta en el norte del país se habían difundido los detalles del clima en que se había aprobado la lex Appuleia, y no era necesario que Mario se lo contase. Se limitaron a mirarse mutuamente sin decir palabra como hacían cuando tenían que comunicarse algo esencial.
Sin embargo, una vez disipada la emoción del momento y consumida la primera copa de buen vino, Sila abordó la cruda realidad.
—Tu credibilidad ha sufrido un rudo golpe —dijo.
—Lo sé, Lucio Cornelio.
—Tengo entendido que por culpa de Saturnino.
—¿Se le puede reprochar que me deteste? —replicó Mario con un suspiro—. Ha pronunciado cien discursos desde la tribuna y muchos de ellos ante asambleas no convocadas oficialmente. Todos me acusan de haberle traicionado. Y, como es un espléndido orador, la historia de mi traición no ha perdido en su estilo de presentación a las masas. Y las arrastra. No sólo a los habituales del Foro, sino que los de la tercera, cuarta y quinta clase parecen fascinados al extremo de que siempre que tienen un día libre vuelven al Foro a escucharle.
—¿Con tanta frecuencia habla?
—¡Todos los días!
Sila lanzó un silbido.
—¡Eso es una novedad en los anales del Foro! ¿A diario? ¿Llueva o haga sol? ¿En asambleas oficiales y no oficiales?
—Todos los días. Cuando el pretor urbano, su propio colega Glaucia, obedeció la orden del pontífice máximo de comunicarle que no podía hablar en días de mercado, fiestas y días no decretados de comicios, él hizo oídos sordos. Y como es un tribuno de la plebe, nadie se ha atrevido a bajarle de la tribuna —dijo Mario con aire preocupado—. En consecuencia, su fama va en aumento y ahora hay otra clase de habituales del Foro: los que acuden a oír las arengas de Saturnino. Tiene..., no sé cómo se dice, supongo que será una palabra griega, como de costumbre, tiene kharisma. Me imagino que la gente comparte su pasión porque, al no ser asiduos al Foro, desconocen los recursos de la retórica y no reparan en cómo gesticula o cambia de ritmo al caminar. No; se quedan allí embobados escuchándole y cada vez más enfebrecidos por lo que dice, vitoreándole como energúmenos.
—Tendremos que echarle un ojo, ¿no? —inquirió Sila, mirando muy serio a Mario—. ¿Por qué lo hiciste?
—No me quedaba más remedio, Lucio Cornelio —contestó Mario sin pensárselo dos veces—. La verdad es que no soy, ¿cómo diría?, lo bastante retorcido para ver todos los intríngulis si tengo que mantenerme un par de pasos por delante de hombres como Escauro. Me cazó tan limpiamente como era de desear. Tengo que reconocerlo.
—Pero en cierto modo has salvado el programa —dijo Sila, tratando de consolarle—. La segunda ley agraria sigue en pie y no creo que la Asamblea de la plebe ni la Asamblea del pueblo vayan a invalidarla. Al menos así me han dicho que están las cosas.
—Cierto —contestó Mario, sin abandonar su aire preocupado y encogiéndose de hombros con un suspiro—. Saturnino es quien gana, no yo, Lucio Cornelio. Es esa actitud de ofendido lo que mantiene aglutinada a la plebe, pero yo los he perdido —añadió amargado, alzando las manos—. ¿Cómo voy a acabar mi mandato este año? Es un tormento tener que caminar en medio de abucheos y silbidos por la zona del Foro cuando Saturnino está en la tribuna, y odio el hecho de tener que ir al Senado. Detesto esa pulcra sonrisa en el rostro arrugado de Escauro, detesto la sorna insufrible de la cara de camello de Catulo... No estoy hecho para la política, y es algo que apenas he descubierto.
—¡Pero has llegado a lo más alto del cursus honorum, Cayo Mario! —dijo Sila—. ¡fuiste uno de los más grandes tribunos de la plebe! Conocías el terreno de la política y te encantaba, de lo contrario no habrías sido un buen tribuno de la plebe.
—Oh, en aquella época era joven, Lucio Cornelio —replicó Mario encogiéndose de hombros—. Y tenía buena cabeza. Pero no soy un animal político.
—Entonces ¿vas a dejar el centro del escenario a un lobo gesticulante como Saturnino? No me pareces el mismo Cayo Mario que yo conocía —añadió Sila.
—No soy el mismo Cayo Mario que conocías —dijo Mario con desmayada sonrisa—. El Cayo Mario de ahora está muy, muy cansado. ¡Es tan desconocido para mi como para ti, créeme!
—¡Pues haz el favor de pasar el verano fuera de Roma!
—Es lo que pretendo hacer en cuanto formalices lo de Elia —contestó Mario.
Sila se quedó sorprendido y luego se echó a reír.
—¡Por los dioses, lo había olvidado totalmente! —dijo poniéndose en pie grácilmente con la armonía de un hombre guapo y en la flor de la vida—. Mejor será que vaya a casa y me entreviste con nuestra mutua suegra, ¿no crees? Seguro que estará haciendo lo imposible por largarse cuanto antes.
—Sí, está deseando irse —dijo Mario—. Le he comprado una pequeña villa preciosa en Cumas.
—¡Pues me voy a casa más raudo que Mercurio en busca de un contrato para repavimentar la Via Apia! —dijo alargando la mano—. Cuídate, Cayo Mario. Si Elia sigue decidida, ahora mismo formalizaré el matrimonio. Tienes toda la razón —añadió echándose a reír al recordar algo—, Catulo César tiene cara de camello. ¡Un engreimiento monumental!
Julia esperaba fuera del despacho para abordar a Sila antes de que se marchase.
—¿Qué te ha parecido? —inquirió preocupada.
—Ya se repondrá, hermanita. Le han zumbado y está sufriendo. Llévatelo a Campania y que se bañe en el mar y se revuelque en rosas.
—Eso haré en cuanto te cases.
—¡Me caso, me caso! —exclamó él, alzando las manos en gesto de rendición.
—Hay una cosa que no puedo quitarme de la cabeza, Lucio Cornelio —añadió Julia con un suspiro—, y es que este casi medio año en el Foro ha gastado a Cayo Mario más que diez años de campaña con el ejército.
Se habría dicho que todos necesitaban un descanso, pues cuando Mario marchó a Cumas, la vida pública de Roma cayó en una monótona apatía. Uno a uno, los notables fueron abandonando aquella ciudad inaguantable en pleno verano, época en que toda clase de fiebres entéricas asolaban el Subura y el Esquilino y hasta en el Palatino y el Aventíno mermaban las condiciones de salubridad.
No es que la vida en el Subura preocupara excesivamente a Aurelia, porque ella se desenvolvía en una gruta fresca, a salvo de la canícula gracias al verdor del jardín y a los gruesos muros de su ínsula. Cayo Matio y su esposa Priscila estaban en igual situación, debido al embarazo de ésta, que esperaba el niño por las mismas fechas que Aurelia.
Las dos mujeres estaban muy bien cuidadas. Cayo Matio iba y venía solícito y Lucio Decumio se asomaba a diario para ver si todo iba bien; seguía mandando flores, y desde el comienzo del embarazo las acompañaba con pequeños obsequios o dulces, especias exóticas, cualquier cosa que él considerase idónea para mantener el apetito de su apreciada Aurelia.
—¡Ni que hubiera tenido un aborto! —dijo ella en broma a Publio Rutilio Rufo, otro visitante habitual.
El niño, Cayo Julio César, nació el decimotercer día de Quinctilis y, por consiguiente, el nacimiento se registró en el templo de Juno Lucina, por haber tenido lugar dos días antes de los idus de julio, con categoría patricia y condición senatorial. Era muy larguirucho y pesó algo más de lo que parecía, pero también era muy fuerte, solemne y tranquilo y poco dado a llorar; era tan rubio que el pelo casi no se le veía, aunque, mirándole de cerca, se observaba que lo tenía en abundancia, y sus ojos, nada más nacer, eran de color verde azulado claro, circundados de un azul tan oscuro que parecía negro.
—Vaya personalidad la de vuestro hijo —comentó Lucio Decumio, mirando fijamente el rostro del niño—. ¡Mirad esos ojos! ¡Seguro que asustas a tu abuela!
—¡No digas esas cosas, verruga insoportable! —gruñó Cardixa, que adoraba al varón recién nacido.
—Déjame que le vea los bajos —dijo Lucio Decumio, agarrando con sus mugrientos dedos los pañales—. ¡Oooh, ajá, ajá! —exclamó satisfecho—. ¡Lo que me imaginaba! ¡Nariz grande, pies grandes y buena picha!
—¡¡Lucio Decumio!! —exclamó Aurelia, escandalizada.
—¡Ya está bien! ¡Fuera! —chilló Cardixa, agarrándole por el pescuezo y dejándole en la calle como si se tratase de un gatito.
Sila pasó a ver a Aurelia casi un mes después del nacimiento del niño, le dijo que era el único de la familia que quedaba en Roma y que perdonara si molestaba.
—¡Ni mucho menos! —contestó ella, encantada de verle—. Espero que te quedes a cenar, o si hoy no puedes, tal vez mañana. ¡Me aburro mucho sola!
—No puedo —dijo él sin circunloquios—. Sólo he vuelto a Roma para ver a un viejo amigo que acaba de caer enfermo de fiebres.
—¿Quién es? ¿Le conozco? —inquirió Aurelia, más por cortesía que por curiosidad.
Pero, por un instante, fue como si hubiese preguntado algo inoportuno o indebido; la expresión de Sila suscitó en ella mucho más interés que la identidad del amigo enfermo, por aquel gesto sombrío, abrumado y pesaroso. Fue un breve instante, seguido de una de sus sonrisas.
—Dudo que le conozcas —dijo—. Se llama Metrobio.
—¿El actor?
—El mismo. En los viejos tiempos conocí a mucha gente del teatro; antes de casarme con Julilla y entrar en el Senado. Un mundo muy distinto —dijo, vagando con sus extraños ojos fulgurantes por la habitación—. Más parecido a éste, pero más vil. ¡Qué divertido! Ahora me parece un sueño.
—Parece como si lo lamentaras —dijo Aurelia con voz amable.
—No, qué va.
—¿Y se pondrá bien, tu amigo Metrobio?
—¡Claro! Sólo son unas fiebres.
Siguió un silencio algo incómodo, que él rompió sin decir nada, levantándose y dirigiéndose al espacio abierto que era como una ventana al patio.
—Es un jardín precioso.
—Eso creo yo.
—¿Y tu hijo? ¿Cómo está?
—Ahora lo verás —contestó ella sonriente.
—Estupendo —dijo Sila, sin dejar de contemplar el patio.
—Lucio Cornelio, ¿va todo bien? —inquirió Aurelia.
Sila se volvió sonriendo, y ella pensó en lo atractivo que era, de un modo poco corriente. Y qué ojos tan desconcertantes, tan luminosos y circundados de oscuridad. Igual que los de su hijo. Y, sin saber por qué, la idea le hizo estremecerse.
—Sí, Aurelia, todo va bien.
—Ojalá me dijeras la verdad.
Él abrió la boca para contestar, pero en aquel momento entró Cardixa con el heredero del apellido César.
—Ibamos al cuarto piso —dijo la criada.
—Muéstraselo a Lucio Cornelio, Cardixa.
Pero a Sila sólo le interesaban sus propios hijos, así que se limitó a mirar con detenimiento la cara del retoño y luego dirigió la vista hacia Aurelia a ver si estaba satisfecha.
—Puedes irte, Cardixa —dijo la madre, con gran alivio de Sila—. ¿A quién le toca hoy?
—A Sara.
Aurelia se volvió hacia Sila, sonriendo con toda naturalidad.
—Desgraciadamente no tengo leche y al niño le dan el pecho en los pisos. Es una de las grandes ventajas de vivir en un sitio tan grande como una insula, en la que siempre hay por lo menos media docena de mujeres dando el pecho; todas amamantan a mis hijos.
—De mayor querrá a todo el mundo —dijo Sila—, porque me imagino que tienes inquilinos de todo el orbe.
—Así es; resulta muy interesante.
Sila volvió a mirar al patio.
—Lucio Cornelio, es como si no estuvieses aquí —añadió Aurelia en amable reproche—. Algo sucede. ¿No puedes contármelo? ¿O es uno de esos asuntos estrictamente de hombres?
Sila tomó asiento en un sofá frente al de ella.
—Es que nunca tengo suerte con las mujeres —contestó de pronto.
—¿En qué sentido? —inquirió Aurelia, sorprendida.
—Con las mujeres que... amo. Con las mujeres con quienes me caso.
Qué curioso: le resultaba más fácil hablar del matrimonio que del amor.
—¿Pero ahora de qué se trata? —inquirió ella.
—Oh, un poco de ambas cosas. Enamorado de una y casado con otra.
—¡Oh, Lucio Cornelio! —dijo Aurelia mirándole con verdadera complacencia y sin un ápice de deseo—. No voy a pedirte nombres, porque en realidad no quiero saberlos, pero me has planteado un dilema y trataré de contestar.
—No hay mucho que decir —replicó él encogiéndose de hombros—. Me he casado con Elia, elegida por mi suegra. Después de Julilla, quería una matrona romana cabal, alguien como Julia o como tú, si fueses mayor. Cuando Marcia me presentó a Elia, pensé que era la mujer ideal: tranquila, apacible, con buen humor, atractiva, una buena persona. Y pensé: ¡Estupendo! Por fin tengo esa mujer romana que quiero. No puedo amar a cualquiera, así que me caso con alguien que me gusta.
—Tengo entendido que tu mujer Germana te gustaba —dijo Aurelia.
—Sí, mucho. Aún hay cosas en que la echo de menos. Pero ella no es romana y de nada puede servirle a un senador, ¿no crees? En fin, pensé que Elia acabaría siendo muy parecida a Germana —dijo con una seca carcajada—. ¡Pero me equivoqué! Resultó que Elia es aburrida, vulgar. Muy buena persona, sí, pero un rato en su compañía y bostezo.
—¿Es buena con los niños?
—Muy buena; no puedo quejarme —contestó con otra carcajada—. Si la hubiera contratado como niñera, sería ideal. Adora a los niños y ellos la idolatran.
Hablaba como si ella no existiera, como si no importara que le oyera, como si fuese un simple pretexto para expresar en voz alta sus pensamientos.
—Nada más regresar de la Galia itálica, Escauro me invitó a cenar a su casa —prosiguió—. Me sentí en cierto modo halagado, aunque no sin reservas, porque pensé si no estaría todo el clan de Metelo para intentar apartarme de Cayo Mario. Y allí fue donde la conocí, a la pobre: la esposa de Escauro. ¡Por todos los dioses!, ¿por qué tenían que casarla con Escauro? ¡Puede ser su abuelo! Dalmática es su nombre; para tener metidas en cintura a los centenares de Cecilias Metelas. Nada más verla, la amé. Al menos, creo que es amor, aunque también es compasión; pero no dejo de pensar en ella, y eso quiere decir que es amor, ¿no? Esta encinta. ¿No te parece repugnante? Naturalmente, a ella nadie le pidió su parecer. Metelo el Meneitos se la regaló simplemente a Escauro como a un niño un dulce. Ha muerto tu hijo, pues toma este premio de consolación. ¡Haz otro hijo! Repugnante. Y, sin embargo, si me conocieran a medias, serían ellos los asqueados. Para mí, Aurelia, son más inmorales que yo, pero ellos nunca lo verán asi.