El primer hombre de Roma (123 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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Nadie decía una palabra. Nadie se movía. Si su cara torcida había corroborado los rumores, la perplejidad que ahora se apoderaba de todos era prueba del ascendiente que se había ganado sobre ellos durante aquellos cinco años. ¿Un Senado sin Cayo Mario en la silla curul? ¡Impensable!

Incluso Escauro, príncipe del Senado, y Catulo César estaban estupefactos.

En aquel momento se oyó una voz procedente de las sillas a espaldas de Escauro.

—Bi... bi... bien. Ahora mi pa... pa... dre pu... pu... ede volver —dijo Metelo.

—Os doy las gracias por el cumplido, joven Metelo —dijo Mario mirándole a la cara—. Inferís que es sólo por culpa mia por lo que vuestro padre está exiliado en Rodas, pero no es así, ¿sabéis? Es la ley la que mantiene a Quinto Cecilio el Numídico en el exilio. ¡Y conmino a todos los miembros de esta augusta cámara a recordarlo! ¡Porque yo no sea cónsul no se derogarán decretos, plebiscitos ni leyes!

—¡Qué estúpido! —musitó Escauro a Catulo César—. Si no hubiese dicho eso, habríamos podido traer bajo cuerda a Quinto Cecilio a primeros del año que viene, pero ahora no lo consentirán. Creo que ya es hora de que el joven Metelo tenga un apodo.

—¿Cuál? —inquirió Catulo César.

—Pi... pi... pío —contestó Escauro con sorna—. ¡Metelo el Pío, que sólo anhela que su tata vuelva a casa!

Fue extraordinario ver cómo la cámara se ponía manos a la obra ahora que Mario ocupaba la silla curul; era extraordinaria aquella sensación de bienestar que impregnaba a los miembros del Senado, como si, de pronto, ya no importase tanto la muchedumbre de afuera.

Informado del cambio efectuado para la presentación de los candidatos curules, Mario se limitó a dar su consentimiento con una inclinación de cabeza y ordenar a Saturnino que convocase a la Asamblea plebeya para elegir algunos magistrados, ya que hasta que éstos no estuvieran nombrados no se podían elegir otros.

Tras lo cual, Mario se volvió hacia Cayo Servilio Glaucia, que estaba sentado a su espalda y a la izquierda, en su silla de pretor urbano.

—Me ha llegado el rumor, Cayo Servilio —le dijo— de que tratáis de acceder al consulado sobre la base de ciertos epígrafes nulos que supuestamente habéis encontrado en la lex Villia. Os ruego que no lo hagáis. La lex Villia annalis estipula inequívocamente que el candidato debe esperar dos años entre el final de su pretorado y el consulado.

—¡Quién fue a hablar! —replicó Glaucia, atónito, conteniendo un grito al encontrarse con tal oposición en un sector senatorial en el que esperaba haber encontrado apoyo—. ¿Cómo podéis tener el cinismo, Cayo Mario, de acusarme de intentar violar la lex Villia, cuando vos la habéis transgredido de hecho cinco años seguidos? ¡Si la lex Villia es válida, hay que añadir que inequívocamente estipula que nadie que haya sido cónsul puede aspirar al cargo hasta haber transcurrido un plazo de diez años!

—Yo no busqué el consulado después de la primera vez, Cayo Servilio —contestó Mario sin levantar la voz—. Se me concedió, ¡y tres veces in absentia!, a causa de los germanos. Cuando se produce una situación excepcional quedan en suspenso toda clase de costumbres, ¡hasta las leyes! Pero una vez que el peligro ha pasado, todas esas medidas extraordinarias deben cesar.

—¡Ja, ja, ja! —se oyó decir a Metelo el Meneitos hijo desde la parte de atrás, en perfecta consonancia con su defecto oral.

—Ha llegado la paz, padres conscriptos —añadió Mario como si nadie hubiese intervenido—, y por consiguiente debemos reanudar el proceso normal de un gobierno normal. Cayo Servilio, la ley os prohibe ser candidato al consulado, y como presidente oficial de las elecciones no aceptaré vuestra candidatura. Os ruego que lo toméis como una sincera advertencia y que renunciéis a esa idea porque está fuera de lugar. Roma necesita legisladores de vuestro talento, y no se pueden hacer las leyes si se violan.

—¡Te lo dije! —terció Saturnino con voz audible.

—No puede impedírmelo ni él ni nadie —replicó Glaucia con voz que todos oyeron.

—Te lo impedirá —añadió Saturnino.

—En cuanto a vos, Lucio Apuleyo —dijo Mario, volviéndose hacia el banco de los tribunos—, me ha llegado el rumor de que pensáis ser por tercera vez tribuno de la plebe. Bien, eso no va contra la ley y no puedo impedíroslo, pero si que puedo pediros que desechéis la idea. No deis una nueva interpretación al sentido de la palabra "demagogo". Lo que habéis hecho estos últimos meses no es la habitual tarea política de un miembro del Senado de Roma. Con el acervo de leyes y la ingente habilidad que hemos alcanzado para hacer funcionar los dientes y ruedas del gobierno en interés de Roma, no hay necesidad de explotar la simpleza política del populacho. Son gentes incautas que no debemos corromper y es nuestro deber cuidarlos sin utilizarlos para alcanzar nuestros propósitos políticos.

—¿Habéis terminado? —inquirió Saturnino.

—De momento, sí, Lucio Apuleyo.

Y tal como lo había dicho, podía interpretarse de muchas maneras.

 

Bien, ya estaba hecho, pensó mientras regresaba a casa con un laborioso paso que había adoptado para disimular la leve tendencia a arrastrar el pie izquierdo. Qué extraños y horribles habían sido aquellos meses en Cumas, escondiéndose de la gente por no poder soportar su espanto, su compasión y su maligna satisfacción. Pero los más insoportables eran los que, por su cariño, sentían pena, como Publio Rutilio. La dulce y cariñosa Julia se había convertido en una déspota irreductible que prohibía a todos, Publio Rutilio incluido, pronunciar una sola palabra de política o de asuntos públicos. No se había enterado de la falta de trigo, no se había enterado de las zalemas de Saturnino con las masas; su vida había quedado reducida a un austero régimen de dieta, ejercicio y lectura de los clásicos. En lugar de un buen trozo de tocino con pan frito, había tenido que alimentarse a base de sandía, porque Julia decía que depuraba los riñones; en lugar de ir a la Curia Hostilia, había dado paseos por Baiae y Misenum; en lugar de leer los informes senatoriales y los despachos provinciales, se había enfrascado en Isócrates, Herodoto y Tucídides, para acabar por no creer a ninguno, porque no le parecían hombres de acción, sino simples eruditos.

Pero había dado resultado. Y poco a poco fue mejorando. Aunque nunca más volvería a ser el mismo; nunca más podría mover el lado izquierdo de la boca; nunca más podría disimular el hecho de que estaba cansado. El traidor que albergaba su cuerpo le había marcado a los ojos de los demás. Fue esto lo que finalmente le impulsó a rebelarse. Y Julia, que no salía de su asombro por lo dócil que se había mostrado, cedió inmediatamente. Por eso había mandado llamar a Publio Rutilio y había vuelto a Roma a recomponerlo todo lo mejor posible.

Desde luego sabía que Saturnino se mantendría retirado, pero se había sentido obligado a hacerle la advertencia. En cuanto a Glaucia, no consentiría que le eligieran; por ese lado no había que preocuparse. Ahora, al menos, podrían celebrarse las elecciones una vez que los tribunos de la plebe asumieran el cargo el día anterior a los Nones y los cuestores en los Nones. Eran elecciones problemáticas porque había que celebrarlas en la zona de comicios del Foro, en donde se arremolinaba a diario la multitud, gritando obscenidades y arrojando porquerías a los togados, esgrimiendo el puño, mientras escuchaban arrobados a Saturnino.

No, a Cayo Mario no le habían abucheado ni silbado. Él había cruzado aquella multitud camino de su casa después de la memorable sesión, y había sentido su cálido afecto. Nadie de condición inferior a los de la segunda clase miraría con desaire a Cayo Mario: él era un héroe como los hermanos Graco. Y había quienes al ver su rostro lloraban por los estragos de la enfermedad; y quienes nunca le habían visto en persona y pensaban que siempre había tenido aquella cara, que aún le admiraban más. Pero nadie se atrevía a tocarle y todos se apartaban para dejarle paso, mientras él caminaba orgulloso y modesto a la vez, llegándoles al corazón y a la mente. Era una comunión muda. Saturnino le observaba pensativo desde la tribuna de los Espolones.

—La masa es un fenómeno pavoroso, ¿no es cierto? —dijo Sila a Mario aquella noche mientras cenaban con Publio Rutilio Rufo yJulia.

—Es el signo de los tiempos —comentó Rutilio.

—Es signo de que los hemos decepcionado —añadió Mario frunciendo el entrecejo—. Roma necesita un descanso. Desde la época de Cayo Graco no hemos cesado de encontrarnos con algún tipo de grave dificultad: Yugurta, los germanos, los escordiscos, el descontento de los itálicos, las sublevaciones de esclavos, piratas, carestía del trigo... la lista es interminable. Necesitamos un respiro, cierto tiempo para dedicarlo a Roma y olvidarnos de nosotros. Esperemos que así sea. Al menos cuando mejore el abastecimiento de grano.

—Tengo un recado de Aurelia —dijo Sila.

Mario, Julia y Rutilio Rufo se volvieron, mirándole curiosos.

—¿Es que la ves, Lucio Cornelio? —inquirió Rutilio Rufo en su papel de celoso tio.

—¡No os pongáis paternalista, Publio Rutilio, no hay necesidad! Sí, la veo de vez en cuando. Necesita alguien que comprenda su situación y por eso voy a verla. Ella está vinculada al Subura, que es también mi mundo —dijo con toda naturalidad—. Conservo amigos allí, así que ir a verla me viene de paso como quien dice.

—¡Oh, habría debido de invitarla! —exclamó Julia, consternada por su descuido—. Nos olvidamos de ella sin darnos cuenta.

—Ella se hace cargo —dijo Sila—. No me malinterpretéis, pero a ella le gusta su mundo; aunque le complace estar al tanto de lo que sucede en el Foro y de eso me encargo yo. Vos sois su tío, Publio Rutilio, y es lógico que le ocultéis los problemas, mientras que yo se lo cuento todo. Es sumamente inteligente.

—¿Cuál es el recado? —inquirió Mario.

—Es de su amigo Lucio Decumio, el hombrecillo encargado del colegio de la encrucijada en su ínsula, y dice algo así como que si creéis que el Foro lo invade la multitud, aún no habéis visto nada. El día de las elecciones tribunicias el mar de rostros se convertirá en un océano.

 

Lucio Decumio tenía razón. Al salir el sol, Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila se encaminaron al Arx capitolino y se acodaron en la barandilla del acantilado de la Lautumiae para contemplar el Foro Romano a sus pies. Era un verdadero océano de gentes apiñadas, desde el Clivus Capitolinus hasta el Velia. Era una muchedumbre tranquila, siniestra, amenazadora e impresionante.

—¿Por qué? —exclamó Mario.

—Según Lucio Decumio, para que se note su presencia. Se van a reunir los comicios para elegir a los nuevos tribunos de la plebe, han oído que Saturnino va a presentarse y piensan que es su mejor oportunidad para llenar el estómago. La hambruna apenas ha empezado, Cayo Mario, y no quieren pasar hambre —contestó Sila con voz monocorde.

—¡Pero no pueden influir en el resultado de una elección efectuada por las tribus, de igual modo que tampoco en las elecciones centuriadas! Casi todos deben pertenecer a las cuatro tribus urbanas.

—Cierto. Y no habrá muchos electores de las treinta y una tribus rurales, aparte de los que viven en Roma —dijo Sila—. Hoy no hay ambiente festivo para atraer a votantes rurales, así que, en realidad, votarán un puñado de esos que vemos. Y lo saben; pero no han venido a votar. Han venido para hacernos saber que están ahí.

—¿Es idea de Saturnino? —inquirió Mario.

—No. La multitud que le sigue es la que viste en las calendas y todos los días siguientes. Los cagones y meones, los llamo yo. Escoria, miembros de los colegios de encrucijadas, ex gladiadores, ladrones y descontentos, tenderos crédulos que padecen de falta de dinero, libertos hartos de rebajarse ante sus antiguos amos y muchos que creen que pueden ganarse un par de denarios manteniendo a Lucio Apuleyo en el cargo de tribuno de la plebe.

—En realidad son más —dijo Mario—. Son los devotos seguidores del que desde la tribuna se los ha tomado en serio por primera vez —dijo Mario, echando el peso del cuerpo sobre el inválido pie izquierdo—. Pero los que han acudido hoy no son seguidores de Lucio Apuleyo Saturnino, no son seguidores de nadie. ¡Por los dioses, no había tantos cimbros en el campo de Vercellae! Y no tengo ejército, sino una simple toga bordada de púrpura. Disuasoria idea.

—Lo es, en efecto —añadió Sila.

—Aunque, no se... Quizá mi toga bordada de púrpura sea todo lo que el ejército necesita. De repente, Lucio Cornelio, estoy viendo a Roma bajo una luz totalmente distinta. Hoy la gente ha acudido al Foro para que la veamos; pero todos los días andan por la ciudad ocupándose de sus asuntos y en cuestión de una hora pueden congregarse ahí para que los veamos. ¿Y creemos gobernarlos?

—Y lo hacemos, Cayo Mario. Ellos son incapaces de gobernarse. Se dejan gobernar. Pero Cayo Graco les dio pan barato y los ediles les ofrecen buenos juegos y espectáculos. Y ahora llega Saturnino y les promete pan barato en plena hambruna; no puede cumplir su promesa y empiezan a sospecharlo. Que es el motivo por el que han venido para que los veamos durante sus elecciones —dijo Sila.

—Son un toro gigante pero apacible —añadió Mario, que había dado con aquella metáfora—. Viene a ti cuando te ve con un cubo en la mano, porque lo que le interesa es el alimento que hay en él, pero cuando descubre que el cubo está vacío, no se revuelve rabioso a cornearte, sino que piensa que has escondido el alimento sobre tu persona y te aplasta mortalmente sin apenas darse cuenta de que te destroza bajo sus pezuñas.

—Saturnino lleva un cubo vacío —dijo Sila.

—Exactamente —añadió Mario, dando la espalda a la barandilla—. Vamos, Lucio Cornelio; cojamos el toro por los cuernos.

—¡Y esperemos que no tenga heno en ellos! —replicó Sila sonriendo.

Nadie de la multitud puso trabas para que circularan los senadores y los ciudadanos politizados que acudían a votar a la zona de comicios; mientras Mario subía a la tribuna de los Espolones, Sila fue a la escalinata del Senado con el resto de los senadores patricios. Los electores de la Asamblea plebeya se encontraron aquel día en una isla rodeada por un mar de observadores bastante silenciosos, una isla en la que la tribuna de los Espolones surgía como un escollo en el océano. Indudablemente se esperaban unos cuantos miles de la morralla de Saturnino y por ello muchos senadores y electores llevaban puñales y porras bajo la toga, en particular el pequeño clan de jóvenes boni conservadores de Cepio hijo. Pero aquello no eran las hordas de Saturnino: era el populacho de Roma en manifestación de protesta. De pronto cundió la impresión de que había sido un error acudir con puñales y porras.

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