El primer hombre de Roma (117 page)

Read El primer hombre de Roma Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
12.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

Julia se puso en pie y se acercó a él, le obligó a que dejase de pasear y le cogió las manos.

—Siento decirlo, mi amor, pero el foro político no es lugar para un hombre tan directo como tú.

—Si hasta ahora no lo sabía, desde luego; ahora si —replicó él, cabizbajo—. Supongo que habrá que hacerlo con la maldita cláusula especial de Glaucia. Pero, como no deja de decirme Publio Rutilio, ¿adónde iremos a parar con todas esas leyes de nuevo cuño? ¿Estamos realmente sustituyendo lo malo por lo bueno? ¿O simplemente cambiándolo por algo peor?

—Eso el tiempo lo dirá —dijo ella, tranquila—. Suceda lo que suceda, Cayo Mario, nunca olvides que siempre habrá profundas crisis de gobierno, que la gente siempre andará diciendo en tono horrorizado que esta o aquella ley son el hundimiento de la república y que Roma ya no es lo que era. Lo sé porque he leído que Escipión el Africano lo decía de Catón el censor. Y es muy probable que algún antepasado de los Julios César lo dijese de Bruto cuando mató a sus hijos. La república es indestructible, y todos lo saben aunque se desgañiten diciendo que está condenada. Así que no pierdas de vista ese hecho.

Su buen humor le estaba apaciguando; Julia advirtió su satisfacción porque el fulgor rojo de sus ojos se desvanecía y la irritación desaparecía de su rostro. Era el momento de cambiar de tema, pensó.

—Por cierto, mi hermano Cayo Julio querría verte mañana, así que he aprovechado la ocasión para invitar a cenar a él y a Aurelia, si te parece bien.

—¡Claro que sí, estupendo! —gruñó Mario—. ¡Se me había olvidado! Claro, va a salir para Cercina para establecer mi primera colonia de veteranos! —añadió desasiéndose de Julia y cogiéndose la cabeza con las manos—. ¡Por los dioses, qué memoria tengo! ¿Qué me está pasando, Julia?

—Nada —contestó ella para calmarle—. Necesitas un descanso, unas semanas fuera de Roma preferentemente. Pero como eso no podrá ser, ¿por qué no vamos juntos a buscar al pequeño Mario?

Aquel niño tan precioso, que aún no tenía nueve años, era el mejor de los hijos: alto, fuerte, rubio y con una nariz lo bastante romana para deleite de su padre. Que el niño mostrase más tendencia por lo físico que por lo intelectual, también complacía a Mario. El hecho de que siguiera siendo hijo único dolía a la madre más que al padre, porque Julia había sufrido dos abortos en los dos embarazos que siguieron a la muerte de su hermano menor, y ahora comenzaba a pensar que no podría nunca llevar un embarazo a buen término. Mientras que Mario estaba contento con tener un solo hijo y se negaba a creer que fuese a haber otro retoño.

La cena fue un éxito y no hubo otros convidados que Cayo Julio César, su esposa Aurelia y el tío de ésta, Publio Rutilio Rufo.

César se disponía a partir para Cercina, en Africa, al final del intervalo de mercado de ocho días, y estaba encantado con la encomienda, aunque había algo que empañaba su satisfacción.

—No estaré en Roma cuando nazca mi primer hijo —dijo sonriente.

—¡No, Aurelia! ¿Otra vez? —exclamó quejumbroso Rutilio Rufo—. ¡Ya verás, será otra niña! ¿De donde vais a sacar otra dote?

—¡Bah, tío Publio! —replicó la impenitente Aurelia, cogiendo un trozo de pollo—. Para empezar, no necesitaremos dote para las niñas. El padre de Cayo Julio nos hizo prometerle que no seríamos unos César engreídos y que mantendríamos a nuestras hijas al margen de la plutocracia. Así que pensamos casarlas con rústicos anodinos riquísimos —siguió sirviéndose trozos de pollo—. Y como ya tenemos la pareja de niñas, ahora vamos a tener niños.

—¿Todos a la vez? —inquirió Rutilio Rufo con un guiño.

—¡Oh, no estaría nada mal unos gemelos! ¿Es frecuente entre los Julios? —inquirió la intrépida madre a su cuñada.

—Creo que sí —contestó Julia—. Nuestro tío Sexto tuvo mellizos, aunque uno murió. César Estrabo es gemelo, ¿verdad?

—Exactamente —respondió Rutilio Rufo con una mueca—. A nuestro pobre amigo bizco le gusta poner sobrenombres adecuados y uno de ellos es "Vopiscus", que quiere decir superviviente de gemelos. Pero tengo entendido que le han puesto otro sobrenombre.

—¿Cuál? —inquirió Mario por cuenta de los demás, que habían advertido el tono de malicioso regocijo en el comentario.

—Le ha salido una fístula en la parte inferior y alguien maliciosamente dijo que tenía culo y medio y empezó a llamarle Sesquiculus —dijo Rutilio Rufo.

Todos se echaron a reír, incluidas las mujeres, a quienes no se impidió compartir aquella leve obscenidad.

—En la familia de Lucio Cornelio también puede haber gemelos —añadió Mario, enjugándose los ojos.

—¿Por qué lo dices? —inquirió Rutilio Rufo, figurándose que se trataba de otro chismorreo.

—Pues porque, como bien sabéis, aunque se ignore en Roma, ha vivido un año entre los cimbros y tiene una esposa querusca, llamada Germana, que le dio gemelos.

—¿Cautiva y muerta? —inquirió Julia, ya muy seria.

—¡Edepol, no! La devolvió a su tribu en Germania antes de regresar con nosotros.

—Un individuo muy raro, ese Lucio Cornelio —dijo Rutilio Rufo, pensativo—. No está muy bien de la cabeza.

—Pues por una vez te equivocas, Publio Rutilio —replicó Mario—. No conozco a nadie que la lleve tan firme sobre sus hombros como Lucio Cornelio. En realidad, creo que es el futuro hombre de Roma.

—Desde luego, se volvió como un rayo a la Galia itálica después del triunfo —dijo Julia con una risita—. El y mi madre no dejan de pelearse, y cada vez más.

—Bueno, es comprensible —dijo Mario con sorna—. Tu madre es la única persona de este mundo capaz de atemorizarme.

—Marcia es encantadora —añadió Rutilio Rufo, soñador—. Por lo menos en los viejos tiempos daba gusto mirarla —se apresuró a añadir.

—No cabe duda que ha hecho todo lo que ha podido por encontrarle a Lucio Cornelio otra esposa —dijo César.

Rutilio Rufo casi se atraganta con un hueso de ciruela.

—Bien, estuve cenando en casa de Marco Emilio Escauro el otro día —añadió con tono de maliciosa complacencia—, y si no hubiese sido ya esposa de otro, habría apostado algo a que Lucio Cornelio habría encontrado cónyuge por sí solo.

—¡No me digas! —exclamó Aurelia, inclinándose en la silla—. ¡Vamos, tío Publio, cuéntanoslo!

—Pues nada menos que la pequeña Cecilia Metela Dalmática —contestó Rutilio Rufo.

—¿La esposa del mismísimo príncipe del Senado? —cacareó Aurelia.

—Eso es. Lucio Cornelio la miró nada más presentársela, se puso más rojo que su cabellera y se pasó toda la cena embobado sin dejar de mirarla.

—No puedo ni imaginármelo —dijo Mario.

—¡Pues imagínatelo! —replicó Rutilio Rufo—. Hasta Marco Emilio lo notó; bueno, claro, ahora está con su pequeña Dalmática como una gallina clueca con un pollito. Así que la mandó en seguida a la cama en cuanto acabamos el primer plato. Y ella, con aire de gran decepción y dirigiendo una mirada de tímida admiración a Lucio Cornelio, derramó el vino al retirarse.

—Mientras no derrame el vino en el regazo... —comentó Mario.

—¡Oh, no, otro escándalo no! —exclamó Julia—. Lucio Cornelio no puede permitirse otro escándalo. Cayo Mario, ¿no podrías decirle algo?

Mario adoptó esa actitud molesta que se da en un marido cuando su esposa le pide algo poco masculino e impropio de él.

—¡Desde luego que no!

—¿Por qué? —inquirió Julia, que consideraba lógica su petición.

—¡Porque la vida privada de un hombre es cosa de él, y no le iba a gustar que metiese la nariz en sus cosas!

Tanto Julia como Aurelia hicieron un gesto de desagrado.

En su habitual papel de moderador, César lanzó un carraspeo.

—Como Marco Emilio Escauro tiene aspecto de aguantar otros cien años hasta que lo mate un hacha, no creo que tenga que preocuparse mucho de Lucio Cornelio y de Dalmática. Tengo entendido que Marcia ya ha elegido candidata y que Lucio Cornelio ha aceptado, así que en cuanto regrese de la Galia itálica recibiremos invitaciones de boda.

—¿De quién se trata? —inquirió Rutilio Rufo—. ¡A mí no me ha llegado un solo rumor!

—Elia, la hija única de Quinto Elio Tubero.

—Ya no es ninguna niña, ¿no? —inquirió Mario.

—Treinta y tantos; la misma edad que Lucio Cornelio —contestó apaciblemente César—. Por lo visto él no quiere más niños; por eso Marcia pensó que una viuda sin hijos era ideal. Es una dama bastante guapa.

—De una buena familia —añadió Rutilio Rufo—. ¡Y rica!

—Pues me alegro por Lucio Cornelio —dijo Aurelia, satisfecha—. ¡No lo puedo evitar, yo le aprecio!

—Todos le apreciamos —añadió Mario, dirigiéndole un guiño—. Cayo Julio, ¿no te da celos esa admiración confesada?

—Bah, tengo rivales más serios por el afecto de Aurelia que simples patricios legados —contestó sonriente César.

—¿Ah, sí? ¿Quién? —inquirió Julia.

—Se llama Lucio Decumio, y es un hombrecillo mugriento de unos cuarenta años, de piernas delgadas, cabello grasiento y que apesta a ajo —contestó César, cogiendo el plato de frutos secos para elegir la pasa más grande—. Me llena la casa de espléndidos ramos de flores, de la estación o exóticas, a Lucio Decumio igual le da; envía un cargamento cada tres o cuatro días. Y no hace más que visitar a Aurelia dándole una coba asquerosa. En realidad está tan encantado con nuestro futuro retoño, que a veces me pregunto...

—¡Ya está bien, Cayo Julio! —exclamó Aurelia riendo.

—¿Y quién es ese hombre? —inquirió Rutilio Rufo.

—El vigilante o lo que sea de ese colegio de la encrucijada que Aurelia está obligada a aguantar sin cobrar alquiler —contestó César.

—Lucio Decumio y yo tenemos un trato —dijo Aurelia, arrebatándole a César la pasa que estaba a punto de llevarse a la boca.

—¿Qué trato? —inquirió Rutilio Rufo.

—Respecto a su zona de actuación; quedando excluido el vecindario,

—¿Qué actuación?

—Es que es un asesino —contestó Aurelia.

 

Cuando Saturnino presentó su segunda ley agraria, la cláusula que estipulaba lo del juramento sonó como un trueno en el Foro; no fue un rayo de Júpiter Tonante, sino un trueno aciago de los antiguos dioses, los verdaderos, los dioses sin rostro, los numina. No sólo se exigía un voto a los senadores, sino que en lugar del juramento tradicional en el templo de Saturno, la ley de Saturnino estipulaba que el voto se efectuara al aire libre en el templo sin techumbre de Semo Sancus Dius Fidius, en el bajo Quirinal, en el que el dios sin rostro y sin mitología contaba con la sola imagen de Caya Cecilia —esposa del rey Tarquino Prisco de la antigua Roma— humanizando el recinto. Y las deidades en cuyo nombre se efectuaba el juramento no eran las grandes deidades del Capitolio, sino las modestas numína sin faz auténticamente romanas, los Di Penates Publici, guardianes de la bolsa y la despensa públicas, los Lares Praestites, guardianes del Estado, y Vesta, guardiana de la tierra. Nadie conocía su aspecto ni de dónde procedían, ni siquiera el sexo que tenían. Constituían una presencia y tenían gran importancia porque eran romanas. Eran los símbolos públicos de los dioses más privados, las deidades que presidían la familia, la más sagrada de todas las tradiciones romanas. Ningún romano podía jurar por esas divinidades ni romper su juramento, pues ello habría supuesto acarrear la ruina, el desastre y la desintegración de su familia, su casa y su bolsa.

Pero la mentalidad legalista de Glaucia no confiaba únicamente la ley al temor sin nombre de los numina innominables; para dar empaque al voto, la ley de Saturnino especificaba que a los senadores que se negasen a jurar no se les daría fuego ni agua en toda Italia, se les impondría una multa de veinte talentos de plata y quedarían despojados de su ciudadanía.

—El inconveniente es que aún no hemos llegado lo bastante lejos con la rapidez necesaria —dijo Metelo el Numídico a Catulo César, al pontífice máximo Ahenobarbo, a su hijo Metelo, a Escauro, a Lucio Cota y a su tío Marco Cota—. La Asamblea de la plebe aún no está madura para deshacerse de Cayo Marío y aprobará la ley. Y se nos obligará a jurar —añadió con un estremecimiento—. Y si juro, tendré que mantener el juramento.

—Pues no puede aprobarse esa ley —dijo Ahenobarbo.

—No hay un solo tribuno de la plebe que se atreva a interponer el veto —añadió Marco Cota.

—Pues habrá que oponerse a ella basándonos en la religión —dijo Escauro, mirando intencionadamente a Ahenobarbo—. Si ellos han mezclado en esto a la religión, igual haremos nosotros.

—Creo que sé a lo que te refieres —dijo Ahenobarbo.

—Pues yo no —añadió Cota.

—Cuando llegue el día en que se vote la aprobación de la ley y los augures examinen los presagios para comprobar que los comicios no contravienen los deseos divinos, haremos que sean adversos —dijo Ahenobarbo—. Y seguiremos comprobando que son adversos hasta que uno de los tribunos de la plebe tenga valor para interponer el veto so pretexto de la religión. Y se acabó lo de la ley, porque la Asamblea de la plebe se cansa en seguida de las cosas.

El plan se llevó a la práctica y los augures declararon adversos los presagios. Desgraciadamente, Lucio Apuleyo Saturnino era también augur —un cargo a guisa de recompensa que se le concedió a instancias de Escauro cuando éste lo rehabilitó— y su interpretación de los presagios no concordaba.

—¡Es un truco! —gritó a la plebe desde la tribuna—. ¡Mirad a esos paniaguados del Senado, padres de la patria! ¡Los presagios son favorables, pero lo que quieren es quebrar el poder del pueblo! ¡Todos sabemos que Escauro, príncipe del Senado, Metelo el Meneitos y Catulo son capaces de lo que sea para privar a nuestros soldados de su justa recompensa, y esto demuestra que han pasado a los hechos! ¡Han falseado deliberadamente la voluntad de los dioses!

El pueblo creyó a Saturnino, que había tenido la prevención de introducir a sus gladiadores entre la multitud, y cuando uno de los tribunos de la plebe trató de interponer el veto diciendo que los presagios eran adversos, que había oído truenos y que cualquier ley aprobada aquel día sería nefas, sacrílega, entraron en acción los gladiadores de Saturnino, y mientras él afirmaba en tono grandilocuente que no aceptaría el veto, sus matones bajaron al desventurado de la tribuna y se lo llevaron por el Clivus Argentarius hasta las mazmorras de la Lautumiae y allí lo tuvieron hasta que terminó la votación de las tribus por la que se aprobó la ley, pues la cláusula del juramento era suficiente novedad para intrigar a los habituales asistentes de la Asamblea plebeya. ¿Qué sucedería si se aprobaba la ley? ¿Quién se opondría? ¿Cómo reaccionaría el Senado? ¡Aquello era para no perdérselo! Y la gente quería participar.

Other books

Brighton by Michael Harvey
Best Left in the Shadows by Gelineau, Mark, King, Joe
Tomatoland by Barry Estabrook
Her Two Dads by Ariel Tachna
Bet on Ecstasy by Kennedy, Stacey
Catalyst by Riley, Leighton
The Privilege of the Sword by Kushner, Ellen
Genital Grinder by Harding, Ryan
Legends of the Riftwar by Raymond E. Feist