Saturnino lanzó un silbido.
—¡Eso va a ser polémico! Los padres de la patria no lo aceptarán.
—Lo sé. Lo que no sé es si vos tenéis el valor para defenderlo...
—Nunca he considerado detenidamente eso del valor —replicó Saturnino, pensativo—, y, por consiguiente, no sé cuánto tengo. Pero sí, Cayo Mario, creo que no me faltará para defenderlo.
—No necesito sobornar para asegurarme la elección, porque es cosa hecha —añadió Mario—. Sin embargo, no sé por qué no iba a procurarme unos cuantos que repartieran sobornos para asegurar el cargo de segundo cónsul; y para el vuestro, si necesitáis ayuda, Lucio Apuleyo. Y también para Cayo Servilio Glaucia. Tengo entendido que va a presentarse a las elecciones de pretor.
—Así es. Sí, Cayo Mario, a los dos nos gustaría mucho que nos ayudarais a salir elegidos. En contrapartida, haremos todo lo que sea necesario para que consigáis esas tierras.
—Ya he preparado algo —dijo Mario sacando un rollo de papel— y he redactado el tipo de ley que creo será necesaria. Desgraciadamente, no soy ningún famoso jurista, mientras que vos sí. Pero, y espero que no os ofendáis, Glaucia es un verdadero genio en legislación. ¿No podríais los dos formular unas grandes leyes para los inexpertos escribas?
—Vos nos ayudáis a conseguir el cargo, Cayo Mario, y tened la seguridad de que se aprobarán vuestras leyes —contestó Saturnino.
No cabía duda del alivio que recorrió el corpachón de Mario, ostensiblemente relajado.
—Solamente añadiré una cosa, Lucio Apuleyo: os juro que no me importa si no soy cónsul por séptima vez —dijo.
—¿Por séptima vez?
—Me predijeron que sería cónsul siete veces.
Saturnino se echó a reir.
—¿Por qué no? Nadie habría podido imaginar que alguien fuese a ser cónsul seis veces. Y vos vais a serlo.
Las elecciones del nuevo colegio de tribunos de la plebe se celebraron mientras Cayo Mario y Catulo César conducían a sus respectivos ejércitos hacia Roma para proceder al desfile triunfal, y fueron unos comicios muy movidos. Había más de treinta candidatos para los diez cargos, y más de la mitad eran individuos al servicio de los padres de la patria, por lo que la campaña fue cáustica y violenta.
Glaucia, presidente de los diez tribunos salientes, era el delegado para celebrar la elección del colegio entrante. De haberse celebrado ya las elecciones centuriadas de cónsules y pretores, no habría podido asumirlo por su condición de pretor electo, pero, dadas las circunstancias, nada se lo impedía.
Se llevaron a cabo en la zona de comicios, bajo la presidencia de Glaucia en la tribuna de los Espolones, mientras sus nueve colegas echaban a suertes el orden en que votaban las treinta y cinco tribus y luego fiscalizar a las distintas tribus conforme lo iban haciendo.
Había mucho dinero de por medio, parte de él repartido por Saturnino, pero mucho más por cuenta de los candidatos anónimos respaldados por los padres de la patria. Todos los ricos de los bancos delanteros conservadores se habían rascado el bolsillo para comprar votos para candidatos como Quinto Nonio de Piceno, una nulidad política de acendrado espíritu conservador. Aunque Sila nada había tenido que ver con su ingreso en el Senado, era hermano del cuñado de Sila, y cuando Cornelia Sila, la hermana de Sila, se casó y entró a formar parte de la riquísima familia de la aristocracia rural de Nonio de Piceno, el lustre de su apellido impulsó a los varones de la misma a probar su suerte en el cursus honorum, y decidieron dar el espaldarazo al hijo nacido de este matrimonio, aunque antes su tío quiso ver lo que se podía hacer.
Fueron unas elecciones llenas de sorpresas. Por ejemplo, Quinto Nonio de Piceno fue elegido sin dificultad, mientras que Lucio Apuleyo Saturnino no lo consiguió. Había diez cargos y Saturnino quedó en undécimo lugar en la lista.
—¡No lo puedo creer! —exclamó Saturnino, mirando a Glaucia—. ¡No puedo creérmelo! ¿Qué ha pasado?
Glaucia ponía ceño, porque, de pronto, disminuían enormemente sus posibilidades de ser pretor. Pero se encogió de hombros, dio unas palmaditas a Saturnino en la espalda y bajó de la tribuna.
—No te preocupes —dijo—, aún puede cambiar la situación.
—¿Cómo va a cambiar el resultado de una elección? —inquirió Saturnino—. No, Cayo Servilio, ¡me han eliminado!
—Dentro de un rato volveré a verte. Tú no te muevas ni te vayas —dijo Glaucia, perdiéndose entre la muchedumbre.
En el momento en que Quinto Nonio de Piceno oyó su nombre como uno de los diez tribunos elegidos, quiso marcharse a su lujosa casa del Carinae, donde le esperaban su esposa, con su cuñada Cornelia Sila y su hijo, ansiosos de saber los resultados.
Pero resultaba más difícil salir del Foro de lo que Quinto Nonio pensaba, pues no hacían más que pararle a cada paso para darle la enhorabuena; y por cortesía lógica no podía despachar por las buenas a los que le abordaban. Así, se vio forzado a retrasarse ante los incesantes saludos, sonrisas y apretones de mano.
Por fin fueron desapareciendo uno tras otro, y Quinto Nonio pudo embocar la primera calle en la ruta hacia su casa, acompañado por tres amigos que también vivían en el Carinae. Cuando les salieron al paso una docena de hombres armados de palos, uno de los amigos logró escapar corriendo hacia el Foro, para pedir auxilio, pero lo encontró virtualmente desierto. Afortunadamente Saturnino y Glaucia seguían hablando con un grupito cerca de la tribuna; a Glaucia se le veía congestionado y algo despeinado. Al oír los gritos de socorro, todos echaron a correr; pero era demasiado tarde y hallaron muertos a Quinto Nonio y a sus dos acompañantes.
—¡Edepol! —exclamó Glaucia, poniéndose en pie después de comprobar que Quinto Nonio había expirado—. Quinto Nonio acababa de ser elegido tribuno de la plebe y yo soy el funcionario encargado de los comicios —añadió frunciendo el entrecejo—. Lucio Apuleyo, ¿quieres encargarte de hacer que lleven a Quinto Nonio a casa? Yo tengo que volver al Foro y resolver esta situación electoral.
La turbación de haber encontrado a Quinto Nonio y a sus acompañantes muertos en el charco de su propia sangre, prívó a los que habían acudido en su auxilio, incluido Saturnino, de sus normales facultades de raciocinio y nadie advirtió lo antinatural de aquellas palabras de Glaucia, ni siquiera Saturnino. Y allí, de pie y solo en la tribuna de los Espolones, ante un Foro vacío, Cayo Servilio Glaucia anunció la muerte del recién elegido tribuno de la plebe Quinto Nonio, para, acto seguido, comunicar que el candidato que ocupaba el undécimo lugar, Lucio Apuleyo Saturnino, sería quien le reemplazase.
—Todo arreglado —dijo Glaucia, satisfecho, más tarde en casa de Saturnino—. Ahora ya eres legalmente tribuno de la plebe en sustitución de Quinto Nonio.
Desde los acontecimientos que le habían forzado a abandonar su cargo de cuestor en Ostia, Saturnino no tenía muchos escrúpulos, pero aun así se quedó mirando boquiabierto a Glaucia.
—¡No habrás sido...! —quiso exclamar.
Pero Glaucia rozó con la punta del dedo índice el lado de la nariz y sonrió ferozmente a Saturnino.
—No me preguntes, Lucio Apuleyo, y no te mentiré —respondió.
—La lástima es que era una buena persona.
—Sí, lo era. Pero su muerte ha sido cosa del destino, porque era el único que vivía en el Carinae y tenía más factores en contra. En el Palatino es más difícil organizar algo porque hay muy poca gente por las calles.
Saturnino lanzó un suspiro y se encogió de hombros.
—Es verdad. Bueno, ya soy tribuno. Gracias por tu ayuda, Cayo Servilio.
—No las merece —replicó Glaucia.
El escándalo fue monumental, pero nadie pudo probar que Saturnino estuviese implicado en un asesinato, dado que hasta el amigo del muerto atestiguó que Saturnino y Glaucia estaban en el Foro en el momento del crimen. La gente habló, pero "que hablen", comentó Saturnino con desdén. Y cuando Ahenobarbo, pontífice máximo, exigió que se celebrasen de nuevo las elecciones del tribunado, su moción no prosperó. Glaucia había creado un inaudito precedente para solventar la crisis.
—¡Que hablen! —repitió Glaucia, esta vez en el Senado—. Las alegaciones de que Lucio Apuleyo y yo estamos implicados en la muerte de Quinto Nonio no tienen fundamento alguno. En cuanto a que yo haya sustituido a un tribuno muerto por otro vivo, debo decir que hice lo que habría hecho cualquier funcionario que preside unos comicios. Nadie puede negar que Lucio Apuleyo salió en undécimo lugar y que la elección se llevó a cabo debidamente. Nombrar a Lucio Apuleyo sustituto de Quinto Nonio lo más rápida y eficazmente posible fue lo lógico. El contio de la Asamblea de la plebe que convoqué ayer aprobó unánimemente mi actuación, como pueden verificar todos los presentes. Este debate, padres conscriptos, es inútil y está fuera de lugar. No se hable más del asunto.
Cayo Mario y Quinto Lutacio Catulo César celebraron su triunfo el primer día de diciembre. El desfile conjunto fue un dechado de genialidad, porque no cabía duda de que Catulo César, a la zaga del carro del primer cónsul, era el segundón. El nombre de Cayo Mario estaba en todas las bocas, y hasta hubo una carroza, ideada por Lucio Cornelio Sila, que se encargó, como de costumbre, de organizar el desfile, en la que se representaba a Mario consintiendo en que los soldados de Catulo César tomaran los treinta y cinco estandartes cimbros, dado que los suyos ya habían capturado muchos en la Galia.
En la reunión que siguió en el templo de Júpiter Optimus Maximus, Mario defendió apasionadamente su decisión de conceder la ciudadanía a los soldados de Camerinum y de repoblar el valle de los Salassi creando una colonia en la pequeña Eporedia. Su anuncio de presentarse a un sexto consulado fue acogido con una serie de gruñidos, burlas, protestas y aplausos. Aplausos predominantemente. Cuando cesaron las aclamaciones, anunció que su parte del botín la dedicaría a la construcción de un nuevo templo en el Capitolio para el culto militar al honor y la virtud, en el que se guardarían sus trofeos y los trofeos de su ejército, y que, igualmente, construiría un templo al honor militar romano y a la virtud en Olimpia de Grecia.
Catulo César escuchaba cariacontecido, consciente de que si quería conservar su fama tendría que donar su parte del botín a un monumento religioso público parecido en lugar de invertirlo en acrecentar su fortuna, que era considerable, aunque sin punto de comparación con la de Mario.
A nadie causó sorpresa que la Asamblea centuriada eligiese a Cayo Mario primer cónsul por sexta vez. No sólo era ya indiscutiblemente el primer hombre de Roma, sino que se le comenzaba a denominar "tercer fundador" de la ciudad. El primer fundador era el mismísimo Rómulo y el segundo Marco Furio Camilo, quien, trescientos años antes, había expulsado a los galos de Italia. Por consiguiente, parecía adecuado llamar a Cayo Mario tercer fundador de Roma, puesto que él también había rechazado a una oleada de bárbaros.
Las elecciones consulares no carecieron de sorpresas; Quinto Cecilio Metelo el Numídico no salió elegido segundo cónsul, lo que fue la gran victoria de Mario, quien declaró su respaldo a Lucio Valerio Flaco, y éste fue el elegido. Flaco ostentaba el cargo sacerdotal honorífico de flamen Martialis o sacerdote especial de Marte, y con ello se había convertido en una persona apacible, dócil y subordinada. Un colega ideal para el dominante Cayo Mario.
Pero a nadie sorprendió que Cayo Servilio Glaucia fuese elegido pretor, porque era el testaferro de Mario y éste había sobornado generosamente a los electores. Lo que sí constituyó una sorpresa fue el hecho de que cosechara más votos que nadie en la lista, y por ello fue nombrado praetor urbanus, el principal de los seis pretores electos.
Poco después de las elecciones, Quinto Lutacio Catulo César anunció públicamente que donaba su parte del botín tomado a los germanos a dos causas religiosas: la primera era la compra del solar de la casa de Marco Fulvio Flaco en el Palatino —contiguo a su propia casa— para construir un magnífico pórtico que albergase los treinta y cinco estandartes cimbros capturados en Vercellae, y la segunda, construir un templo en el Campo de Marte a la diosa Fortuna en la advocación de Fortuna del Día de Hoy.
Cuando los tribunos de la plebe asumieron el cargo el décimo día de diciembre, comenzó la juerga. Tribuno de la plebe por segunda vez, Lucio Apuleyo Saturnino dominaba totalmente el colegio y explotaba el temor suscitado por el asesinato de Quinto Nonio para alcanzar sus propósitos legislativos. Aunque continuaba negando taxativamente cualquier implicación en aquella muerte, en privado seguía haciendo sucintas advertencias a sus colegas tribunicios de que se cuidaran de no estorbarle para no acabar como Quinto Nonio. En consecuencia, éstos consentían en que hiciese lo que quería, y ni Metelo el Numídico ni Catulo César podían convencer a ninguno de los tribunos de la plebe para que emitieran un solo veto.
A la semana de asumir el cargo, Saturnino propuso la primera de las dos leyes para conceder tierras públicas a los veteranos de los dos ejércitos empleados frente a los germanos; las tierras se hallaban todas en el extranjero, en Sicilia, Grecia, Macedonia y el continente africano. La ley incluía una nueva cláusula: Cayo Mario en persona adquiría la potestad de otorgar la ciudadanía romana a tres soldados itálicos de los que se asentasen en cada una de las colonias.
En el Senado se alzó una furibunda oposición.
—¡Este hombre —dijo Metelo el Numídico— ni siquiera va a favorecer a sus soldados romanos! Las tierras las quiere para todos los recién llegados, romanos, latinos e itálicos, en pie de igualdad. ¡Sin ninguna diferencia! Yo os pregunto, apreciados colegas, ¿qué os parece semejante hombre? ¿Por ventura le preocupa Roma? ¡Claro que no! ¿Por qué iba a preocuparle si él no es romano? ¡El es un itálico y favorece a los suyos! A un millar los emancipó en el campo de batalla, mientras los soldados romanos lo contemplaban impávidos sin que les diera las gracias. ¿Qué más podemos esperar de una persona como Cayo Mario?
Cuando Mario se puso en pie para replicar no le dejaron hablar, por lo que abandonó la Curia Hostilia y subió a la tribuna de los Espolones para dirigirse directamente al público del Foro. A algunos aquello los indignó, pero era su ídolo y le escucharon.
—¡Hay tierra suficiente para todos! —gritó—. ¡Nadie puede acusarme de trato preferencial hacia los itálicos! ¡Cien iugera para cada soldado! ¿Y por qué tanto, preguntaréis? Porque, pueblo de Roma, esos colonizadores van a tierras mucho menos feraces que las de nuestra querida Italia. Tendrán que plantar y cosechar en suelos poco propicios, en los que para vivir decentemente una persona necesita más tierra que la que normalmente se posee en nuestra querida Italia.