El primer día (14 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
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—Sí —respondió Keira—, pero todavía no he comido y me están esperando.

Ivory puso cara de niño decepcionado.

—Supongo que no me ha pedido que nos viéramos aquí para hacerme probar un pastel…

—No, claro que no. Quería verla antes de marcharme.

—¿A qué viene tanta prisa?

—La muerte de ese amigo… Ya le he hablado de ello, ¿no?

—¿Cómo ha…?

—Un accidente de coche. Debió de dormirse al volante, y lo peor es que tengo la sensación de que estaba haciendo aquel viaje para venir a verme a mí.

—¿Sin avisarle?

—Es lo que generalmente se hace cuando uno quiere dar una sorpresa.

—¿Tan amigos eran?

—Le tenía cierto cariño, pero no se puede decir que le quisiera mucho. Era un tipo muy autosuficiente, a veces incluso demasiado arrogante.

—No le entiendo, Ivory, usted me había dicho que se trataba de un amigo.

—Nunca me he alegrado de la muerte de nadie, fuera amigo o enemigo. ¿Quién puede afirmar eso en nuestros días? Una de las cosas más difíciles de esta vida es reconocer quién es tu amigo.

—Ivory, dígame, ¿qué es lo que quiere de mí exactamente? —preguntó Keira consultando su reloj.

—Anule, o al menos retrase, su comida. ¡De verdad tenemos que hablar!

—Pero ¿de qué?

—Tengo muy buenas razones para pensar que ese hombre que ha muerto esta noche se echó a la carretera a causa de su colgante. Keira, puede escoger olvidar todo lo que ahora mismo voy a decirle. Tiene la libertad de pensar que soy un viejo loco que se aburre y que necesita salpimentar su vida de grotescas fantasías, pero en este instante debo confesarle que no le he contado toda la verdad en lo que respecta a su collar.

—¿Qué es lo que no me ha contado?

La camarera dejó sobre la mesa dos magníficos pastelillos generosamente decorados con filamentos de nata. Ivory esperó a que se alejara antes de continuar.

—Existe otro.

—¿Otro qué?

—Otro fragmento, igual de perfectamente tallado y liso que el suyo. E, incluso si sus formas difieren ligeramente, ese otro tampoco ha conseguido ser datado por ningún examen, por ningún análisis.

—¿Usted lo ha visto?

—He llegado a tenerlo entre las manos, hace ya mucho tiempo. Tenía su edad, imagínese.

—¿Y dónde se encuentra ese objeto gemelo?

Ivory no respondió y sumergió su cuchara en el pastel.

—¿Por qué le da tanta importancia a esta piedra? —continuó Keira.

—Ya se lo he dicho, no se trata de una piedra, sino probablemente de una aleación de metales. Pero poco importa, ésa no es la cuestión. ¿Conoce la leyenda de Tikkun Olam?

—No, jamás he oído hablar de ella.

—No es exactamente una leyenda, sino más bien un relato bíblico que se encuentra en el Antiguo Testamento. Lo más interesante de las Sagradas Escrituras no siempre es lo que nos cuentan, pues sus interpretaciones son subjetivas y a menudo están deformadas por los hombres a través de las épocas; no, lo más apasionante es comprender por qué han sido escritas, bajo el impulso de qué acontecimiento.

—¿Y en el caso de Tikkun Olam?

—El texto nos cuenta que hace muchísimo tiempo el mundo habría sido dividido en muchos pedazos y que el deber de todos nosotros es encontrar todas las piezas para volverlas a juntar. No será hasta que el hombre haya cumplido esta misión cuando el mundo en el que vive sea perfecto.

—¿Qué relación hay entre esa leyenda y mi collar?

—Todo depende del significado que uno le dé a la palabra «mundo». Pero imagínese por un instante que su colgante fuera uno de los fragmentos de ese mundo.

Keira miró fijamente al profesor.

—Ese amigo que ha muerto esta noche me acababa de ordenar que no le contara nada a usted. Y probablemente también estaba buscando la manera de robarle el colgante.

—¿Está sugiriendo que ha sido asesinado?

—Keira, decida o no darle importancia a este objeto, le suplico que vaya con muchísimo cuidado. No es imposible que alguien intente quitárselo.

—¿Y quién es ese alguien?

—Eso no tiene ninguna importancia. Usted concéntrese en lo que estoy a punto de explicarle.

—Pero es que no estoy entendiendo nada de lo que me dice, Ivory. Esta piedra, en fin, este colgante, lo tengo desde hace dos años y nadie se ha interesado nunca por él lo más mínimo. Así que ¿por qué ahora?

—Porque he cometido una imprudencia, un pecado de orgullo… para demostrarles que tenía razón.

—¿Razón en qué?

—Ya le he dicho que existía uno casi igual que el suyo, y yo siempre he estado convencido de que no era el único. Nadie quiso creerme jamás y la aparición de su colgante fue, para el viejo que soy, una ocasión demasiado buena para demostrar que tenía razón.

—Vale, admitamos que existen más objetos como el mío y que tienen alguna relación con su inverosímil leyenda. ¿Qué es lo que eso significa?

—Es trabajo suyo averiguarlo, es trabajo suyo buscar. Usted todavía es joven, tal vez tenga tiempo de descubrirlo.

—¿Descubrir el qué, Ivory?

—Según usted, ¿cómo podría ser un mundo perfecto?

—No lo sé, ¿un mundo libre?

—Es una excelente respuesta, mi querida Keira. Descubra qué es lo que impide a los hombres acceder a la libertad, busque cuál es la causa de todas las guerras, entonces a lo mejor acabe por comprenderlo.

El viejo profesor se levantó y dejó algunos billetes sobre la mesa.

—¿Se marcha? —preguntó Keira sorprendida.

—La están esperando para comer y yo ya le he dicho todo lo que sabía. Tengo que preparar la maleta, me marcho en avión esta noche. Sinceramente, me ha encantado conocerla. Tiene usted mucho más talento del que supone. Le deseo un camino largo y feliz; aún más, le deseo que sea feliz. Al fin y al cabo, ¿no es la felicidad aquello que todos perseguimos sin ser nunca realmente capaces de reconocerla?

El viejo profesor salió de la sala y se despidió de Keira con un último gesto de la mano.

La camarera recogió la cuenta que Ivory había dejado pagada.

—Creo que esto es suyo —dijo la chica tendiéndole a Keira una pequeña nota que se encontraba bajo el platillo. Keira, sorprendida, desdobló el trozo de papel.

Sé que no renunciará. Me habría gustado acompañarla en esta aventura, con el tiempo habría podido demostrarle que soy un buen amigo. Siempre estaré cerca de usted.

Con todo mi afecto, Ivory.

Al salir de la rué de Rivoli, Keira no le prestó ninguna atención a la moto de gran cilindrada que estaba aparcada delante de las rejas del Jardín de las Tullerías, justo frente al salón de té, como tampoco al motociclista que la apuntaba con la mira de su objetivo. Estaba demasiado lejos para escuchar el motor de la cámara fotográfica que la ametrallaba. A cincuenta metros de allí, Ivory, sentado en el asiento trasero de un taxi, sonrió y le dijo al conductor que ya podía arrancar.

Londres

Habíamos enviado nuestro dosier a los miembros de la comisión Walsh. Yo precinté el sobre y Walter, temiendo quizá que renunciara en el último momento, casi me lo arrancó de las manos mientras me aseguraba que prefería echarlo él al correo.

Si seleccionaban nuestra candidatura —cada día esperábamos la respuesta—, tendríamos la vista oral al cabo de un mes. Desde que depositó los papeles en el buzón frente a la entrada de la Academia, Walter no se apartaba de su ventana.

—No estarás vigilando al cartero…

—¿Y por qué no? —me contestó, nervioso.

—Te recuerdo, Walter, que el que tendrá que hablar en público soy yo. Así que no seas egoísta y déjame al menos que sea yo quien disfrute del estrés.

—¿Tú, estresado? ¡Cómo me gustaría verlo!

La suerte ya estaba echada, así que las veladas junto a Walter se espaciaron. Cada cual retomó el curso de su propia vida, y confieso que eché en falta su compañía. Me pasaba las tardes en la Academia, ocupado en distintos quehaceres para matar el tiempo a la espera de que me confiaran una clase en el siguiente curso. Después de una aburrida jornada en la que no había parado de llover, me llevé a Walter al barrio francés. Buscaba un libro de un eminente colega mío, el afamado Jean-Pierre Luminet; una obra sólo disponible en una encantadora librería de Bute Street.

Al salir de la French Bookshop, Walter se empeñó en ir a un restaurante que, según él, servía las mejores ostras de Londres. No intenté discutir y nos sentamos cerca de dos atractivas jóvenes, a las que Walter, a diferencia de mí, no prestó ninguna atención.

—¡No seas tan vulgar, Adrián!

—¿Perdona?

—¿Te crees que no lo veo? Estás siendo tan poco discreto que el personal ya está haciendo sus apuestas.

—¿Sobre qué?

—Sobre las posibilidades que tienes de que esas dos chicas te den calabazas, con lo torpe que eres.

—No tengo ni idea de qué estás hablando, Walter.

—¡Y encima, hipócrita! ¿Has conocido alguna vez el amor de verdad, Adrián?

—Es una pregunta bastante íntima.

—Yo ya te he confiado algunos secretos; ahora te toca a ti.

La amistad no se construye sin pruebas de confianza, y las confidencias lo son, así que reconocí ante Walter que una vez me había quedado prendado de una chica con la que me estuve viendo un verano. Fue mucho tiempo atrás, cuando apenas estaba terminando mis estudios.

—¿Y qué fue lo que se interpuso entre vosotros?

—¡Ella!

—¿Por qué?

—Dime, Walter, ¿por qué te interesa tanto?

—Tengo ganas de conocerte mejor. Reconocerás que estamos construyendo una bella amistad y es importante que sepa este tipo de cosas. No estaremos siempre hablando de astrofísica, y menos aún del tiempo que hace. Fuiste tú quien me suplicó que no fuera tan inglés, ¿no?

—¿Qué es lo que quieres saber?

—Pues no sé, su nombre, para empezar.

—¿Y luego?

—Por qué te dejó.

—Supongo que éramos demasiado jóvenes.

—¡Chorradas! Debería haberme imaginado que me saldrías con una excusa así de patética.

—Pero ¿qué vas a saber tú? No estabas allí, que yo recuerde.

—Quisiera que fueras lo bastante honesto conmigo como para explicarme el verdadero motivo de tu ruptura con…

—¿Aquella joven?

—¡Bonito nombre!

—Bonita chica.

—¿Y bien?

—¿Y bien qué, Walter? —repliqué en un tono que ya no intentaba disimular mi exasperación.

—¡Pues todo! Cómo os conocisteis, cómo lo dejasteis y qué sucedió entre esos dos momentos.

—Su padre era inglés y su madre, francesa. Había vivido siempre en París, donde sus padres se instalaron cuando tuvieron a su hermana mayor. Sin embargo, después se divorciaron y el padre regresó a Inglaterra. Ella había venido a visitarlo aprovechando un programa de intercambio universitario que le permitió pasar un trimestre en la Royal Academy de Londres. Yo trabajaba allí de vigilante durante las vacaciones, para sacarme algún dinero extra y financiarme la tesis.

—Un vigilante ligándose a una alumna… No es como para felicitarte.

—¡Pues, si quieres, dejo de contártelo!

—Que no, si estaba bromeando… Me encanta la historia, ¡continúa!

—Nos vimos por primera vez en el anfiteatro, donde ella tenía un examen junto a otro centenar largo de estudiantes. Estaba sentada junto al pasillo que me habían asignado para vigilar a los estudiantes, cuando vi que desplegaba una chuleta.

—¿Estaba copiando?

—No puedo asegurarlo porque no pude leer qué había escrito en ese trozo de papel.

—¿No se lo confiscaste?

—¡No me dio tiempo!

—¿Y cómo es eso?

—Al ver que la había sorprendido, me miró fijamente a los ojos y, con toda la calma, se lo llevó a la boca, lo masticó y se lo tragó.

—¡No me lo creo!

—Pues haces mal. No sé qué me pasó, tendría que haberle quitado el examen y expulsarla de la sala, pero me eché a reír y al final fui yo quien tuvo que salir del anfiteatro. El colmo, ¿eh?

—¿Y después?

—Después, cuando nos cruzábamos en la biblioteca o por los pasillos, ella se me quedaba mirando y se burlaba abiertamente de mí. Un buen día, la agarré del brazo y me la llevé aparte.

—No me digas que le hiciste chantaje a cambio de tu silencio.

—¿Por quién me tomas? ¡Fue ella quien me chantajeó a mí!

—¿Cómo dices?

—Cuando le pregunté por qué se comportaba así, me contestó literalmente que jamás me explicaría por qué se reía al verme a menos que la invitara a almorzar. Así que la invité.

—¿Y qué pasó entonces?

—Al almuerzo le siguió un paseo y, al final de la tarde, ella se marchó de repente. No volví a tener noticias suyas, pero una semana después, mientras estaba en la biblioteca concentrado en mi tesis, una chica se me acercó y se sentó frente a mí. Yo no le presté ninguna atención hasta que los ruidos que hacía al masticar acabaron por sacarme de mis casillas, así que levanté la cabeza para pedirle que fuera más discreta con el chicle y resultó que era ella, tragándose una tercera hoja de papel. Le confesé mi sorpresa: ¡no esperaba volver a verla! Y ella me respondió que si yo no entendía que estaba ahí por mí, más le valía marcharse en seguida, y aquella vez para siempre.

—¡Me encanta esa muchacha! ¿Y qué ocurrió entonces?

—Pasamos juntos la noche y gran parte del verano. Un verano muy bello, debo confesar.

—¿Y la separación?

—¿Por qué no dejamos ese episodio para otro día, Walter?

—¿Se trata de tu única historia de amor?

—Por supuesto que no. También está Tara, una holandesa que estaba preparando un doctorado de astrofísica y con la que viví casi un año. Nos llevábamos muy bien, pero ella apenas hablaba inglés y mi holandés dejaba muchísimo que desear, por lo que nos costaba lo nuestro comunicarnos. A continuación estuvo Jane, una doctora encantadora, escocesa de larga estirpe y obnubilada por la idea de oficializar nuestra relación. El día que me presentó a sus padres, no tuve otra elección que poner fin a nuestra aventura. En cuanto a Sarah Apleton, que trabajaba en una panadería, tenía unos pechos de ensueño y unas caderas dignas de un Botticelli, pero unos horarios imposibles. Se levantaba cuando yo me acostaba y viceversa. Y por último, dos años más tarde me casé con una compañera de trabajo, Elizabeth Atkins, pero aquello tampoco funcionó.

—¿Has estado casado?

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