El primer día (5 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
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Jeanne condujo a Keira hacia el interior del museo. En lo alto de una rampa que subía en espiral como una enorme cinta, el visitante descubría una inmensa extensión que sugería las grandes zonas geográficas de donde provenían los tres mil quinientos objetos en exposición. Cruce de civilizaciones, de creencias, de modos de vida, de maneras de pensar… Aquel museo permitía, en unos pocos pasos, pasar de Oceanía a Asia, de las Américas a África. Keira se quedó inmóvil ante una colección de tejidos africanos.

—Si te gusta este sitio, tendrás oportunidad de volver siempre que quieras a ver a tu hermana; te haré un pase. Pero ahora olvídate de tu Etiopía durante dos segundos y ven conmigo —insistió Jeanne mientras se llevaba a Keira del brazo.

Sentada en una de las mesas del restaurante panorámico, Jeanne pidió dos tés a la menta y pastelitos orientales.

—¿Qué proyectos tienes ahora? —preguntó Jeanne—. ¿Vas a quedarte un tiempo en París?

—Mi primera misión importante ha sido un fracaso en toda regla. Hemos perdido todo el material, el equipo al que dirigía se encuentra al borde de la extenuación… Mi
track record
[4]
como dicen nuestros amigos los ingleses, no está nada mal. Dudo mucho que me den la oportunidad de volver a viajar hasta dentro de bastante tiempo.

—Lo que pasó allí no fue culpa tuya, que yo sepa.

—En mi oficio sólo cuentan los resultados. Tres años de trabajo sin encontrar nada verdaderamente concluyente… La verdad es que tengo muchos más detractores que aliados. Pero, francamente, lo que me parece más horrible es que estoy segura de que estábamos muy cerca de alcanzar nuestro objetivo. Si hubiéramos tenido más tiempo, habríamos acabado por encontrar lo que buscábamos.

Keira se quedó callada. Una mujer —de origen somalí, pensó mientras observaba los motivos y los colores del vestido que llevaba—, se sentó a una mesa vecina. El niño que iba de la mano de su mamá vio que Keira los observaba y le guiñó un ojo.

—¿Cuánto tiempo vas a seguir revolviendo tierra y arena sin descanso? ¿Cinco, diez años, toda la vida?

—Bueno, Jeanne, es cierto que te he echado mucho de menos, pero no lo suficiente como para que tenga que soportar tus lecciones de tres al cuarto de hermana mayor —respondió Keira sin poder apartar la mirada del chiquillo, que estaba devorando un helado.

—¿Es que no quieres tener un hijo algún día? —continuó Jeanne.

—Te lo ruego, no vuelvas a empezar con esa cantinela del reloj biológico. ¡Libertad para nuestros ovarios! —exclamó Keira.

—No montes el numerito de siempre. Sería un detalle por tu parte, recuerda que trabajo aquí —susurró Jeanne—. ¿Crees que eso no va contigo, que puedes desafiar al paso del tiempo?

—Me importa un bledo el tic-tac de tu maldito péndulo, Jeanne, yo no puedo tener hijos.

La hermana de Keira dejó su vaso de té sobre la mesa.

—Lo siento mucho —murmuró—. ¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Qué es lo que tienes?

—Tranquila, no es nada hereditario.

—¿Por qué no puedes tener hijos? —insistió Jeanne.

—¡Porque no hay ningún hombre en mi vida! ¿No te parece razón suficiente? En fin, no es que tu conversación sea aburrida, aunque…, pero tengo que ir a hacer la compra. Mi nevera está tan vacía que se puede oír el eco resonando en su interior.

—Ni hablar. Esta noche cenarás y dormirás en mi casa —dijo Jeanne.

—¿Y a qué debo ese honor?

—A que yo tampoco tengo ningún hombre en mi vida y tengo ganas de estar contigo.

Pasaron el resto de la tarde juntas. Jeanne se ofreció a hacerle a su hermana una visita guiada por el museo. Conociendo el amor que Keira sentía por el continente africano, Jeanne insistió en presentarle a uno de sus amigos, que trabajaba en la sociedad científica de los africanistas.

Ivory aparentaba tener unos setenta años. En realidad tenía bastantes más, probablemente incluso más de ochenta, pero mantenía su edad tan en secreto como si se tratara de un tesoro. Seguramente por miedo a que alguien le obligara a aceptar un retiro del que él no quería ni oír hablar.

El etnólogo recibió a las dos mujeres en la pequeña oficina que ocupaba al final de un pasillo. Interrogó a Keira acerca de los últimos meses que había pasado en Etiopía. De repente, la mirada del anciano se quedó atrapada en la joya que ésta llevaba alrededor del cuello.

—¿Dónde compró usted esa piedra tan bonita? —preguntó.

—No la he comprado, es un regalo.

—¿Le informaron de su procedencia?

—No, pero no es más que un pedrusco que un niño encontró en el suelo y me regaló. ¿Por qué?

—Permítame observar su regalo más de cerca, mi agudeza visual ya no es la que era.

Keira se pasó el cordel por encima de la cabeza y le tendió el collar al sabio.

—Esto es muy extraño, nunca había visto nada igual. Sería completamente incapaz de decirle qué tribu habría sabido darle este aspecto. El trabajo parece tan perfecto…

—Lo sé, yo también me lo he preguntado. Para serle sincera, en mi opinión se trata simplemente de un trozo de madera pulido por los vientos y por las aguas del río.

—Es posible —murmuró el hombre, que sin embargo parecía seguir dudando—. ¿Y si intentáramos averiguar un poco más?

—Claro, si usted quiere… —respondió Keira, indecisa—. No estoy muy segura de que el resultado vaya a ser de gran interés.

—Tal vez no —dijo el anciano—, y tal vez sí. Venga a verme mañana —dijo al tiempo que devolvía el collar a su propietaria—, juntos intentaremos responder al menos a esta cuestión. Ha sido un verdadero placer haberla conocido. Por fin he podido ponerle cara a esa hermana de la que Jeanne me habla tan a menudo. Así pues, ¿hasta mañana? —añadió mientras las acompañaba hasta la puerta de su despacho.

Londres

Vivo en una callejuela de Londres donde los antiguos garajes de carretas y caballerizas han sido reconvertidos en pequeñas casas y, aunque no siempre es fácil andar sobre los viejos adoquines sin tropezarse, el lugar tiene el encanto de un tiempo que se ha quedado parado. La casa contigua a la mía perteneció en su día a Agatha Christie. Hasta que no llegué frente a mi puerta no me acordé de que no tenía las llaves. El cielo se había oscurecido y empezó a caer un chaparrón como para calarse hasta los huesos. Mi vecina fue a cerrar las ventanas, me vio y me saludó. Aproveché para pedirle si me daba permiso una vez más (no era la primera, maldita sea) para pasar por su jardín. Me abrió muy amablemente y, saltando por encima de la valla, aterricé en el patio trasero de mi casa. Si la puerta de atrás no había sido reparada, y no veía por qué tipo de milagro lo habría sido, bastaría con un golpecito seco sobre el pomo para poder por fin entrar en mi casa.

Estaba extenuado —no había conseguido librarme todavía de la cólera de estar en Inglaterra—, pero la idea de reencontrarme de nuevo con mi casa, con mis preciados objetos chinos de los mercados de ocasión de la capital y de pasar una noche tranquila me procuraba una cierta felicidad.

La tranquilidad tuvo sin embargo una duración muy corta. Alguien llamó a la puerta. Puesto que seguía sin poder abrirla, ni siquiera desde el interior, subí hasta el primer piso y vi abajo, en el callejón, a Walter, chorreando por culpa de la lluvia y sensiblemente piripi.

—¡No tienes ningún derecho a dejarme tirado, Adrián!

—¡Que yo sepa, nunca te he dejado caer de ningún sitio, Walter!

—No es momento de hacer rebuscados juegos de palabras, toda mi carrera está en tus manos —gritó con todas sus fuerzas.

Mi vecina volvió a abrir la ventana y propuso que mi invitado entrara también por su jardín. Estaba encantada de hacer esta amable contribución, añadió, si con ello evitábamos despertar a todo el vecindario.

—Lamento muchísimo haberme presentado así —dijo Walter al entrar en mi salón—, pero no me quedaba otra opción. ¡Vaya, para ser una casa de dos piezas no está nada mal!

—¡Un cuarto en el piso de abajo y otro en el piso de arriba!

—Sí, bueno, no es ésta la idea que yo tenía de una modesta vivienda de dos espacios. ¿Y te has podido permitir esta casa con tu salario?

—No habrás venido hasta aquí a estas horas para evaluar mi patrimonio, ¿verdad, Walter?

—No, lo siento. Realmente necesito tu ayuda, Adrián.

—Si vienes a hablarme de nuevo de ese absurdo proyecto de tu dichosa Fundación Walsh, estás perdiendo el tiempo.

—¿Quieres saber por qué nadie ha financiado tus trabajos en la Academia? Porque eres un lamentable solitario, no trabajas más que para ti mismo, jamás te has integrado en ningún grupo.

—Bueno, me alegra que me hayas descrito con tanta precisión, ¡menudo retrato más halagador! ¿Y quieres dejar ya de abrir los armarios? Tiene que haber una botella de whisky al lado de la chimenea, si es eso lo que estás buscando.

Walter no tardó mucho en dar con la botella, cogió dos vasos de un estante y se dejó caer sobre el sofá.

—¡Esta casa es sorprendentemente acogedora!

—¿Quieres que te la enseñe, tal vez?

—No te burles de mí, Adrián. ¿Crees que vendría a humillarme así ante ti si tuviera alguna otra opción?

—No veo en qué puede resultarte humillante beberte mi whisky, ¡es un reserva de quince años!

—Adrián, eres mi última esperanza, ¿hace falta que te suplique? —continuó mi invitado (al que, por otro lado, no había invitado), poniéndose de rodillas.

—Te lo ruego, Walter, no hagas eso. De todas formas, no tengo ninguna posibilidad de ganar ese premio. Así que, ¿para qué tomarse tantas molestias?

—Por supuesto que tienes posibilidades. Y muchas. Tu proyecto es el más apasionante y el más ambicioso que he podido leer desde que entré en la Academia.

—Si crees que me vas a engatusar con todos estos halagos patéticos, ya puedes guardarte esa botella y marcharte a tu casa a acabártela. Francamente, tengo muchas ganas de acostarme, Walter.

—No te estoy adulando, es cierto que he leído tu tesis, Adrián, y está perfectamente… documentada.

El estado de mi colega daba auténtica lástima. Nunca le había visto así, él que normalmente era tan distante, casi podría decirse altivo. Lo peor de todo esto era que me parecía sincero. Había consagrado mis últimos diez años a buscar en las galaxias lejanas un planeta parecido al nuestro, y no había mucha gente en la Academia que apoyara mis investigaciones. Este nuevo giro de la situación, aunque oportunista, como mínimo me divertía.

—Supongamos que me llevo la dotación…

Apenas había pronunciado estas palabras cuando Walter juntó las dos manos como si se dispusiera a recitar una oración.

—Sácame de dudas, Walter, ¿estás muy borracho?

—Completamente, Adrián, pero continúa, te lo suplico.

—¿Estás todavía lo suficientemente lúcido como para responder a algunas sencillas preguntas?

—Por supuesto, si no tardas mucho en hacérmelas.

—Supongamos que tengo una ínfima oportunidad de llevarme ese premio y que como un perfecto caballero se lo cedo todo a la Academia. ¿Qué parte de esa suma estaría dispuesto a asignar a mis investigaciones nuestro consejo?

Walter carraspeó.

—¿Una cuarta parte te parecería una oferta razonable? Sobra decir que pondríamos una nueva oficina a tu disposición, una asistente a tiempo completo y, si así lo deseas, algunos colegas podrían ser relegados de sus ocupaciones y asignados a tu investigación.

—¡Eso jamás!

—Entonces, ningún colega. ¿Y lo de la asistente?

Volví a llenar el vaso de Walter. La lluvia arreciaba, no habría sido humano dejarlo marchar con ese tiempo, y sobre todo en el estado en el que se encontraba.

—Ya se ha ido todo al traste, así que voy a ir a buscarte una manta y te quedarás a dormir en el sofá.

—No querría que te sintieras obligado…

—Ya está decidido.

—¿Y qué pasa con lo de la Fundación?

—¿Cuándo debe tener lugar la ceremonia?

—Dentro de dos meses.

—¿Y el tiempo límite para la entrega de las candidaturas?

—Tres semanas.

—En cuanto a lo de la asistente, pensaré en ello, pero empieza por hacer que alguien arregle la puerta de mi despacho.

—A primera hora llamaré, y que sepas que de momento pongo el mío a tu entera disposición.

—Estás a punto de hacer que me embarque en un asunto bastante raro, Walter.

—No digas eso. La Fundación Walsh siempre ha primado los proyectos más originales, los miembros de su comité aprecian todo aquello que sea, cómo decirlo, vanguardista.

Saliendo de la boca de Walter, dudaba de que aquella última reflexión fuera tan benévola como podía parecer en un principio. Sin embargo, el hombre estaba acorralado y no era el momento de lanzarle reproches. Tenía que tomar una decisión cuanto antes. Por supuesto, la probabilidad de ganar el premio me parecía infinitesimal, pero estaba dispuesto a hacer lo que fuera para volver a Atacama, así que ¿qué podía perder?

—De acuerdo, Walter. Correré el riesgo de ridiculizarme en público, pero con una condición: debes prometerme que, si ganamos, me meterás en un avión para Santiago en los treinta días siguientes.

—Yo mismo te acompañaré personalmente al aeropuerto, Adrián, te lo prometo.

—Entonces, ¡trato hecho!

Walter pegó un salto del sofá, se tambaleó un poco y se volvió a sentar en seguida.

—Ya has brindado bastante por hoy. Ahora coge esta manta, te mantendrá caliente durante la noche. Por lo que a mí respecta, me voy a dormir.

Walter volvió a llamarme cuando ya estaba subiendo la escalera.

—¿Adrián? ¿Puedo preguntarte qué era lo que se había «ido al traste»?

—¡Mi noche, Walter!

París

Keira se había quedado dormida en la cama de su hermana. Una botella de vino decente, una bandeja de comida precocinada, charla animada a lo largo de la velada, una vieja película en blanco y negro que pasaban por una cadena de cable… Los pasos de claqué protagonizados por Gene Kelly fueron su último recuerdo de la noche. Cuando la luz del día la despertó, el vino de la víspera, que tal vez no fuera tan decente, la golpeó directamente en las sienes.

—¿Empinamos mucho el codo ayer por la noche? —preguntó Keira entrando en la cocina.

—¡Sí! —respondió Jeanne haciendo una mueca—. Te he preparado café.

Jeanne se sentó a la mesa y clavó la mirada en el espejo colgado de la pared, donde se reflejaban el rostro de su hermana y el suyo.

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