El primer día (10 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
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«Fair enough»,
[6]
como dirían nuestros amigos los ingleses. Consideremos, pues, el cuello de esa mujer como una especie de territorio neutro.

—¡Estoy seguro de que se sentiría muy halagada de escucharlo!

El hombre del traje azul que se hacía llamar París miró por la ventana. Los tejados de París se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

—No obstante, su razonamiento no se tiene en pie, profesor. ¿Cómo averiguar más si ese colgante no está en nuestra posesión?

—Por momentos me pregunto si no me habré retirado demasiado pronto. No ha entendido usted nada de todo lo que he intentado explicarle. Si ese objeto realmente es un primo hermano del otro que poseemos, las pruebas no nos dirán nada más.

—Pero la tecnología ha avanzado mucho en estos últimos años.

—Lo único que ha avanzado es el conocimiento del contexto que nos preocupa.

—¡Deje ya de dar lecciones! ¡Nos conocemos desde hace demasiado tiempo! Dígame, ¿qué es lo que ha pensado?

—La propietaria es una arqueóloga, una muy buena arqueóloga. Una joven salvaje, decidida y audaz. Le importa tres pimientos la jerarquía, está convencida de tener más talento que sus colegas y hace siempre lo que le da la gana, ¿por qué no dejar que trabaje para nosotros?

—¡Habría sido un director de recursos humanos muy convincente! Con un perfil como ése, ¿en serio querría que la contratáramos?

—¿Acaso he dicho yo eso? Acaba de pasar tres años en Etiopía excavando en unas condiciones muy difíciles, y apostaría sin lugar a dudas que, si una horrible tormenta no la hubiera echado de allí, seguramente habría acabado encontrando lo que había ido a buscar.

—¿Y qué es lo que le hace pensar que habría logrado su objetivo?

—Tiene algo muy importante a su favor.

—¿El qué?

—¡La suerte!

—¿Es que le ha tocado la lotería?

—Mucho mejor que eso: no ha tenido que hacer el más mínimo esfuerzo para conseguir el objeto; simplemente fue a parar a sus manos, se lo regalaron.

—Eso no dice mucho en favor de sus capacidades. Además, no veo por qué sería ella la más apta para desvelar un misterio que ni siquiera nosotros hemos podido dilucidar con todos los medios de los que disponemos.

—No es una cuestión de medios, sino de pasión. Sólo tenemos que darle una buena razón para interesarse por ese objeto que lleva alrededor del cuello.

—¿Sugiere que teledirijamos a un electrón libre?

—Si lo teledirigiéramos, ese electrón no sería libre más que aparentemente.

—¿Y sería usted quien tendría los mandos?

—No, sabe bien que el comité jamás lo aceptaría. Pero puedo iniciar el proceso, despertar el interés de nuestra candidata, despertar su apetito. En cuanto al resto, usted tomará el relevo.

—Es un enfoque interesante. Sé que su candidata despertará ciertas reticencias entre los nuestros, pero puedo defenderla ante un pequeño comité. Después de todo, sólo tendremos que asignar al proyecto una mínima parte de nuestros recursos.

—No obstante, debo imponer una regla no negociable, y avise a su comité de que yo mismo me aseguraré de que nadie la incumpla: en ningún momento la seguridad de la chica debe quedar comprometida. Exijo un acuerdo unánime de todos los responsables del organismo, y he dicho de todos.

—¡Si se viera ahora mismo la cara, Ivory! Cualquiera diría que es usted un viejo espía. Lea los periódicos, la guerra fría terminó hace mucho tiempo. Estamos en una época de relaciones cordiales. Francamente, ¿por quién nos toma usted? Además, sólo se trata de un pedrusco, es verdad que con un pasado intrigante, pero un pedrusco al fin y al cabo.

—Si tuviéramos la convicción de que no se trata más que de un simple pedrusco, ahora no estaríamos aquí los dos jugando a los viejos conspiradores, como dice usted; no me tome por más senil de lo que estoy.

—A partes iguales. Supongamos que hago todo lo que está en mis manos para convencer a los miembros del comité de que este enfoque es el bueno, ¿cómo hacerles entender que su protegida será capaz de averiguar algo más cuando todos nuestros esfuerzos hasta el momento han sido en vano?

Ivory comprendió que para convencer a su interlocutor iba a hacer falta que le soltara un poco más de información de lo que le habría gustado.

—Ustedes siempre han creído que el objeto que poseían era único en su género. Sin embargo, de repente aparece un segundo objeto. Si son de la misma «familia», como decía usted hace un momento, entonces ¿por qué seguir creyendo que tan sólo existen dos?

—Está sugiriendo que…

—¿Que la familia es más numerosa? Siempre lo he creído. Y también creo que cuanto más nos esforcemos por descubrir otros especímenes, más oportunidades tendremos de comprender de dónde provienen. Lo que ustedes poseen en su caja fuerte no es más que un fragmento. Reúnan los trozos que faltan y verán que la realidad está todavía más cargada de consecuencias de lo que siempre han querido suponer.

—¿Y propone que toda esa responsabilidad recaiga sobre esa joven que usted mismo califica de incontrolable?

—Bueno, tampoco exageremos. Olvide su carácter, es de su saber y de su talento de lo que más necesitados estamos.

—No me gusta, Ivory. Esta investigación llevaba años cerrada y debería haber seguido así. Ya le hemos consagrado mucho dinero para luego no conseguir nada.

—¡Mentira! Hemos consagrado mucho dinero para que nadie sepa nada, que no es lo mismo. ¿Cuánto tiempo cree que podrá guardar el secreto que rodea a ese objeto cuando ustedes ya no sean los únicos que sospechen su valor?

—¡Eso si llega a pasar algo así!

—¿Está dispuesto a correr el riesgo?

—No lo sé, Ivory. Realizaré un informe, el comité tomará una decisión y en unos pocos días volveré a ponerme en contacto con usted.

—Tiene hasta el lunes.

Ivory saludó a su camarada y se levantó. Justo antes de abandonar la mesa se inclinó y susurró al oído de París:

—Haga el favor de saludarlos de mi parte y dígales sobre todo que éste es el último trabajo que realizo para ellos. Ah, y transmítale mi más sincera enemistad a quien usted ya sabe.

—Lo haré.

Kent

—Adrián, tengo que hacerte una confesión.

—Walter, ya es muy tarde, ¡y estás completamente borracho!

—Precisamente por eso; es ahora o nunca.

—Al menos te he avisado. Sea lo que sea lo que estés a punto de contarme, no lo hagas. En el estado en el que estás, estoy seguro de que mañana te arrepentirás.

—Que no, cállate y escúchame. Voy a intentar decirlo de un tirón. Allá va: estoy enamorado.

—Bueno, de hecho es una buena noticia. ¿A qué viene ese tono tan grave?

—Porque la principal interesada no lo sabe.

—Eso complica las cosas, en efecto. ¿De quién se trata?

—Prefiero no decirlo.

—Como quieras.

—Se trata de la señorita Jenkins.

—¿La recepcionista de nuestra Academia?

—La misma, hace cuatro años que estoy loco por ella.

—¿Y ella no sospecha nada?

—Es posible que con ese temible instinto que tienen las mujeres, tal vez haya sospechado algo una o dos veces. Pero creo que en general he sabido disimular bien mis sentimientos. En fin, al menos lo suficiente para poder pasar delante de su mesa cada mañana sin tener que ruborizarme por mi ridícula situación.

—¿Cuatro años, Walter?

—Cuarenta y ocho meses, según mis cuentas. Celebré el aniversario unos pocos días antes de tu vuelta de Chile. Tranquilo, no te perdiste nada, no hubo ninguna fiesta.

—Pero ¿por qué no le has dicho nunca nada?

—Porque soy un cobarde —contestó Walter sollozando—. Un tremendo cobarde. ¿Y quieres que te diga qué es lo más patético de todo esto?

—Adelante, no tengo ni idea.

—Pues que durante todo este tiempo le he sido fiel.

—¡Pues claro!

—No sé si te das cuenta de lo absurdo que es eso. Los hombres casados, que tienen la suerte de vivir cerca de las mujeres a las que aman, encuentran la manera de engañarlas, y yo, en cambio, le soy fiel a una mujer que ni siquiera sabe que estoy coladito por ella. Y, por favor, ¡no vuelvas a decir «pues claro»!

—No tenía intención de hacerlo. ¿Por qué no se lo confiesas todo? Después de todo este tiempo, ¿qué es lo que podrías perder?

—¿Para qué? ¿Para que el romance se acabe? ¡Estás loco! Si ella me rechazara, ya no podría pensar en ella de la misma forma. Observarla como lo hago, a escondidas, se convertiría en una descortesía intolerable. ¿Por qué me miras así, Adrián?

—Por nada, sólo me preguntaba si mañana, cuando ya no estés borracho, y teniendo en cuenta todo lo que has engullido esta noche eso no pasará antes de la tarde, me explicarás esta historia de la misma forma.

—No me estoy inventando nada, Adrián, te lo aseguro. Estoy locamente prendado de la señorita Jenkins, pero la distancia que hay entre ambos es comparable a las distancias de tu universo, con todas esas extrañas colinas que nos impiden ver lo que hay al otro lado. ¡La señorita Jenkins se encuentra en el faro de Kristiansand —exclamó Walter señalando con el dedo hacia el este—, y yo, embarrancado como un cachalote en la costa inglesa! —dijo, y golpeó la arena con el puño.

—Walter, puedo visualizar bastante bien lo que me describes, pero la distancia que separa tu mesa de trabajo de la de la señorita Jenkins se cuenta por peldaños de escalera y no en años luz.

—¿Y qué pasa con la teoría de la relatividad? ¿Es que crees que tu colega Einstein tiene la exclusiva? ¡Para mí, cada uno de esos peldaños está tan lejano como cualquiera de tus galaxias!

—Creo que ya ha llegado el momento de volver al hotel, Walter.

—No, continuemos con la noche, y continúa tú también con tus explicaciones. Mañana seguramente no me acordaré de nada, pero eso no importa. Estamos pasando un buen rato, y eso es lo único que cuenta.

Bajo su aire bonachón, que era de los que podrían haber invitado a la risa, Walter me daba más pena que otra cosa. Yo que creía haber conocido la soledad en la meseta de Atacama… ¿Era posible imaginar un exilio más doloroso que pasar los días tres plantas por encima de la mujer que uno ama, sin jamás hallar la fuerza suficiente para confesárselo?

—Walter, ¿te gustaría que intentara organizar una cena con la señorita Jenkins en tu presencia?

—No, creo que después de todo este tiempo no tendría el valor de hablarle. Bueno, ¿serías tan amable no obstante de volver a hacerme esta propuesta mañana… por la tarde?

París

Keira llegaba tarde. Se había enfundado unos téjanos y un jersey, y se había tomado el tiempo justo de poner un poco de orden en su peinado, pero seguía sin encontrar las llaves. No había dormido demasiado aquel fin de semana y la mortecina luz del día no había conseguido arrancarla de su sueño. Encontrar un taxi en París por la mañana es toda una hazaña. Keira anduvo hasta el bulevar de Sebastopol y bajó hacia el Sena mirándose la muñeca en cada cruce de calles; sin embargo, se había olvidado el reloj. Un coche se coló en el carril del bus y se detuvo a su altura. El conductor se inclinó para bajar la ventanilla y llamó a Keira por su nombre.

—¿Quieres que te deje en algún sitio?

—¿Max?

—¿Tanto he cambiado desde ayer?

—No, lo siento. Es que no esperaba encontrarte por aquí.

—Tranquila, no te estoy siguiendo, ni mucho menos. Este barrio está lleno de imprentas, y la mía está justo en la calle de atrás.

—Si estás tan cerca ya de tu trabajo, prefiero no molestarte.

—¿Cómo sabes que no me estaba yendo precisamente del trabajo? Venga, súbete, veo por el retrovisor que se acerca un autobús y no me gustaría que me pitara con el claxon.

Keira no se hizo de rogar, abrió la portezuela y se sentó al lado de Max.

—Voy al muelle Branly, al Museo de las Artes y Civilizaciones, y date prisa, por favor, llego muy tarde.

—Al menos tendré derecho a un beso, supongo…

Sin embargo, tal como Max había vaticinado, un fuerte pitido les hizo dar un respingo y el autobús se les pegó al parachoques. Max puso primera y salió del carril reservado lo más rápido que pudo. La circulación era densa y Keira pataleaba de impaciencia y miraba a cada rato el reloj del salpicadero.

—Parece que tienes mucha prisa.

—He quedado para comer… ¡hace un cuarto de hora!

—Si es un hombre, estoy seguro de que te esperará.

—Sí, es un hombre. Pero no empieces, te dobla la edad.

—Siempre te han atraído los maduritos.

—Si no fuera así, tú y yo nunca habríamos estado juntos.

—Uno a cero, me has dado de lleno. ¿De quién se trata?

—Es un profesor.

—¿Y qué es lo que enseña?

—Vaya, qué raro —contestó Keira—, la verdad es que no se lo he preguntado nunca.

—Sin intención de ser indiscreto, ¿atraviesas todo París bajo la lluvia para comer con un profesor y ni siquiera sabes qué es lo que enseña?

—De hecho, eso no tiene demasiada importancia; ya está jubilado.

—¿Y por qué almorzáis juntos?

—Es una larga historia, tú concéntrate en la circulación y sácame de este atasco. Es por mi colgante, una piedra que me regaló Harry. Llevo mucho tiempo preguntándome por su procedencia. Este profesor cree que puede ser antiquísima. Hemos tratado de determinar su origen, pero hemos errado el tiro.

—¿Harry?

—Max, no me des la lata con tus preguntas. ¡Harry tiene una cuarta parte de tu edad! Y vive en Etiopía.

—Es un poco joven para ser un competidor serio. Y esa piedra tan antigua ¿podrías enseñármela?

—Ahora mismo no la tengo; de hecho, me dirijo a recuperarla.

—Tengo un buen amigo que es un gran especialista en piedras antiguas. Si quieres puedo pedirle que la examine.

—En realidad creo que no vale la pena que molestemos a tu amigo. Lo que pasa es que ese viejo profesor se aburre como una ostra y sólo ha utilizado la piedra como excusa para distraerse un poco.

—Si cambias de opinión, no dudes en decírmelo. Mira, los muelles están despejados, llegaremos en diez minutos. ¿Y dónde encontró esa piedra el joven Harry?

—En un pequeño islote volcánico en mitad del lago Turkana.

—¿Puede ser que sea un trozo de escoria?

—No, se trata de un objeto irrompible; ni siquiera he conseguido hacerle un agujero. Para colgármelo del cuello tuve que rodearlo con un cordel, y debo decir que la forma en que ha sido pulido está muy cercana a la perfección.

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