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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

El primer día (18 page)

BOOK: El primer día
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—Creo que lo único que pretendía era darnos la enhorabuena y animarnos a que volviéramos a probar suerte la próxima vez.

—¿Dentro de un año? ¡Menuda solución! Adrián, yo me vuelvo para casa, perdóname si te abandono así, pero me temo que esta noche no estoy muy sociable. Nos vemos mañana en la Academia, si ya me he serenado para entonces.

Walter giró sobre sus talones y se alejó con paso rápido. De pronto me encontré solo en mitad de aquella enorme sala, así que no me quedó otra cosa que hacer que dirigirme hacia la salida.

Oí tintinear la campanilla del ascensor al final del pasillo y apreté el paso para entrar en la cabina antes de que las puertas volvieran a cerrarse. En el interior, la ganadora me dirigió su mirada más bonita.

Sostenía su informe bajo el brazo. Yo esperaba que su rostro expresara toda la felicidad de la victoria recién conseguida, pero ella se limitó a mirarme con una ligera sonrisa en los labios. Escuché resonar en mi cabeza la voz de Walter que, si hubiera estado allí, seguramente me habría dicho, fuera cual fuera mi manera de presentarme: «Pero ¡mira que eres torpe!»

—Mis más sinceras felicitaciones —balbuceé humildemente.

La joven no respondió.

—¿Tanto he cambiado? —soltó finalmente.

Puesto que yo no encontraba ninguna respuesta apropiada, la joven abrió su carpeta, arrancó una hoja, se la metió en la boca y empezó a masticarla tranquilamente, sin abandonar ese ligero aire socarrón.

Y de repente resurgió el recuerdo de una sala de exámenes, y con él las mil imágenes de un verano increíble, hacía ya quince años.

La joven escupió la bola de papel sobre su mano y suspiró.

—Ya está. ¿Ahora ya te acuerdas de mí?

Las puertas del ascensor se abrieron en el vestíbulo, pero yo me quedé inmóvil, con los brazos colgando; el ascensor volvió otra vez hacia el último piso.

—Te ha hecho falta mucho rato, esperaba haberte marcado un poco más, o a lo mejor es simplemente que estoy mucho más vieja…

—No, te aseguro que no es eso. No sé, el color de tu pelo…

—Tenía veinte años, en aquella época cambiaba mucho de color de pelo, pero ahora ya no. Tú no has cambiado nada, algunas arrugas más, tal vez, pero sigues teniendo esa mirada perdida en el vacío.

—Realmente, lo último que me esperaba era encontrarte aquí… después de todos estos años.

—Reconozco que lo habitual no es reencontrarse en un ascensor. ¿Quieres que volvamos a hacer otro viaje de bajada y subida por todos los pisos del edificio o me vas a llevar a cenar?

Y, sin esperar respuesta, Keira dejó caer su carpeta al suelo, se lanzó a mis brazos y me besó. Aquel beso me supo a papel maché; era exactamente eso, un beso de papel en donde en otro tiempo había soñado con escribir todo lo que sentía por ella. Hay algunos primeros besos que hacen que tu vida entera se desequilibre. Incluso si uno no quiere aceptarlo, es así. Esos primeros besos te pillan por sorpresa, sin previo aviso. A veces eso sucede con el segundo beso, aunque éste ocurra quince años después del primero.

Cada vez que las puertas se volvían a abrir en el piso del vestíbulo, uno de los dos apretaba el botón y se abrazaba al otro todavía más fuerte. En el sexto viaje, el guarda del edificio nos esperaba con los brazos cruzados. Su ascensor no era una habitación de hotel (si no, no tendría una cámara de seguridad en el interior), por lo que nos rogaba que abandonáramos el lugar. Llevé a Keira de la mano y volvimos a encontrarnos de nuevo en la calle desierta, los dos igual de confundidos.

—Lo siento muchísimo, lo he hecho sin pensar…, ha sido la embriaguez de la victoria.

—Y en mi caso la del fracaso —respondí yo.

—Lo siento mucho, Adrián, ¡soy tan torpe…!

—Bueno, si Walter estuviera aquí al menos nos encontraría algo en común. ¿Te importa si volvemos a probar?

—¿El qué?

—Mi torpeza, tu victoria, mi fracaso…, te dejo escoger.

Keira me acarició los labios con un beso y después me suplicó que nos largáramos de aquel lugar tan siniestro.

—Vale, pues paseemos un rato —le propuse—. Al otro lado del Támesis hay un parque magnífico.

—¿Por casualidad no habrá vacas en ese parque del que hablas?

—Pues no creo, ¿por qué?

—Porque podría comerme una entera con el hambre que tengo. No he comido nada desde esta mañana. Llévame a algún bar donde todavía sirvan alguna cosa para cenar.

Me acordé de un restaurante al que íbamos a menudo durante aquel verano; no sabía si todavía existía, pero de todos modos le di la dirección al taxista.

Mientras circulábamos junto a la orilla del Támesis, Keira me cogió de la mano. Hacía mucho tiempo que no sentía un poco de ternura. En aquel instante olvidé cualquier cosa que tuviera que ver con mi derrota, con la inamovible distancia que aquella noche se había establecido entre la ciudad de Londres, donde iba a vivir a partir de entonces, y la meseta de Atacama, donde se habían quedado todos mis sueños.

Amsterdam

El hombre que acababa de bajar del vagón del tranvía para remontar a pie el canal Singel tenía el aspecto anónimo de cualquier individuo que volviera de su oficina. Excepto por la hora tardía, excepto por la cadenita que ligaba el asa de su cartera a su muñeca, excepto por la pistola que llevaba metida en la cartuchera de debajo de su abrigo… Al llegar a la plaza Magna se paró en el semáforo para asegurarse de que nadie lo seguía. En cuanto la luz se puso verde, el hombre se lanzó a la calzada. Pasando por alto los pitidos de los coches, se deslizó entre un autobús y una camioneta, obligó a dos turismos a frenar en seco y evitó por los pelos a un motociclista, que le insultó largamente. En la acera de enfrente aceleró el paso hasta la plaza Dam, atravesó la explanada y se introdujo en el interior de la Nueva Iglesia por la puerta lateral. El majestuoso edificio tenía un nombre muy raro para tratarse de una iglesia que databa del siglo XV. Sin embargo, el hombre no dedicó mucho tiempo a admirar la suntuosa nave; siguió su camino hasta el crucero, pasó la tumba del almirante De Ruyter, giró ante la del comodoro Jan Van Galen y se dirigió al absidiolo. Se sacó una llave del bolsillo, hizo girar el picaporte de una pequeña puerta situada al fondo de la capilla y bajó la escalera secreta que había tras ella.

Cincuenta escalones más abajo, penetró en el largo pasillo que se extendía ante él. El túnel subterráneo excavado bajo la gran plaza ofrece al que conoce el medio de acceder a él la posibilidad de ir desde la Nueva Iglesia al palacio del Dam. El hombre se apresuró; el estrecho subterráneo lo oprimía cada vez que tenía que transitarlo, y el eco de sus pasos no hacía más que aumentar su angustia. Cuanto más avanzaba, más escaseaba la luz, sólo los dos extremos del túnel estaban provistos de alumbrado, y éste era precario. En el punto en el que estaba sabía que todavía le quedaban por recorrer cincuenta pasos en línea recta, y se sirvió de la concavidad del paso central como única guía en la oscuridad.

Finalmente, la distancia se redujo y otra escalera apareció delante de él. Los escalones resbalaban y para subir era necesario aferrarse a la cuerda de cáñamo que había a lo largo de la pared. Arriba de todo de la escalera, el hombre se encontró frente a una primera puerta de madera provista de pesadas barras de acero forjado. Dos picaportes redondos se superponían; para abrir la cerradura hacía falta saber accionar un mecanismo que llevaba funcionando tres siglos. El hombre hizo girar el picaporte de arriba noventa grados a la derecha y el de abajo noventa grados a la izquierda, y después tiró de los dos hacia sí. Se oyó un clic, el pestillo había quedado desbloqueado. Por fin fue a parar a una antecámara de la planta baja del palacio del Dam. El edificio, creado por la imaginación de Jacob Van Campen, había sido erigido en pleno siglo XVII y entonces cumplía con la función de ayuntamiento. Los amsterdaneses no dudaron en considerarlo como la octava maravilla del mundo. Una estatua de Atlas domina la gran sala del palacio; sobre el suelo, tres gigantescos mapas de mármol representan, por un lado el hemisferio occidental, por el otro el hemisferio oriental, y el tercero un mapa de las estrellas.

Jan Vackeers celebraría muy pronto su setenta y seis cumpleaños, a pesar de que aparentaba diez menos. Entró en la Burgerzaal,
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pisó la Vía Láctea, caminó sobre Oceanía, atravesó el océano Atlántico de un salto y continuó su camino hacia la antecámara donde le estaban esperando.

—¿Qué noticias tiene? —preguntó al entrar.

—Noticias sorprendentes, señor. Nuestra francesa tiene doble nacionalidad. Su padre era inglés, un botánico que pasó gran parte de su vida en Francia. Volvió a su tierra natal, en Cornualles, justo después de su divorcio, y allí murió de un paro cardíaco en 1997. El certificado de fallecimiento y la autorización de inhumación figuran en el informe.

—¿Y la madre?

—También falleció. Era profesora de ciencias humanas en la Facultad de Aix-en-Provence. Murió en junio de 2002 debido a un accidente de coche. Se la llevó por delante un dominguero con 1,6 gramos de alcohol en sangre.

—¡Ahórreme los detalles sórdidos! —exclamó Jan Vackeers.

—Una hermana, dos años mayor que ella, que trabaja en un museo parisino.

—¿Una funcionaría del gobierno francés?

—Algo así.

—Deberemos tenerlo en cuenta. Localice a esa joven arqueóloga, por favor.

—Está en Londres, donde se ha presentado ante el jurado de la Fundación Walsh.

—Y, tal como nosotros queríamos, se ha llevado el premio, ¿no es cierto?

—No ha sido exactamente así, señor. El miembro del jurado que trabaja para nosotros ha hecho todo lo posible, pero la presidenta no se ha dejado influir. Nuestra protegida comparte su premio con otro candidato.

—¿Tiene suficiente con eso para volver a Etiopía?

—Un millón de libras esterlinas es una suma más que suficiente para que continúe sus investigaciones.

—Perfecto. ¿Tiene algo más que decirme?

—Nuestra joven arqueóloga ha conocido a un hombre durante la ceremonia. Continuaron la velada en un pequeño restaurante y a esta hora, los dos…

—Creo que eso no nos concierne —interrumpió Vackeers—. A menos que me anuncie mañana que la joven renuncia a todos sus proyectos de viaje porque lo abandona todo por su amor. Lo que esa señorita haga durante sus noches sólo le pertenece a ella.

—Es que, señor, nos hemos informado y el hombre en cuestión es un astrofísico que depende de la Academia de las Ciencias británica.

Vackeers avanzó hasta la ventana para contemplar la plaza allá abajo. Amsterdam era su ciudad, y la amaba más que a cualquier otra. Conocía cada una de sus callejuelas, cada canal, cada edificio.

—No me gustan este tipo de imprevistos —continuó—. ¿Y dice que es astrofísico?

—No hay nada que nos haga pensar que ella vaya a hablarle del asunto que nos preocupa.

—No, pero es una posibilidad que no podemos descartar. Imagino que lo más adecuado será que empecemos también a interesarnos por ese científico.

—Será difícil vigilarlo sin llamar la atención de nuestros amigos ingleses. Tal como le decía, es un miembro de la Academia de las Ciencias de Su Majestad.

—Haga todo lo que esté en su mano, pero no corra ningún riesgo. Sobre todo, no queremos llamar la atención de los ingleses. ¿Alguna información más que comunicarme?

—Todo se halla en el informe que me había solicitado.

El hombre abrió su cartera y le tendió un gran sobre de papel kraft a su interlocutor.

Vackeers lo rasgó. Fotos de Keira tomadas en París delante del edificio de Jeanne y en el jardín de las Tullerías, algunas más robadas mientras hacía unas compras en la rué de Lions-Saint-Paul y finalmente toda una serie tomada a su llegada a la estación de Saint-Paneras, en la terraza de una cafetería italiana en Bute Street y a través del cristal de un restaurante de Primrose Hill donde se la veía cenar en compañía de Adrián.

—Éstas son las últimas fotografías que me han llegado antes de que abandonara mi puesto.

Vackeers recorrió rápidamente las primeras líneas del informe y cerró la carpeta.

—Ya se puede marchar, gracias. Nos veremos mañana.

El hombre saludó a Vackeers y abandonó la antecámara del palacio. Nada más salir él, una puerta se abrió y otro hombre entró en la estancia sonriendo a Vackeers.

—Ese encuentro fortuito con el astrofísico tal vez juegue a nuestro favor —dijo al acercarse.

—Creía que usted esperaba que todo esto se mantuviera en el plano más confidencial posible y ahora ya son dos los caballos que no controlamos, ¡eso es demasiado para un solo tablero!

—Lo que más me preocupa es que ella se ponga de nuevo a buscar sin que sospeche que nosotros la estamos ayudando un poco.

—Ivory, ¿es consciente de que si alguien llegara a sospechar lo que estamos haciendo, las consecuencias para nosotros dos serían…?

—Delicadas. ¿Es ésa la palabra que estaba buscando?

—No, más bien iba a decir desastrosas.

—Jan, los dos creemos en lo mismo, y desde hace muchos años. ¡Imagínese las consecuencias si resulta que estamos en lo cierto!

—Lo sé, Ivory, lo sé. Es precisamente por eso por lo que estoy corriendo todos estos riesgos a mi edad.

—Confiese que esto le divierte un poco; después de todo, ninguno de los dos se imaginaba que volvería a estar en activo. Y la idea de mover los hilos del juego seguro que no le desagrada…, y por supuesto a mí tampoco.

—Lo admito —dijo con un suspiro Vackeers al sentarse tras el gran escritorio de caoba—. ¿Cuál es el próximo movimiento que tiene en mente?

—Dejemos que las cosas sigan su curso. Si ella consigue interesar a ese astrofísico en el asunto, entonces es que es aún más astuta de lo que pensaba.

—¿Cuánto tiempo cree que tenemos antes de que Londres, Madrid, Berlín o Pekín tomen conciencia de que la partida ya ha empezado?

—Ah, no van a tardar mucho en darse cuenta de que el juego ya está en marcha. Los americanos ya se han hecho notar. Alguien ha visitado el apartamento de la hermana de nuestra arqueóloga esta misma mañana.

—¡Qué imbéciles!

—Es su manera de mandar un mensaje.

—¿A nosotros?

—A mí. Están furiosos porque dejé que el objeto se nos escapara. Y lo que más los encoleriza es que haya tenido el descaro de hacer que lo analizaran en su propio territorio.

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