El primer día (11 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: El primer día
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—Estás despertando mi curiosidad. Te propongo lo siguiente: cena esta noche conmigo y le echaré un vistazo a tu misterioso colgante. Hace algún tiempo que dejé la profesión, pero todavía me defiendo bastante bien.

—Bien jugado, Max, querido, ¿por qué no? Pero esta noche he quedado para un mano a mano con mi hermana. Tenemos que recuperar el tiempo perdido; y además, desde que he vuelto a París, no he parado de descargar mi frustración con ella. Le he dicho dos o tres barbaridades muy inoportunas que me gustaría que me perdonara, o más bien doce o trece, o incluso una treintena.

—Mi oferta sigue en pie para cualquier otra noche de la semana. Mira, ya estamos delante del museo. Prácticamente has llegado a tiempo, el reloj de mi coche va casi quince minutos adelantado…

Keira besó a Max en la frente y salió precipitadamente. A él le habría gustado decirle que lo llamara aquella tarde, pero ella ya corría por la acera.

—Siento muchísimo haberle hecho esperar —se disculpó Keira, todavía jadeante, mientras empujaba la puerta—. ¿Ivory?

El cuarto estaba vacío. Keira dejó caer la mirada sobre una hoja de papel que había bajo la lámpara de la mesa. Los renglones de letras estaban tachados, pero Keira pudo adivinar una serie de cifras, «lago Turkana» y su nombre. Al final de la hoja, alguien había representado con bastante habilidad un croquis de su colgante. Keira no debería haber pasado al otro lado de la mesa de trabajo, y todavía menos haberse sentado en el sillón del profesor y, probablemente, tampoco debería haber abierto el cajón que tenía delante. Sin embargo, no estaba cerrado con llave y no se podía ser arqueólogo sin ser curioso por naturaleza. Dentro encontró un viejo cuaderno de cuero con la cubierta agrietada. Lo puso encima del escritorio y descubrió, en la primera página, otro dibujo más antiguo, el de un objeto que en cierta manera se parecía al que llevaba ella alrededor del cuello. Un ruido de pasos la hizo sobresaltarse. Arregló rápidamente el desorden que había provocado y tuvo el tiempo justo de esconderse debajo de la mesa. Alguien acababa de entrar. Acurrucada como una niña fisgona, Keira se esforzó por contener la respiración. Un hombre estaba de pie a unos pocos centímetros de ella, la tela de su pantalón la rozó. Después la luz se apagó y la silueta volvió hacia la puerta. Hubo un ruido de llaves en la cerradura y el silencio se hizo en el despacho del viejo profesor.

A Keira le hicieron falta unos minutos para volver a recuperar la calma. Dejó su escondite, avanzó hasta la puerta y giró el pomo. Un golpe de suerte: desde el interior, el mango accionaba el cerrojo. Por fin libre, saltó al pasillo, bajó corriendo la rampa que llevaba a la planta baja, resbaló y cayó al suelo cuan larga era. Una generosa mano vino en su ayuda. Keira levantó la cabeza y, al descubrir el rostro de Ivory, lanzó un grito que resonó en todo el vestíbulo.

—¿Se ha hecho mucho daño? —preguntó el profesor mientras se arrodillaba.

—¡No, no! Sólo me he dado un buen susto.

Los visitantes que se habían parado para presenciar la escena empezaron a dispersarse. El incidente estaba cerrado.

—¡Con un resbalón como ése no me extraña! Se habría podido partir la crisma. ¿Qué era lo que la hacía correr así? Llega un poco tarde, es cierto, pero no vale la pena arriesgarse a matarse por una tontería así.

—Lo siento muchísimo —se disculpó Keira poniéndose en pie.

—¿Y dónde se había metido, por cierto? Le he dejado un recado en recepción para que se encontrara conmigo en los jardines.

—He subido directamente a buscarle a su despacho, pero la puerta estaba cerrada con llave y se me ha ocurrido la estúpida idea de ponerme a correr para buscarle.

—Ya ve, ésas son precisamente el tipo de desventuras que le suceden a uno cuando se hace esperar. Sígame, me muero de hambre. A mi edad, uno toma siempre sus comidas en horarios fijos.

Y, por segunda vez aquel día, Keira se sintió como una niña pequeña a la que habían pillado haciendo una travesura.

Se sentaron en la misma mesa que la última vez. Ivory, visiblemente de mal humor, sumergió la nariz en la carta.

—Podrían variar el menú de vez en cuando…, ¡siempre hay lo mismo! Le aconsejo el cordero, sigue siendo lo mejor que tienen. Dos costillas de cordero —pidió Ivory a la camarera.

El profesor desplegó su servilleta y miró fijamente a Keira.

—Antes de que se me olvide —dijo mientras se sacaba el colgante del bolsillo de la chaqueta—, le devuelvo lo que le pertenece.

Keira sostuvo el objeto en la mano y lo miró durante un largo rato. Se quitó el cordel de cuero del cuello y enrolló el colgante cruzando la cinta dos veces por delante y una vez por detrás, exactamente como Harry le había enseñado a hacer.

—Tengo que confesar que colgado sobre su pecho gana en valor —exclamó Ivory, que sonrió por primera vez.

—Gracias —respondió Keira un tanto incómoda.

—¡Espero que a estas alturas no se ruborice por un comentario así! Cuénteme, ¿cómo es que ha llegado tarde?

—No lo entiendo, profesor. Podría inventarme toda clase de excusas, pero la verdad es que no me he despertado. Es tan estúpido como eso.

—¡Cómo la envidio! —respondió Ivory, y estalló en una carcajada—. Hace al menos veinte años que no consigo que se me peguen las sábanas. Envejecer no tiene nada de divertido pero, por si eso no fuera suficiente, encima los días se alargan. Pero, bueno, dejémonos de palabrerías, no estoy aquí para darle la lata con mis problemas para conciliar el sueño. De todas formas, me gusta mucho la gente que dice la verdad; por esta vez está usted perdonada, ¡voy a dejar de poner esta cara de enfado que tanto la incomoda!

—¿La estaba poniendo a propósito?

—¡Absolutamente!

—¿Así que los resultados no han aportando ningún dato? —preguntó Keira mientras jugueteaba con su colgante.

—Lamentablemente, no.

—¿Y no tiene la más mínima idea de la edad que puede tener este objeto?

—No… —respondió el profesor rehuyendo la mirada de Keira.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Acaba de hacerlo. Pero prefiero que me haga la que de verdad le interesa.

—¿De qué era usted profesor?

—¡De historia de la religión! Bueno, no en el sentido en que se imagina. He consagrado mi vida a intentar comprender en qué momentos de su evolución el hombre se ha decidido a creer en una fuerza superior y a bautizarla como «Dios». ¿Sabe usted que hace alrededor de cien mil años, cerca de Nazaret, unos
Homo sapiens
enterraron, probablemente por primera vez en la historia de la humanidad, los restos mortales de una mujer de una veintena de años? A sus pies reposaba también la de un niño de unos seis años. Los que descubrieron esta sepultura encontraron asimismo alrededor de los dos esqueletos una gran cantidad de ocre rojo. En otra excavación, no lejos de allí, otro equipo de arqueólogos sacó a la luz una treintena de tumbas similares. Todos los cuerpos estaban dispuestos en posición fetal, recubiertos de ocre, y todas las tumbas se veían adornadas con objetos rituales. Tal vez ésas sean las muestras de religiosidad más antiguas que se han hallado. ¿Podría decirse que al dolor que acompañaba la pérdida de un ser querido vino a sumarse una imperiosa necesidad de honrar la muerte? ¿Acaso fue en ese preciso instante cuando nació la creencia en otro mundo donde los difuntos seguirían existiendo?

«Existen tantas teorías sobre este tema que sin duda jamás sabremos en qué momento de su evolución el hombre comenzó realmente a creer en un dios. Cómo, igual de fascinado que atemorizado por su entorno, empezó a divinizar una fuerza que lo superaba. Realmente era necesario que el hombre le diera un sentido al misterio del alba y del crepúsculo, al de las estrellas que se alzan en el cielo por encima de su cabeza, a la magia de los cambios de estación, de los paisajes que se metamorfosean, al igual que su cuerpo se transforma a lo largo del tiempo hasta obligarle a exhalar su último aliento de vida. Resulta tremendamente fascinante constatar que en los casi ciento sesenta países donde han sido descubiertas pinturas rupestres, todas ofrecen similitudes. El uso del omnipresente color rojo como un símbolo absoluto de contacto con los otros mundos. ¿Por qué los humanos representados en ellas, fuera cual fuera el lugar del mundo donde vivieran, están todos dibujados en la posición del orante, con los brazos levantados hacia el cielo, inmortalizados en el mismo gesto? Ya lo ve, Keira, mi trabajo no estaba tan alejado del suyo. Y comparto su punto de vista. Me gusta el ángulo desde el que se enfrenta a sus investigaciones. ¿El primer hombre fue realmente aquel que se irguió para caminar a dos patas? ¿Aquel que decidió tallar la madera y la piedra para hacer herramientas? ¿El primero que lloró la muerte de un ser querido y tomó conciencia de que su propio fin era ineluctable? ¿El primero en creer en una fuerza que le era superior o, tal vez, el primero en expresar sus sentimientos? ¿Con qué palabras, qué gestos, qué ofrendas, el primer humano confesó que amaba? ¿Y a quién se dirigió, a sus padres, a su mujer, a su descendencia o a un dios?

Los dedos de Keira dejaron el colgante. Colocó las dos manos sobre la mesa y miró un largo rato al profesor.

—Probablemente nunca conoceremos la respuesta.

—¿Cómo puede saberlo? Todo es cuestión de paciencia, determinación y amplitud de miras. A veces basta con mirar un poco más de cerca para ver aquello que de lejos se nos escapa.

—¿Por qué me dice usted eso?

—Ha pasado tres años de su vida excavando la tierra en busca de unos cuantos huesos fosilizados que supuestamente le iban a permitir desvelar el misterio del origen de la humanidad. Sin embargo, ha hecho falta que nos conozcamos y que yo pique su curiosidad para que usted se haya decidido por fin a dedicarle una mínima atención al insólito objeto que lleva alrededor del cuello.

—¡Menuda comparación! No hay ninguna relación entre esta piedra y…

—No es roca, no es madera…, somos incapaces de decir de qué está hecho. No obstante, ¡su perfección nos lleva a dudar de que haya sido la naturaleza quien lo ha trabajado así! ¿Todavía sigue encontrando mi comparación tan disparatada?

—¿Qué es lo que está intentando decirme? —preguntó Keira mientras apretaba el collar entre sus dedos.

—¿Y si lo que ha estado buscando durante todos estos años simplemente se encontrara colgado de su cuello? Desde su vuelta a Francia, pasa cada segundo soñando con volver al Valle del Omo, ¿no es así?

—¿Tanto se me nota?

—El Valle del Omo está sobre su pecho, jovencita. O, como mínimo, tal vez uno de los mayores misterios que encierra.

Keira dudó un instante y estalló en una enorme carcajada.

—¡Ivory, reconozco que ha estado a punto de convencerme! Sonaba tan convincente que me ha puesto la carne de gallina. Ya sé que a sus ojos no soy más que una joven arqueóloga que llega tarde a sus citas, pero aun así… No hay ningún elemento que nos pueda llevar a creer que este objeto tiene un valor científico real.

—Le vuelvo a hacer la misma pregunta. Este objeto es muchísimo más viejo que todo lo que nos imaginamos, ninguna tecnología moderna ha conseguido ni siquiera arrancarle el más mínimo fragmento, como tampoco ha logrado datarlo de forma segura, ¿cómo explica que haya sido pulido de una forma tan perfecta?

—Reconozco que resulta muy intrigante —confesó Keira.

—Me alegra que se haya hecho esta pregunta, querida Keira, como también me alegra el haberla conocido. Vea usted, desde mi pequeño despacho en el piso de arriba, mis esperanzas de hacer un último descubrimiento eran, estará de acuerdo, bastante escasas. Y, sin embargo, gracias a usted, yo también he logrado que las estadísticas mientan.

—¿En serio? Me alegro muchísimo —dijo Keira.

—No estaba hablando de este objeto. Identificarlo es cosa suya.

—Entonces, ¿a qué descubrimiento se refería?

—¡Está claro, al de haber conocido a una mujer fuera de lo común!

Ivory se levantó y se alejó de la mesa. Keira lo observó mientras se marchaba. Él se dio la vuelta una última vez y dirigió un pequeño gesto con la mano a su nueva amiga.

Londres

Nos quedaba poco más de una semana para presentar el dosier de nuestra candidatura. Aquel proyecto había acabado por acaparar todo mi tiempo. Walter y yo teníamos la costumbre de encontrarnos al acabar el día en la biblioteca de la Academia, donde yo le presentaba un resumen de lo que había avanzado en la jornada. Después de haberle leído mi texto (que discutíamos bastante a menudo), íbamos a cenar a un pequeño restaurante indio del barrio. La camarera tenía un escote notable, y ni Walter ni yo permanecíamos indiferentes. Después de aquellas cenas durante las cuales la camarera en cuestión no nos dirigía jamás ni la más mínima mirada, continuábamos nuestras conversaciones caminando a lo largo del Támesis. Ni siquiera cuando la lluvia se sumaba a la cita renunciábamos a este paseo nocturno.

Aquella noche, sin embargo, yo tenía una sorpresa reservada para mi ayudante. Como desde el fin de semana anterior mi viejo MG había despertado en nosotros el ansia de viajar, pedí un taxi que nos dejó en la estación de Euston, no demasiado lejos de la de King's Cross. Íbamos con retraso y, antes de responder a la vigésima pregunta de Walter («Pero ¿adónde vamos?»), lo conduje en una carrera desenfrenada hacia el andén desde el que partía nuestro tren. El convoy empezaba a traquetear, empujé a Walter hacia la plataforma del vagón de cola y tuve el tiempo justo de subirme yo después. Los raíles rechinaban ya bajo los bogies.

El extrarradio de Londres cedió paso a la campiña inglesa que, a su vez, desapareció ante el extrarradio de Manchester.

—¿Manchester? ¿Qué es lo que venimos a hacer a Manchester a las diez de la noche? —preguntó Walter.

—¿Y quién te dice que ya hemos llegado a nuestro destino?

—¡Pues el hecho de que el revisor acaba de anunciar: «Última estación; todo el mundo abajo», por ejemplo!

—¿Y los transbordos, mi estimado Walter? Venga, coge tu maletín y ven, apenas tenemos diez minutos.

Nueva carrera a través de los subterráneos de la estación y ya estamos los dos embarcados en otro tren que, esta vez, se dirige hacia el sur.

Esa noche nadie se apeó en la pequeña estación de Holmes Chapel aparte de nosotros, y el jefe de estación no tardó en liberar con un golpe de pito el convoy del que acabábamos de bajar. El tren se alejaba ya. Miré el reloj mientras buscaba con la mirada el coche que debía venir a buscarnos. Sin duda alguna, llegaba con retraso.

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