El Prefecto (9 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Prefecto
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—No puedo pensar en nada menos abstracto que la vida y la muerte.

—Volvamos a hablar de Dravidian.

—Le he tocado una fibra sensible, ¿verdad?

—Hábleme de los ultras.

Pero cuando Delphine comenzó a hablar (su mirada decía que no iba a responder a la pregunta directamente), el contorno negro de una puerta apareció en la pared de paso detrás de ella. La superficie blanca dentro del contorno se abrió lo bastante como para permitir la entrada de la forma rechoncha de Sparver, y luego volvió a cerrarse detrás de él.

—Congelar invocación —dijo Dreyfus, irritado por haber sido interrumpido—. Sparver, creí que había dicho que no quería…

—Tenía que verle, jefe. Esto es urgente.

—Entonces, ¿por qué no me has llamado por el brazalete?

—Porque lo ha desconectado.

—Oh. —Dreyfus se miró la manga—. Es verdad.

—Jane me dijo que lo interrumpiera, por mucho que me gritara o se quejara. Ha ocurrido algo.

Dreyfus susurró una orden para archivar a Delphine.

—Espero que sea importante —le dijo a Sparver cuando el nivel beta desapareció—. Estaba a punto de conseguir un conjunto de testimonios irrefutables que vinculan al
Acompañamiento de Sombras
con la Burbuja. Es toda la información que necesito enviar a Serafín. Luego no le quedará más remedio que entregarme la nave.

—Creo que no necesitará convencerlo para que le entregue la nave.

Dreyfus arrugó el ceño un momento, aún molesto.

—¿Qué?

—Ya está de camino. Viene directa hacia nosotros.

6

Cuando Sparver dio un golpecito a Dreyfus para que se despertara, ya estaban dentro del campo visual del
Acompañamiento de Sombras
. Dreyfus se desenganchó de la red de la hamaca y siguió a su ayudante hasta la espaciosa cabina de control del crucero de exploración profunda. Los prefectos de campo estaban autorizados a pilotar cúteres, pero una nave tan grande y potente como el
Circo Democrático
necesitaba un equipo dedicado. Había tres operarios en la cabina de control, que llevaban gafas de inmersión y guantes de control negros hasta los codos. El piloto principal era un hombre llamado Pell, un funcionario de Panoplia que Dreyfus conocía y respetaba. Dreyfus lo saludó con un gruñido, pidió a Sparver que le conjurara una taza de café, y luego que lo pusiera al día.

—Jane ha pedido una votación sobre los misiles —dijo el hipercerdo—. Tenemos vía libre.

—¿Y el capitán de puerto?

—No ha habido más contacto con Serafín, ni con ningún otro representante de los ultras. Pero tenemos un montón de dolores de cabeza secundarios de los que preocuparnos.

—Justo cuando empezaba a acostumbrarme a los que ya teníamos.

—El cuartel general dice que se avecina una tormenta por lo de Ruskin-Sartorious. La noticia está empezando a hacerse pública. No todos los detalles (nadie más sabe exactamente qué nave estaba implicada), pero ahí afuera hay cien millones de habitantes capaces de sumar dos y dos.

—¿Sabe alguien que los ultras estaban implicados?

—Hay especulaciones. Un montón de gente ha visto la nave que iba a la deriva y están comenzando a pensar que tiene relación con el horrible crimen.

—Genial.

—En un mundo perfecto, verían la nave como una prueba de que se ha cometido un crimen y de que los ultras han actuado con la rapidez necesaria al castigar a los suyos.

Dreyfus se rascó la incipiente barba. Necesitaba afeitarse.

—Pero si esto fuera un mundo perfecto, tú y yo no tendríamos trabajo.

—Jane dice que tenemos que considerar la posibilidad de que algunos grupos intenten una acción punitiva unilateral si concluyen que los ultras fueron responsables.

—Dicho de otro modo, podría declararse una guerra entre el Anillo Brillante y los ultras.

—Espero que nadie sea tan estúpido —dijo Sparver—. Pero bueno, estamos hablando de humanos de base.

—Yo soy un humano de base.

—Usted es raro.

El capitán Pell se giró hacia ellos desde la consola y se quitó las gafas protectoras.

—Acercamiento final, señor. Hay muchos escombros y gas, así que sugiero que nos mantengamos a tres mil metros.

Pell había vuelto transparente la mayor parte del casco para que el
Acompañamiento de Sombras
fuese visible.

Dreyfus se dio cuenta de que la nave se estaba quemando por dentro.

—Supongo que estamos viendo lo que los círculos ultras llaman justicia —dijo Sparver.

—Pueden llamarlo como quieran —respondió Dreyfus con brusquedad—. Pedí testigos, no una nave llena de cadáveres calcinados. —Se giró hacia Pell—. ¿Cuánto falta para que choque contra el borde del Anillo Brillante?

—Cuatro horas y veintiocho minutos.

—Le dije a Jane que lo destruiríamos tres horas antes de que llegara a la órbita del hábitat exterior. Eso nos da un plazo de noventa minutos. ¿Cómo van los misiles?

—Listos para atacar. Hemos identificado lugares de impacto, pero preferimos estabilizar la caída antes de hacerlos estallar. Ahora estamos examinando las opciones de fijación del remolcador.

—Lo más rápido que puedan, por favor.

Los especialistas del remolcador eran buenos en su trabajo y cuando Dreyfus se acabó el café, ya habían anclado las tres unidades en varios nodos tolerantes al estrés a lo largo del casco de la nave siniestrada.

—Ahora estamos aplicando un empuje correctivo, señor —le informó uno de los especialistas del remolcador—. Tenemos que impedir que se desplomen un millón de toneladas y no queremos que la nave se parta en dos como una ramita.

—¿Alguna señal de movimiento o actividad a bordo? —preguntó Dreyfus.

—Los motores están apagados —dijo el capitán Pell—. Parece que todo el aire disponible ya ha salido al espacio. Hay demasiado calor residual para comenzar a buscar puntos calientes termales de supervivientes dentro de esa cosa, pero aún estamos registrándola para tratar de encontrar firmas electromagnéticas. Si queda algún humano vivo tiene que llevar puesto un traje, y puede que captemos algún ruido EM procedente de sus sistemas de soporte vital. Aunque no es muy probable que encontremos a alguien.

—No le he pedido que me haga un cálculo de probabilidades.

Los nervios estaban empezando a traicionarlo.

Tardaron otros treinta minutos en controlar la nave a la deriva. Los especialistas rotaron el casco para que su largo eje apuntara al Anillo Brillante, minimizando su sección transversal de colisión por si las armas nucleares fallaban. No había posibilidad de usar los remolcadores para empujar a la abrazadora lumínica a una trayectoria segura; como mucho, todo lo que se podía hacer era dirigirla a una de las órbitas menos pobladas y esperar que pasara a través del espacio vacío entre hábitats. Desde aquella distancia, el Anillo Brillante parecía un anillo plano de plata deslustrada: los destellos individuales de los diez mil hábitats quedaban difuminados en un sólido arco de luz.

Dreyfus no dejó de recordarse que la mayoría era espacio vacío, pero sus ojos no podían aceptarlo.

—¿Cuánto falta? —preguntó.

—Algo menos de una hora, señor —le informó Pell.

—Busque una esclusa de aire lo más cerca posible de la parte frontal de la nave. Si alguien ha sobrevivido, estará allí.

Pell parecía reticente.

—Señor, creo que antes de entrar a bordo de esa cosa tiene que ver esto. Acabamos de captar el estallido más fuerte que hemos oído desde que comenzamos a acercarnos.

—¿Qué clase de estallido?

—Comunicaciones de voz. Eran débiles, pero conseguimos localizarlas bastante bien. Resulta que proceden de uno de los puntos calientes que ya estamos monitorizando.

—Creí que había dicho que no podía ver ningún punto caliente a causa del ruido termal.

—Me refería a puntos calientes en el interior de la nave, señor. Este procede del exterior.

—¿Alguien ha escapado?

—No exactamente, señor. Es como si estuvieran en el exterior del casco. Tendremos una imagen cuando nos acerquemos un poco más.

Pell comenzó a acercar el crucero de exploración profunda al
Acompañamiento de Sombras
. Era una operación delicada. Aunque la abrazadora lumínica había sido estabilizada y seguramente estaba desprovista de aire, seguía desprendiendo vapor a una velocidad prodigiosa a medida que las reservas de agua de la nave salían al espacio. Con el vapor desgasificado llegó una erupción constante de escombros, desde pedazos de vidrio roto del tamaño de un pulgar hasta trozos de metal deformado del tamaño de una casa. Con cada impacto, el casco del crucero producía un fuerte sonido metálico que ponía los nervios de punta. A ratos, Dreyfus oía el ruido subsónico cuando una de las pistolas automáticas del
Circo Democrático
interceptaba uno de los trozos más grandes de basura.

Ahora quedaban cuarenta y cinco minutos.

—He aislado el estallido de sonido, señor —dijo Pell a Dreyfus—. ¿Quiere que lo reproduzca?

—Adelante —dijo Dreyfus con el ceño fruncido.

Pero cuando el fragmento estalló sobre el intercomunicador del crucero, Dreyfus entendió la reticencia de Pell a transmitirlo sin previo aviso. Fue algo momentáneo, como una ráfaga de sonido aleatorio que se capta cuando se están buscando frecuencias de radio. Pero en esa ráfaga había algo incalificable, un horror implícito que atravesó a Dreyfus hasta la médula. Era una voz que gritaba de dolor o de terror o de ambas cosas; una voz que narraba de forma resumida algún estado primario de dolor humano. Había un universo de sufrimiento en ese fragmento de sonido; suficiente para abrir una puerta a una parte de la mente que, por lo general, estaba cerrada a cal y canto.

Era un sonido que Dreyfus no quería volver a oír nunca más.

—¿Tiene la imagen?

—Ahora la preparo, señor. La pondré en la pared.

Una parte del casco transparente mostró una ampliación de la proa de la abrazadora lumínica. La amplió vertiginosamente. Durante un momento, Dreyfus se sintió abrumado ante el intrincado y gótico detalle del casco de la nave, en forma de aguja. Luego distinguió la única cosa que no pertenecía al conjunto.

Era una figura vestida con un traje espacial, con las extremidades extendidas como si lo hubieran fijado con clavos. A Dreyfus no le cabía la menor duda de que estaba mirando al capitán Dravidian.

Y el capitán Dravidian seguía vivo.

Los ultras habían hecho un trabajo concienzudo con su víctima. Le habían clavado las extremidades al casco de la nave, con la cabeza cerca de la proa. Le habían clavado o disparado alguna clase de estaca en los antebrazos y la parte inferior de las piernas, perforando la armadura del traje y penetrando en la estructura del casco. Dreyfus pensó que era la misma clase de estaca que usaban las naves para apuntalarse en asteroides o en cometas: acabadas en punta de hiperdiamante, brutalmente alambradas contra la retracción accidental. Las heridas de entrada habían sido selladas con masilla de secado rápido para impedir la pérdida de presión. Después lo habían soldado al casco por las extremidades y la mitad del torso. Una gruesa línea plateada de cordón de soldar lo conectaba a la chapa de la nave, creando un enlace entre la armadura de su traje y el material del casco. Dreyfus, que estaba junto a Dravidian anclado al casco por las suelas de sus botas, miró fijamente el espectáculo y se dio cuenta de que su experiencia con los cúteres no bastaría para liberar a su testigo en el tiempo que quedaba.

Iba a llevar su nave a un destino funesto, ya fuera una colisión en el Anillo Brillante o una aniquilación nuclear instantánea. Los ojos de Dravidian seguían la trayectoria de Dreyfus y Sparver. Los tenía muy abiertos y en alerta, pero había perdido toda esperanza.

Dravidian sabía exactamente las posibilidades que tenía.

Dreyfus usó su mano izquierda para desenrollar la línea fróptica de su muñeca derecha. El diseño del traje de Dravidian no le era familiar: seguramente se trataba de un dispositivo construido con materiales baratos de fabricación casera y piezas antiguas, algunas de las cuales databan de la época de los cohetes químicos. Pero casi todos los trajes estaban diseñados para ofrecer cierto grado de intercompatibilidad. Los conectores de aire y de energía se ajustaban a un montón de interfaces estándares, y lo habían hecho durante siglos. Lo mismo ocurría con las entradas de comunicaciones.

Dreyfus encontró el conector correspondiente en la manga de Dravidian y deslizó el fróptico. Oyó un
clic
cuando los contactos se acoplaron, seguido un instante después del silbido de un circulador de aire en su casco. Estaba escuchando el sistema de soporte vital de Dravidian.

—¿Capitán Dravidian? Espero que pueda oírme. Soy el prefecto de campo Tom Dreyfus, de Panoplia.

Hubo una pausa más larga de lo que Dreyfus esperaba. Estaba casi a punto de abandonar el intento de hablar con Dravidian cuando lo oyó respirar con dificultad.

—Lo oigo, prefecto Dreyfus. Y sí, soy Dravidian. Ha sido usted muy astuto.

—Ojalá hubiéramos podido llegar antes. Oí su transmisión. Parecía sufrir.

Le llegó una risita ahogada.

—Más bien.

—¿Y ahora?

—Al menos, eso ha pasado. Dígame: ¿qué han hecho? Me dolían mucho las extremidades… pero no pude ver nada. Estaban sujetándome. ¿Me han cortado en trozos?

Dreyfus examinó la forma soldada, como si necesitara asegurarse de que todo Dravidian estaba allí.

—No —dijo—. No le han cortado en trozos.

—Bien. Al menos moriré con algo de dignidad.

—Me temo que no le entiendo.

—Los ultras tienen una escala de castigo cuando se comete un crimen. Creen que hay un elevado índice de probabilidades de que sea culpable. Pero no están seguros. Si lo estuviesen, me habrían cortado en trozos.

—Lo han clavado a la nave —dijo Dreyfus—. Lo han clavado y soldado.

—Sí, vi la luz.

—No puedo sacarle de ese traje, ni separar el traje del casco. Tampoco puedo cortar una sección del casco. No en treinta minutos.

—¿Treinta minutos?

—Me temo que tengo órdenes de destruir esta nave. Lamento que lo hayan hecho sufrir, capitán. Puedo prometerle que mi justicia será rápida y limpia.

—¿Armas nucleares?

—Será rápido. Tiene mi palabra.

—Es usted muy amable, prefecto. Y no, no he pensado en serio que hubiera alguna posibilidad de rescate. Cuando los ultras hacen algo… —Dejó la frase sin acabar.

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