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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (16 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Ansí
debe ser, dijo don Martín, y
ora
reflejo que he visto algunos
eclises
del sol y
luna totales, como usted les llama, o que se ha tapado toda, de modo
que hemos estado
oscuras
totalísimamente. Sobre que no
le hace que la luminaria sea más grande que la mano. ¿Y
es posible que no son otra cosa los
eclises
? Sí
señor, dijo el padre, no son otra cosa, y teniendo el
año trescientos sesenta y cinco o sesenta y seis días,
si es bisiesto, tenemos nosotros otros tantos eclipses del sol, y
totales, que es más gracia. ¡Cómo Padre!,
decía don Martín. Ya se ve que sí, dijo el
vicario; ¿ve usted de noche el sol? No señor, ni una
pizca, respondió don Martín. Pues ahí tiene
usted que se le eclipsa el sol todo entero, y para que usted no me
vea, tanto tiene que yo me meta a la recámara, como que usted
cierre los ojos. Es verdad, decía don Martín; pero
según que usted me ha dicho, y según lo que agora me
dice, creo que el mundo es mucho más grandísimo que el
sol, que no puede menos, sobre que lo estamos mirando. Pues sí
puede menos, amigo, dijo el vicario; y en efecto, es tan
pequeño respecto al sol, como lo es una avellana respecto a un
coco. Pues entonces, replicó don Martín, salimos con lo
que usted me dijo, pues aunque mi mano sea más chica que la
luminaria, me la puede tapar toda en estando muy cerca de mis
ojos. Así es, dijo el vicario, puede o no puede taparla toda,
según la distancia en que usted la pusiere respecto a sus
ojos. Si la pone lejos de ellos, no tapará toda la luminaria,
algo verá usted de ella; pero si se la pone en las narices, no
verá nada. Ya se ve que así ha de ser, decía don
Martín, y no solamente no veré la luminaria, pero ni la
puerta de la hacienda que es más grande, ni cosa alguna, y eso
será porque casi me tapo los ojos con la mano poniéndola
tan cerca. Pues vea usted la razón, dijo el padre, porque se
suelen ver algunos eclipses totales de sol causados por la luna,
porque ésta, aunque mucho más pequeña que
él, si se pasa muy cerca de nosotros, como en realidad pasa
algunas veces, hace el efecto de la mano frente de la luminaria, y lo
mismo hace la tierra, sin embargo de su pequeñez,
eclipsándonos el sol todas las noches por estar pegada a
nosotros
[31]
.

Perfectamente entendí todo el asunto de los
eclipses
, padre vicario, dijo don Martín, y creo que
cualquiera lo entenderá, por negado que sea. ¿Lo
entiendes, hija? ¿Lo han entendido, muchachas? Todas a una voz
respondieron que sí, y que muy bien, que ya sabían que
podían hacer eclipses de sol, de luna, o de luminarias, cada
vez que se les antojara; pero el buen don Martín volvió
a preguntar: dígame usted, padre, ya que los
eclises
no son más que eso, ¿por qué son tan
dañinos que nos pierden las siembras, los ganados, y hasta nos
enferman y sacan imperfectos los muchachos? Ésa es la
vulgaridad, respondió el vicario. Los
eclipses
en nada
se meten, ni tienen la culpa de esas desgracias. Las siembras se
pierden, o porque les ha faltado cultivo a su tiempo, o han escaseado
las aguas, o la semilla estaba dañada, o era ruin, o la tierra
carece de jugos, o está cansada, etc. Los ganados malparen, o
las crías nacen enfermas, ya porque se lastiman las hembras, o
padecen alguna enfermedad particular que no conocemos, o han comido
alguna yerba que las perjudica, etc.; últimamente, nosotros nos
enfermamos o por el excesivo trabajo, o por algún desorden en
la comida o bebida, o por exponernos al aire sin recato estando el
cuerpo muy caliente, o por otros mil achaques que no faltan; y las
criaturas nacen
tencuas
, raquíticas, defectuosas o
muertas, por la imprudencia de sus madres en comer cosas nocivas, por
travesear, corretear, alzar cosas pesadas, trabajar mucho, tener
cóleras vehementes, o recibir golpes en el vientre. Conque vea
usted como no tienen los pobres eclipses la culpa de nada de
esto. Bien, dijo don Martín; pero ¿cómo suceden
estas desgracias puntualmente cuando hay
eclís
? La
desgracia de los eclipses, dijo el vicario, consiste en que suceda
algo de esto en su tiempo, porque los pobres que no entienden de nada,
luego echan la culpa a los eclipses de cuantas averías hay en
el mundo. Así como cuando uno se enferma, lo primero que hace
es buscar achaque a su enfermedad, y tal vez cree que se la
ocasionó lo más inocente. Conque amigo, no hay que ser
vulgares, ni que quitar el crédito a los pobres eclipses, que
es pecado de restitución.

Celebraron todos al padre vicario, y le pegaron un buen tabardillo
al amigo Juan Largo, de modo que se levantó de allí
chillándole las orejas. A poco rato nos fuimos a acostar.

Capítulo VIII

En el que escribe Periquillo algunas aventuras
que le pasaron en la hacienda y la vuelta a su casa

A otro día nos levantamos muy
contentos; el señor cura hizo poner su coche, y el padre
vicario mandó ensillar su caballo para irse a sus respectivos
destinos. El padre vicario se despidió de mi con mucho
cariño, y yo le correspondí con el mismo, porque era un
hombre amable, benéfico, y no soberbio ni necio.

Fuéronse, por fin, y yo quedé sin tan útil
compañía. El hermano Juan Largo, tan tonto y
sinvergüenza como siempre (porque es propiedad del necio no
dársele nada de cosa alguna de esta vida), a la hora del
almuerzo me comenzó a burlar con la cometa; pero yo le
rebatí defendiéndome con los disparates que él
había hablado acerca del eclipse, con cuya diligencia lo
dejé corrido, y él debía de haber advertido que
es una majadería ponerse a apedrear el tejado del vecino el que
tiene el suyo de vidrio.

Fuérase porque yo era nuevo en la casa, o porque
tenía un genio más prudente y jovial, las
señoras, las muchachas y todos me querían más que
a Juan Largo, que era naturalmente tosco y engreído. Con esto,
cuando yo decía alguna facetada, la celebraban infinito, y de
esto mondaba mi rival Januario, y trataba de vengarse siempre que
hallaba ocasión, sin poder yo librarme de sus maldades, porque
las tramaba con la capa de la amistad. ¡Abominable
carácter de almas viles, que fabrican la traición a la
sombra de la misma virtud!

Como yo por una parte lo amaba, y él por otra tenía
un genio intrigante, me disimulaba sus malas intenciones, y yo me
entregaba sin recelo a sus dictámenes.

Todas las tardes salíamos a pasear a caballo. Ya se deja
entender qué buen jinete sería yo, que no había
montado sino los caballos de alquiler barato de México,
animales flacos, trabajados, y de una zoncería y mansedumbre
imponderable. No eran así los de la hacienda, porque casi todos
estaban lozanos y eran briosos, motivo bastante para que yo les
tuviera harto miedo; por esto me ensillaban los de la señora y
de la niña su hija, y todas las tardes, como dije,
salíamos a pasear Januario, yo y dos hijos del administrador
que eran muy buenas maulas.

De todos los cuatro yo era el menos jinete, o como dicen, el
más colegial, con esto, me hacían mil travesuras en el
campo, como colearme los caballos, maneármelos,
espantármelos, y cuanto podían para que, a pesar de ser
mansos, se alborotasen y me echaran al suelo, como lo hacían
sin mucha dificultad a cada instante; de suerte que aunque los golpes
que yo llevaba eran ligeros y de poco riesgo por ser en las yerbas, o
en la arena, sin embargo, fueron tantos que no sé cómo
no bastaron a acobardarme. Bien que mis buenos amigos, después
que reían a mi costa cuanto querían, me consolaban
contándome las caídas que habían llevado para
aprender, y añadían: «no te apures, hombre, esto
no es nada; pero aunque en cada caída te quebraras una pierna,
o se te sumiera una costilla, lo debías tener a mucha dicha,
cuando vieras lo que aprovechan estas lecciones de los caballos para
tenerse bien en ellos; porque, amigo, no hay remedio, los golpes hacen
jinete; y tú mismo advertirás que ya no estás tan
lerdo como antes; no, ya te tienes más y te sientas mejor, y si
duras otro poco en la hacienda, nos has de dar a todos ancas
vueltas.»

¿Quién creerá que
estas frívolas lisonjas eran las bilmas medicinales que
aquellos tunantes aplicaban a mis golpes y magullones? ¿Y
quién creerá que yo me daba por muy bien servido con
ellas, y se me olvidaba la jácara que me hacían al caer,
y los pujidos que me costaba levantarme algunas veces? ¿Mas,
quién lo ha de creer, sino aquel que sepa que la
adulación se hace tanto lugar en el corazón humano, que
nos agrada aun cuando viene dirigida por nuestros propios
enemigos?

El picarón de Januario no se saciaba de hacerme mal por
cuantos medios podía, y siempre fingiéndome una amistad
sincera. Una tarde de un día domingo en que se toreaban unos
becerros, me metió en la cabeza que entrara yo a torear con
él al corral; que eran los becerros chicos, que estaban
despuntados, que él me enseñaría, que era una
cosa muy divertida, que los hombres debían saber de todo,
especialmente de cosas de campo, que el tener miedo se quedaba para
las mujeres, y qué sé yo que otros desatinos, con los
que echó por tierra todo aquel escándalo que yo
manifesté al vicario la vez primera que vi la tal zambra de
hombres y brutos. Se me disipó el horror que me inspiraron al
principio estos juegos, falté a mi antigua
circunspección en este punto, y atropellando con todo, me
entré al corral a pie, porque me juzgué más
seguro.

A los principios llamaba al becerro a distancia de diez o doce
varas, con cuya ventaja me escapaba fácilmente de su enojo
subiéndome a las trancas del corral; mas como en esta vida no
hay cosa a que no se le pierda el miedo con la repetición de
actos, poco a poco se lo fui perdiendo a los becerros, viendo que me
libraba de ellos sin dificultad, y ayudado con los estímulos de
mis buenos amigos y camaradas, que a cada momento me gritaban,
«arrímese, colegial; arrímate hombre, no seas
collón; anda Coquita
[32]
», y otras incitaciones
de esta clase, me fui acercando más y más a sus
testas respetables, hasta que en una de ésas se me puso por
detrás de puntillas el señor Juan Largo, y cuando yo
quise huir, no pude, porque él me embarazó la carrera
haciendo que tropezaba conmigo, con cuyo auxilio tan a tiempo me
alcanzó el becerro, y levantándome en el aire con su
mollera, me hizo caer en tierra como un zapote mal de mi grado, y a la
distancia de cuatro a cinco varas. Yo quedé todo desguarnido
del susto y del porrazo; pero con todo esto, como el miedo es
ligerísimo, y yo temía la repetición del lance,
pues el becerro aún esperaba concluir su triunfo, me
levanté al momento sin advertir que al golpe se me
habían reventado los botones y las cintas de los calzones, y
así habiéndoseme bajado a los talones quedé
engrillado, sin poder dar un paso y en la más vergonzosa
figura; pero el maldito novillo, aprovechando mi ineptitud para
correr, repitió sobre mí un segundo golpe, mas con tal
furia que a mí me pareció que me habían quebrado
las costillas con una de las torres de Catedral, y que había
volado más allá de la órbita de la luna; pero al
dar en el suelo tan furioso costalazo como el que di, no volví
a saber de cosa alguna de esta vida.

Quedé privado; subiéronme cubierto con unas
mangas
, y se acabó la diversión con el susto,
creyendo todas las señoras que me había dado
algún golpe mortal en el cerebro.

Quiso Dios que no pasó de una ligera suspensión del
uso de los sentidos, pues con los auxilios de la lana
prieta
[33]
, el álcali, ligaduras y otras cosas,
volví en mí al cabo de media hora, sin más
novedad que un dolorcillo en el hueso
cóccix
que no
dejaba de molestarme más de lo que yo quería.

Pero cuando estuve en mi entero acuerdo y me vi rodeado de todos
los señores que estaban en la hacienda, tendido en una cama,
muy abrigado, y llenos todos de sobresalto, preguntándome unos:
¿cómo se siente usted?; otros, ¿qué tiene
usted?; y todos, ¿qué le duele? Y en medio de esta
concurrencia advertí mis calzones sueltos, por haberse
reventado la pretina, y me acordé de las faldas de mi camisa y
del lance que me acababa de pasar, me llené de vergüenza
(pasión que no me ha faltado del todo), y hubiera querido haber
caído honestamente como César cuando lo asesinó
Bruto.

Les di gracias por su cuidado, contestándoles que no me
había hecho mayor mal; mas con todo eso, la señora de la
hacienda me hizo tomar un vaso de vinagre aguado, y a poco rato una
porción de calahuala, con lo que a otro día estaba
enteramente restablecido.

Mi buen amigo Januario, en aquel primer rato de mi mal, y cuando
todos estaban temiendo no fuera cosa grave, se manifestó bien
apesadumbrado con toda aquella hipocresía que sabía
usar; mas al siguiente día que me vio fuera de riesgo, me
cogió a cargo y comenzó a desahogar todas sus bufonadas,
haciéndome poner colorado a cada momento delante de las
muchachas con el vergonzoso recuerdo de mi pasada aventura,
insistiendo en mi desnudez, en la posición de mi camisa y en el
indecente modo de mi caída.

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