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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (15 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Conversamos largo rato sobre esto, como que es materia muy
fértil, y cuando mi amigo el vicario hubo concluido, le dije:
padre, estoy pensando que ese
demontre
de Januario o Juan
Largo, mi condiscípulo, luego que sepa los disparates que yo
dije del cometa, y la justa reprehensión de usted, me ha de
burlar altamente y en la mesa delante de todos, porque es muy
pandorguista
, y tiene su gusto en pararle la bola, como
dicen, a cualquiera en la mejor concurrencia; y yo ciertamente no
quisiera pasar otro bochorno como el de a medio día, o ya que
él sea tan mal amigo y tan imprudente, que padeciera el
mismo tártago que yo, haciéndolo usted quedar mal con
alguna preguntita de física, pues estoy seguro que entiende
tanto de esto como de hacer un par de zapatos; y así le encargo
a usted que me haga este favor y le saque los colores a la cara por
faceto.

Mire usted, me dijo el padre, a mí me es fácil
desempeñar a usted, pero ésa es una venganza cuya vil
pasión debe usted refrenar toda la vida; la venganza denota una
alma baja que no sabe ni es capaz de disimular el más
mínimo agravio. El perdonar las injurias no sólo es
señal característica de un buen cristiano, sino
también de una alma noble y grande. Cualquiera por pobre, por
débil y cobarde que sea, es capaz de vengar una ofensa; para
esto no se necesita religión, ni talento, ni prudencia, ni
nobleza, cuna, educación ni nada bueno; sobra con tener una
alma vil, y dejar que la ira corra por donde se le antoje para
suscribir fácilmente a los sanguinarios sentimientos que
inspira. Pero para olvidar un agravio, para perdonar al que nos lo
infiere, y para remunerar la maldad con acciones benéficas, es
menester no solamente saber el evangelio, aunque esto debía ser
suficiente, sino tener una alma heroica, un corazón sensible, y
esto no es común; tampoco lo es ver unos héroes como
Trajano, de quien se cuenta que dando audiencia pública
llegó al trono un zapatero fingiendo iba a pedir justicia;
acercose al emperador, y aprovechando un descuido, le dio una
bofetada. Alborotose el pueblo, y los centinelas querían
matarlo en el acto; pero Trajano lo impidió para castigarlo por
sí mismo. Ya asegurado el alevoso, le preguntó:
¿qué injuria te he hecho, o qué motivo has tenido
para insultarme? El zapatero, tan necio como vano, le contestó:
señor, el pueblo bendice vuestro amable carácter; nada
tengo que sentir de vos; mas he cometido este sacrílego delito,
sabiendo que he de morir, sólo porque las generaciones futuras
digan que un zapatero tuvo valor para dar una bofetada al emperador
Trajano. Pues bien, dijo éste, si ése ha sido el
motivo, tú no me has de exceder en valor. Yo también
quiero que diga la posteridad que, si un zapatero se atrevió a
dar una bofetada al emperador Trajano, Trajano tuvo valor para
perdonar al zapatero. Anda libre.

Esta acción no necesita ponderarse; ella sola se recomienda,
y usted puede deducir de ella y de miles de iguales que hay en su
línea, que para vengarse es menester ser vil y cobarde, y para
no vengarse es preciso ser noble y valiente; porque el saber vencerse
a sí mismo y sujetar las pasiones, es el más
difícil vencimiento, y por eso es la victoria más
recomendable, y la prueba más inequívoca de un
corazón magnánimo y generoso.

Por todo esto, me parece que será bueno que usted olvide y
desprecie la injuria del señor Januario. Pues padrecito, le
dije, si más valor se necesita para perdonar una injuria que
para hacerla, yo desde ahora protesto no vengarme ni de Juan Largo, ni
de cuantos me agravien en esta vida. ¡Oh, don Pedrito, me
contestó el vicario, cuán apreciable fuera esta clase de
protestas en el mundo si todas se llevasen al cabo! Pero no hay que
protestar en esta vida con tanta arrogancia, porque somos muy
débiles y frágiles, y no podemos confiar en nuestra
propia virtud, ni asegurarnos en nuestra sola palabra. A la hora de la
tempestad hacen los marineros mil promesas, pero llegando al puerto se
olvidan como si no se hubieran hecho. Cuando la tierra tiembla no se
oyen sino plegarias, actos de contrición y propósitos de
enmienda; mas luego que se aquieta, el ebrio se dirige al vaso, el
lascivo a la dama, el tahúr a la baraja, el usurero a sus
lucros, y todos a sus antiguos vicios. Una de las cosas que más
perjudican al hombre, es la confianza que tiene de sí
mismo. Ésta pone en ocasión de prostituirse a los
jóvenes, de extraviar a las almas timoratas, de abandonarse a
los que ministran la justicia, y de ser delincuentes a los más
sabios y santos. Salomón prevaricó, y San Pedro, que se
tenía por el más valiente de los Apóstoles, fue
el primero y aun el único que negó a su divino
Maestro. Conque no hay que fiar mucho en nuestras fuerzas, ni que
charlar sobre nuestra palabra, porque mientras no llega la
ocasión, todos somos rocas; pero puestos en ella somos unas
pajitas miserables que nos inclinamos al primer vientecillo que nos
impele.

Poco más duró nuestra conversación, cuando se
acabó la tarde y con ella aquella diversión,
siéndonos preciso trasladarnos a la sala de la hacienda.

Como en aquella época no se trataba sino de pasar el rato,
todos fueron entreteniéndose con lo que más les gustaba,
y así fueron tomando sus naipes y bandolones, y comenzaron a
divertirse unos con otros. Yo entonces ni sabía jugar, (o no
tenía qué, que es lo más cierto) ni tocar, y
así me fui por una cabecera del estrado para oír cantar
a las muchachas, las que me molieron la paciencia a su gusto, porque
se acercaban hacia mí dos o tres, y una decía:
niña, cuéntame un cuento, pero que no sea el de
Periquillo Sarniento. Otra me decía: señor, usted ha
estudiado, díganos ¿por qué hablan los pericos
como la gente? Otra decía: ¡ay, niña, qué
comezón tengo en el brazo! ¿Si tendré sarna?
Así me estuvieron chuleando estas madamas toda la noche hasta
que fue hora de cenar.

Púsose la mesa, sentámonos todos y con todos mi
amiguísimo Juan Largo que hasta entonces se había estado
jugando malilla, o no sé qué.

Mientras duró la cena se trataron diversos asuntos. Yo en
uno que otro metía mi cucharada; pero después de
provocado, y siempre con las salvas de:
según me
parece
;
yo no tengo inteligencia
;
dicen
;
he
oído asegurar
, etc.; pero ya no hablé con
arrogancia como al medio día; ya se ve, tal me tenía de
acobardado el sermón que me espetó el vicario en mis
bigotes. ¡Oh, cuánto aprovecha una lección a
tiempo!

Se alzó la mesa, y mi buen amigo
Juan Largo, dirigiendo a mí la palabra, comenzó a
desahogar su genio bufón, lo mismo que yo me había
pensado. Conque, Periquillo, me dijo, ¿las cometas son una cosa
a modo de trompetas? ¡Vamos, que tú has quedado lucido en
el acto del medio día! Sí, ya sé tus gracias; no
sabía yo que tenía por condiscípulo un tan buen
físico como tú y a más de físico,
astrónomo. Seguramente que con el tiempo serás el mejor
almanaquero del reino. A hombre que sabe tanto de cometas,
¿qué cosa se le podrá ocultar de todos los astros
habidos y por haber? Las mujeres, como casi siempre obran según
lo que primero advierten, y en esta rechifla no veían otra cosa
que una burleta, comenzaron a reír y a verme más de lo
que yo quería; pero el padre vicario que ya me amaba y
conocía mi vergüenza, procuró libertarme de aquel
chasco, y dijo a don Martín (que ya dije era dueño de la
hacienda), ¿conque pasado mañana tiene usted eclipse de
sol? Sí señor, dijo don Martín, y estoy
tamañito. ¿Por qué?, preguntó el
vicario. ¿Cómo por qué? (dijo el amo); porque los
eclises
son el diablo. Ahora dos años, me
acordaré, que estaba ya viniéndose mi trigo, y por el
maldito
eclís
nació todo chupado y
ruincísimo
, y no sólo, sino que toda la
cría del ganado que nació en aquellos días se
maleó y se murió la mayor parte. Vea usted si con
razón les tengo tanto miedo a los
eclises
. Amigo don
Martín, dijo el vicario, yo creo que no es tan bravo el
león como lo pintan; quiero decir, que no son los pobres
eclipses tan perversos como usted los supone. ¿Cómo no,
padre? dijo don Martín. Usted sabrá mucho, pero tengo
mucha
esperencia
, y ya ve que la
esperencia
es madre
de la
cencia
. No hay duda, los
eclises
son muy
dañinos a las sementeras, a los ganados, a la
salú
y hasta las mujeres preñadas. Ora cinco
años me acordaré que estaba en cinta mi mujer, y no lo
ha de creer; pues hubo
eclís
y nació mi hijo
Polinario
tencuitas
. ¿Pero por qué fue esa
desgracia?, preguntó el cura. ¿Cómo por
qué, señor?, dijo don Martín, porque se lo
comió el
eclís
. No se engañe usted, dijo
el vicario; el eclipse es muy hombre de bien, a nadie se come ni
perjudica, y si no, que lo diga don Januario. ¿Qué dice
usted señor bachiller? No hay remedio, contestó lleno de
satisfacción, porque le habían tomado su parecer; no, no
hay remedio, decía; el eclipse no puede comer la carne de las
criaturas encerradas en el vientre de sus madres, pero sí puede
dañarlas por su maligna influencia, y hacer que nazcan
tencuas
o corcovadas, y mucho mejor puede con la misma
malignidad matar las crías y chuparse el trigo, según ha
dicho mi tío, atestiguando con la experiencia, y ya ve usted,
padre mío, que
quod ab experientia patet non indiget
probatione
. Esto es, no necesita de prueba lo que ya ha
manifestado la experiencia.

No me admiro, dijo el padre, que su tío de usted piense de
esa manera, porque no tiene motivo para otra cosa; pero me hace mucha
fuerza oír producirse de igual modo a un señor colegial.
Según eso, dígame usted, ¿qué son los
eclipses? Yo creo, dijo Januario, que son aquéllos choques que
tiene el sol y luna, en los que uno u otro salen perdiendo siempre
conforme es la fuerza del que vence; si vence el sol, el eclipse es de
la luna, y si vence ésta, se eclipsa el sol. Hasta aquí
no tiene duda, porque mirando el eclipse en una bandeja de agua,
materialmente se ve cómo pelea el sol con la luna; y se
advierte lo que uno u otro se comen en la lucha; y si tienen virtud
estos dos cuerpos para hacerse tanto daño siendo
solidísimos, ¿cómo no podrán dañar
a las tiernas semillas y a las débiles criaturas del mundo? Eso
es lo que yo digo, repuso el bueno de don Martín, vea usted
padre si digo bien o mal. No hay qué hacer, mi sobrino es muy
sabido
;
ansí mesmo
según y como
él explica el
eclís
, lo explicaba su padre mi
difunto hermano, que era hombre de muchas letras, y allá en la
Huasteca, nuestra tierra, decían todos que era un pozo de
cencia
. ¡Ah, mi hermano!, si él viviera
¡qué gusto tuviera de ver a su hijo Januarito tan
adelantado! No mucho, aunque me perdone, dijo el vicario, porque el
señor no entiende de cuanto ha dicho; antes es un blasfemo
filosófico. ¿Qué pleitos, qué
choques, influencias fatales ni malditas quiere usted que produzcan
los eclipses? Sepa usted, señor don Martín, que el mayor
eclipse no le puede hacer a usted, ni a sus siembras, ni ganado,
más daño que quitarles una poca de luz por un rato. No
hay tal pleito del sol y la luna, ni tales faramallas. ¿Se
pudiera usted pelear de manos desde aquí con uno que estuviera
en México? Ya se ve que no, dijo don Martín. Pues lo
propio sucede al sol respecto de la luna, prosiguió el vicario,
porque dista un astro de otro muchísimas leguas. Pues en
resumidas cuentas, preguntó don Martín,
¿qué es
eclís
? No es otra cosa,
respondió el padre vicario, que la interposición de la
luna entre nuestra vista y el sol, y entonces se llama eclipse de sol,
o la interposición de la tierra entre la luna y el sol, y
entonces se dice eclipse de luna.

¿Ya ve usted todo eso?, dijo el payo, pues no lo
entiendo. Pues yo haré que lo perciba usted
clarísimamente, dijo el padre; sepa usted que siempre que un
cuerpo opaco se opone entre nuestra vista y un cuerpo luminoso, el
opaco nos embaraza ver aquella porción de luz que cubre con su
disco. Agora lo entiendo menos, decía don Martín. Pues
me ha de entender usted, replicó el padre. Si usted pone su
mano enfrente de sus ojos y la luz de la vela, claro es que no
verá la llama. Eso sí entiendo. Pues ya entendió
usted el eclipse. ¿Es posible, padre, decía don
Martín muy admirado, es posible que tan poco tienen que
entender los
eclises
? Sí, amigo mío,
decía el vicario. Lo que sucede es que como su mano de usted es
mayor que la llama de la vela, siempre que la ponga frente de ella, la
tapará toda y hará un eclipse total; pero si la pone
frente de una luminaria de leña, seguramente no la
tapará toda sino un pedazo, porque la luminaria es más
grande que la mano de usted, y entonces puede usted decir que hizo un
eclipse parcial, esto es, que tapó una parte de la llama de la
luminaria. ¿Lo entiende usted? Y muy bien, respondió el
payo. Pero ¿qué tan fácilmente
ansí
se entienden los
eclises
del sol y de la
luna? Sí señor, dijo el padre. Ya dije a usted que el
sol está muchas leguas distante de la luna, es mucho mayor que
ella, lo mismo que la luminaria es mucho más grande que su mano
de usted, y así cuando la luna pasa por entre el sol y nuestros
ojos, tapa un pedazo de éste, que es lo que no vemos, y lo que
al señor Januario, a usted y a otros les parece comido, no es
otra cosa que la mano que pasa frente de la luminaria. ¿Lo
entiende usted? Completamente, dijo don Martín, y según
eso nunca habrá
eclises
totales de sol, porque es la
luna mucho más chica, y no lo puede tapar todo. Así
debía ser, dijo el vicario, si siempre la luna pasara a una
misma distancia, respecto del sol y nuestra vista; pero como algunas
veces pasa quedando muy cerca de nosotros
[29]
, nos lo cubre
totalmente, así como siempre que usted se ponga la mano junto
de los ojos no verá nada de la luminaria, sin embargo de que su
mano de usted es mucho más chica que la luminaria; y ahora
sí creo que me ha entendido usted. ¿Y los de la luna
cómo son?, preguntó el payo. Del mismo modo, dijo el
padre; así como la luna tapa u obscurece un pedazo del
sol
[30]
cuando se pone entre él y nosotros, así
la tierra tapa u obscurece un pedazo de luna o toda, cuando se pone
entre ella y el sol.

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