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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (70 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Claro está que el diablo mismo no podía haberme
aconsejado más perversamente que Roque; pero ya se sabe que los
malos amigos, con sus inicuos ejemplos y perniciosos consejos, son
unos vicediablos diligentísimos que desempeñan las
funciones del maligno espíritu a su satisfacción, y por
eso dice el venerable Dutari que debemos huir, entre otras cosas, de
los demonios que no espantan, y éstos son los malos
amigos.

Tal era el pobre Roque, con cuyo parecer me descaré
enteramente tratando a Luisa como si fuera mi mujer y
holgándome a mis anchuras.

Raro día no había en mi casa baile, juego, almuerzos,
comilitonas y tertulias, a todo lo que asistían con la mayor
puntualidad mis buenos amigos. ¡Pero qué amigos! Aquellos
mismos bribones que cuando estaba pobre no sólo no me
socorrieron, pero ya dije que hasta se avergonzaban de saludarme.

Éstos fueron los primeros que me buscaron, los que se
complacían de mi suerte, los que me adulaban a todas horas y
los que me comían medio lado. ¿Y que fuera yo tan necio y para
nada que no conociera que todas sus lisonjas las dictaba
únicamente su interés sin la menor estimación a
mi persona? Pues así fue, y yo, que estaba envanecido con las
adulaciones, pagaba sus embustes a peso de oro.

No sólo mis amigos y mis antiguas conocidas me incensaban,
sino que hasta la fortuna parece que se empeñaba en
lisonjearme. Por rara contingencia perdía yo en el juego, lo
frecuente era ganar, y partidas considerables como de trescientos,
quinientos y aun mil pesos. Con esto gastaba ampliamente, y como todos
me lisonjeaban tratándome de liberal, yo procuraba no perder
ese concepto, y así daba y gastaba sin orden.

Si Luisa se hubiera sabido aprovechar de mis locuras, pudiera haber
guardado alguna cosa para la mayor necesidad; pero, fiada en que era
bonita y en que yo la quería, gastaba también en
profanidades, sin reflexionar en que podía acabársele la
hermosura o cansarse mi amor, y venir entonces a la más
desgraciada miseria; mas la pobre era una tonta coquetilla, y pensaba
como casi todas sus compañeras.

Yo no hacía caso de nada. La adulación era mi plato
favorito, y como las sanguijuelas que me rodeaban advertían mi
simpleza y habían aprendido con escritura el arte de lisonjear
y estafar, me lisonjeaban y estafaban a su salvo.

Apenas decía yo que me dolía la cabeza, cuando todos
se volvían médicos y cada uno me ordenaba mil remedios;
si ganaba en el juego, no lo atribuían a casualidad, sino a mi
mucho saber; si daba algún banquetito, me ensalzaban por
más liberal que Alejandro; si bebía más de lo
regular y me embriagaba, decían que era alegría natural;
si hablaba cuarenta despropósitos sin parar, me atendían
como a un oráculo, y todos me celebraban por un talento raro de
aquellos que el mundo admira de siglo en siglo. En una palabra: cuanto
hacía, cuanto decía, cuanto compraba, cuanto
había en mi casa, hasta una perrilla roñosa y una
cotorra insulsa y gritadora, capaz de incomodar con su
can,
can
al mismo Job, era para mis caros amigos (¡y qué
caros!) objeto de su admiración y sus elogios.

Pero ¿qué más, si Luisa misma se reía conmigo
a solas de verse adular tan excesivamente? Y a la verdad tenía
razón, pues el almonedero que me puso la casa se hizo mi amigo,
con ocasión de ir a ella muy seguido a venderme una
porción de muebles que le compré, y este mismo, luego
que vio el trato que yo daba a Luisa, olvidándose de que
él propio la había llevado a mi casa de cocinera, la
cortejaba, le hacía platos en la mesa y con la mayor seriedad
le daba repetidamente el tratamiento de
señorita
.

Cuatro o cinco meses me divertí, triunfé y
tiré ampliamente, y al fin de ellos comenzó a serme
ingrata la fortuna, o hablando como cristiano, la Providencia fue
disponiendo o justiciera el castigo de mis extravíos, o piadosa
el freno de ellos mismos.

Entre las señoras o no señoras que me visitaban iba
una buena vieja que llevaba una niña como de diez y seis
años, mucho más bonita que Luisa, y a la que yo, a
excusas de ésta, hacía mil fiestas y enamoraba
tercamente, creyendo que su conquista me sería tan fácil
como la que había conseguido de otras muchas; pero no fue
así, la muchacha era muy viva y, aunque no le pesaba ser
querida, no quería prostituirse a mi lascivia.

Tratábame con un estilo agridulce con el que cada día
encendía mis deseos y acrecentaba mi pasión. Cuando me
advirtió embriagado de su amor, me dijo que yo tenía mil
prendas y merecía ser correspondido de una princesa; pero que
ella no tenía otra que su honor, y lo estimaba en más
que todos los haberes de esta vida; que ciertamente me estimaba y
agradecía mis finezas, que sentía no poder darme el
gusto que yo pretendía, pero que estaba resuelta a casarse con
el primer hombre de bien que encontrara, por pobre que fuera, antes
que servir de diversión a ningún rico.

Acabé de desesperarme con este desengaño, y,
concibiendo que no había otro medio para lograrla que casarme
con ella, le traté del asunto en aquel mismo instante, y en un
abrir y cerrar de ojos quedaron celebrados entre los dos los
esponsales de futuro.

Mi expresada novia, que se llamaba Mariana, dio parte a su madre de
nuestro convenio, y ésta quiso con tres más. Yo
avisé política y secretamente lo mismo a un religioso
grave y virtuoso que protegía Mariana por ser su tío, y
no me costó trabajo lograr su beneplácito para nuestro
enlace; pero, para que se verificara, faltaba que vencer una no
pequeña dificultad, que consistía en ver cómo me
desprendía de Luisa, a quien temía yo conociendo su
resolución y lo poco que tenía que perder.

Mientras que adivinaba de qué medios me valdría para
el efecto, no me descuidaba en practicar todas las precisas
diligencias para el casamiento. Fue necesario ocurrir a mis parientes
para que me franquearan mis informaciones. Luego que éstos
supieron de mí con tal ocasión, y se certificaron de que
no estaba pobre, ocurrieron a mi casa como moscas a la miel. Todos me
reconocieron por pariente, y hasta el pícaro de mi
tío el abogado fue el primero que me visitó y
llenó varias veces el estómago a mi costa.

Ya las más cosas dispuestas, sólo restaban dos
necesarias: hacerle las donas a mi futura, y echar a Luisa de
casa. Para lo primero me faltaba plata, para lo segundo me sobraba
miedo; pero todo lo conseguí con el auxilio de Roque, como
veréis en el

Capítulo VI

En el que se refiere cómo echó Periquillo a Luisa de
su casa, y su casamiento con la niña Mariana

Tomado el dicho a mi novia, presentadas las
informaciones y conseguida la dispensa de banas, sólo restaba,
como acabé de decir, hacerle las donas a mi querida y echar de
casa a Luisa. Para ambas cosas pulsaba yo insuperables
dificultades. Ya le había comunicado a Roque mi designio de
casarme, encargándole el secreto; mas no le había dicho
las circunstancias apuradas en que me hallaba, ni él se
atrevía a preguntarme la causa de mi dilación; hasta que
yo, satisfecho de su viveza, le dijo todo lo que embarazaba el acabar
de verificar mis proyectos.

Luego que él se informó, me dijo: ¿y que hayas tenido
la paciencia de encubrirme esos trampantojos que te acobardan sabiendo
que soy tu criado, tu condiscípulo y tu amigo, y teniendo
experiencia de que siempre te he servido con fidelidad y
cariño? ¡Vamos!, no lo creyera yo de ti; pero dejemos
sentimientos, y anímate, que fácilmente vas a salir de
tus aprietos.

Por lo que toca a las donas, supongo que las querrás hacer
muy buenas, ¿no es así? Así es en efecto, le dije, y ya
ves que he gastado mucho, y que el juego días hace que no me
ayuda. Apenas tendré en el baúl trescientos pesos, con
los que escasamente habrá para la función del
casamiento. Si me pongo a gastarlos en las donas, no tengo ni con
qué amanecer el día de la boda; si los reservo para
ésta, no puedo darle nada a mi mujer, lo que sería un
bochorno terrible, pues hasta el más infeliz procura darle
alguna cosita a su novia el día que se casa. Conque ya ves que
ésta no es tranca fácil de brincar.

Sí lo es, me dijo Roque muy sereno, ¿hay más que
solicitar los géneros fiados por un mercader, y un aderecito
regular por un dueño de platería? Pero ¿quién me
ha de fiar esa cantidad, cuando yo no me he dado a conocer en el
comercio?

¡Qué tonto eres, Pedrito, y cómo te ahogas en poca
agua! Dime, ¿no es tu tío el licenciado Maceta? Sí lo
es. ¿Y no es hombre de principal conocido? También lo es, le
respondí, y muy conocido en México. Pues andar,
decía Roque, ya salimos de este paso. Vístete lo mejor
que puedas, toma un coche y yo te llevaré a un cajón y a
una platería, a cuyos dueños conozco; preguntas por los
géneros que quieras, pides cuantos has menester, los ajustas y
los haces cortar, y ya que estén cortados dices al cajonero que
esperas dinero de tu hacienda dentro de quince o veinte días;
pero que, estando para casarte muy pronto y necesitando aquella ropa
para arras o donas para tu esposa, le estimarás el favor de que
te los supla, dejándole para su seguridad una obligación
firmada de tu mano.

El comerciante se ha de resistir con buenas razones, pretextando
mil embarazos para fiarte porque no te conoce. Entonces le preguntas
tú que si conoce al licenciado Maceta, y que si sabe que es
hombre abonado. Él te responderá que sí, y a
seguida se lo propones de fiador. El mercader, deseoso de salir de sus
efectos y viéndose asegurado, admitirá sin duda
alguna. Lo propio haces con el platero, y cátate ahí
vencida esta gravísima dificultad.

No me parece mal el proyecto, le dije a Roque, pero, si el
tío no quiere fiarme, ¿qué hacemos? En ese caso quedo
más abochornado. ¿Cómo no ha de querer fiarte, dijo
Roque, cuando te tiene por rico, te visita tan seguido y te quiere
tanto?

Todo está muy bien, le contesté, pero ese mi
tío es muy mezquino. Si supieras que a otro sobrino suyo que
cierta vez se vio amenazado de llevar doscientos azotes en las calles
públicas, no sólo no lo favoreció
sabiéndolo, sino que le escribió una esquela muy seca
dándole a entender que si en dinero estribaba librarse de esa
afrenta que no contara con él, sino que la sufriera, pues la
había merecido, ¿qué dijeras? Dijera, me contestó
Roque, que eso lo hizo con un sobrino pobre; pero mis orejas apuesto a
que no lo hace con un sobrino como tú. Mira, Pedrito, el hombre
muy mezquino ordinariamente es muy codicioso, y su mismo
interés le hace ser franco cuando menos piensa; por eso dice el
refrán que la codicia rompe el saco; y otro dice que siempre el
estreñido muere de cursos. Sobre todo, hagamos la tentativa,
que nada cuesta. Dile que apenas tienes en el baúl dos mil
pesos, que piensas sacar dinero a réditos para quedar bien en
este lance, que dentro de quince o veinte días te
traerán o dinero, o ganado de tu hacienda; cuéntale
cuantas mentiras puedas, y regálale alguna cosa bonita a su
mujer, convidando a los dos para padrinos; y cuando hayas hecho todo
esto, dile cómo están los géneros y alhajas
detenidos por falta de un fiador, y que tú, descansando en su
amistad, lo propusiste por tal, creyendo no te desairaría. Esto
lo has de decir después de comer, y después de haber
llenado la copa cinco o seis veces, teniendo prevenido el coche a la
puerta; y móchame si no sucede todo a medida de nuestro
deseo.

Convencido con la persuasión de Roque, me determiné a
poner en práctica sus consejos, y todo sucedió al pie de
la letra, según él me había pronosticado; porque
apenas me dio el deseado

mi dicho tío,
cuando, sin darle lugar a que se arrepintiera, nos embutimos en el
coche, fuimos al cajón y se extendió la
obligación en cabeza del tío en estos términos:
«Digo yo el licenciado don Nicanor Maceta: que por la presente
me obligo en toda forma a satisfacer a don Nicasio Brundurin, de este
comercio, la cantidad de un mil pesos, importe de los géneros
que ha sacado de su casa al crédito mi sobrino don Pedro
Sarmiento para las donas de su esposa; cuya obligación
cumpliré pasado el plazo de un mes, en defecto del
legítimo deudor mi expresado sobrino. Y para que conste lo
firmé etc.».

Recibió el don Nicasio su papelón muy satisfecho, y
yo mis géneros, que metí en el coche, y nos fuimos a la
platería, donde se representó la misma escena, y me
dieron un aderezo y cintillo de brillantitos que importó
quinientos y pico de pesos.

Dejé en la sastrería los géneros, dando al
sastre las señas de la casa de mi novia y orden para que fuese
a tomarle las medidas, le hiciese la ropa y le entregase de mi parte
las alhajas.

Concluida esta diligencia, me volví a casa con el
tío, quien me decía en el coche de cuando en cuando:
cuidado Pedrito, por Dios, no quedemos mal que estoy muy pobre. Y yo
le respondía con la mayor socarra: no tenga usted cuidado, que
soy hombre de bien y tengo dinero.

En esto llegamos a casa, refrescamos y mi tío se fue a la
suya; cenamos y, después que Luisa se acostó,
llamé a Roque y le dije: no hay duda, amigo, que tú
tienes un expediente liberal para todo. Yo te doy las gracias por la
bella industria que me diste para salir de mi primera
apuración; pero falta salir de la segunda, que consiste en ver
cómo se va Luisa de casa, porque ya ves que dos gatos en un
costal se arañan. Ella no puede quedar en casa conmigo y
Marianita, porque es muy celosa, mi mujer no será menos, y
tendremos un infierno abreviado. Si una mujer celosa se compara en las
Sagradas Letras a
un escorpión
, y se dice que
no
hay ira mayor que la ira de una mujer, qué mejor sería
vivir con un león y con un dragón que con una de
éstas
, ¿qué diré yo al vivir con dos
mujeres celosas o iracundas? Así pues, Roque, ya ves que por
manera alguna me conviene vivir con Luisa y mi mujer bajo de un techo;
y siendo la última la que debe preferirse, no sé
cómo desembarazarme de la primera, mayormente cuando no me ha
dado motivo; pero ello es fuerza que salga de mi casa, y no sé
el modo.

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