Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Mis padres ya habían citado los padrinos, y no pobres,
sencillamente persuadidos a que en el caso de orfandad me
servirían de apoyo.
Tenían los pobres viejos menos conocimiento de mundo que el
que yo he adquirido, pues tengo muy profunda experiencia de que los
más de los padrinos no saben las obligaciones que contraen
respecto de los ahijados, y así creen que hacen mucho con
darles medio real cuando los ven, y si sus padres mueren, se acuerdan
de ellos como si nunca los hubieran visto. Bien es verdad, que hay
algunos padrinos que cumplen con su obligación exactamente, y
aun se anticipan a sus propios padres en proteger y educar a sus
ahijados. ¡Gloria eterna a semejantes padrinos!
En efecto, los míos ricos me sirvieron tanto como si
jamás me hubieran visto; bastante motivo para que no me vuelva
a acordar de ellos. Ciertamente que fueron tan mezquinos, indolentes y
mentecatos, que por lo que toca a lo poco o nada que les debí
ni de chico ni de grande, parece que mis padres los fueron a escoger
de los más miserables del hospicio de pobres. Reniego de
semejantes padrinos, y más reniego de los padres que
haciendo comercio del Sacramento del Bautismo
, no solicitan
padrinos virtuosos y honrados, sino que posponen éstos a los
compadres ricos o de rango, o ya por el rastrero interés de que
les den alguna friolera a la hora del bautismo, o ya neciamente
confiados en que quizá, pues, por una contingencia o
extravagancia del orden o desorden común, serán
útiles a sus hijos después de sus días. Perdonad,
pedazos míos, estas digresiones que rebozan naturalmente de mi
pluma, y no serán muy de tarde en tarde en el discurso de mi
obra.
Bautizáronme, por fin, y pusiéronme por nombre
Pedro
, llevando después, como es uso, al apellido de
mi padre, que era
Sarmiento
.
Mi madre era bonita, y mi padre la amaba con extremo; con esto, y
con la persuasión de mis discretas tías, se
determinó
nemine discrepante
[16]
, a darme
nodriza o chichigua como acá decimos.
¡Ay hijos! Si os casareis algún día y tuviereis
sucesión, no la encomendéis a los cuidados mercenarios
de esta clase de gentes; lo uno, porque regularmente son abandonadas,
y al menor descuido son causa de que se enfermen los niños;
pues como no los aman, y sólo los alimentan por su mercenario
interés, no se guardan de hacer cóleras, de comer mil
cosas que dañan su salud, y de consiguiente la de las criaturas
que se les confían, ni de cometer otros excesos perjudiciales,
que no digo por no ofender vuestra modestia; y lo otro, porque es una
cosa que escandaliza a la naturaleza que una madre racional haga lo
que no hace una burra, una gata, una perra, ni ninguna hembra
puramente animal y destituida de razón.
¿Cuál de éstas fía el cuidado de sus
hijos a otro bruto, ni aun al hombre mismo? ¿Y el hombre dotado
de razón ha de atropellar las leyes de la naturaleza, y
abandonar a sus hijos en los brazos alquilados de cualquiera india,
negra o blanca, sana o enferma, de buenas o depravadas costumbres,
puesto que en teniendo leche, de nada más se informan los
padres, con escándalo de la perra, de la gata, de la burra y de
todas las madres irracionales?
¡Ah! Si estas pobres criaturas de quienes hablo tuvieran
sindéresis, al instante que se vieran las inocentes abandonadas
de sus madres, cómo dirían llenas de dolor y entusiasmo:
mujeres crueles, ¿por qué tenéis el descaro y la
insolencia de llamaros madres? ¿Conocéis acaso la alta
dignidad de una madre? ¿Sabéis las señales que la
caracterizan? ¿Habéis atendido alguna vez a los afanes
que le cuesta a una gallina la conservación de sus pollitos?
¡Ah! No. Vosotras nos concebisteis por apetito, nos paristeis
por necesidad, nos llamáis hijos por costumbre, nos
acariciáis tal cual vez por cumplimiento, y nos
abandonáis por un demasiado amor propio o por una execrable
lujuria. Sí, nos avergonzamos de decirlo; pero señalad
con verdad, si os atrevéis, la causa porque os somos
fastidiosos. A excepción de un caso gravísimo en que se
interese vuestra salud, y cuya certidumbre es preciso que la autorice
un médico sabio, virtuoso y no forjado a vuestro gusto,
decidnos: ¿os mueven a este abandono otros motivos más
paliados que el de no enfermaros y aniquilar vuestra hermosura?
Ciertamente no son otros vuestros criminales pretextos, madres
crueles, indignas de tan amable nombre; ya conocemos el amor que nos
tenéis, ya sabemos que nos sufristeis en vuestro vientre por la
fuerza, y ya nos juzgamos desobligados del precepto de la gratitud;
pues apenas podéis, nos arrojáis en los brazos de una
extraña, cosa que no hace el bruto más atroz. Así
se produjeran estos pobrecillos si tuvieran expeditos los usos de la
razón y de la lengua.
Quedé, pues, encomendado al cuidado o descuido de mi
chichigua
, quien seguramente carecía de buen natural,
esto es, de un espíritu bien formado; porque si es cierto que
los primeros alimentos que nos nutren, nos hacen adquirir alguna
propiedad de quien nos los ministra, de suerte que el niño a
quien ha criado una cabra no será mucho que salga demasiado
travieso y saltador como se ha visto; si es cierto esto, digo: que mi
primera nodriza era de un genio maldito, según que yo
salí de mal intencionado, y mucho más cuando no fue una
sola la que me dio sus pechos, sino hoy una, mañana otra,
pasado mañana otra, y todas, o las más, a cual peores;
porque la que no era borracha, era golosa; la que no era golosa,
estaba gálica; la que no tenía este mal, tenía
otro; y la que estaba sana, de repente resultaba en cinta; y esto era
por lo que toca a las enfermedades del cuerpo, que por lo que toca a
las del espíritu, rara sería la que estaría
aliviada. Si las madres advirtieran, a lo menos, estas resultas de su
abandono, quizá no fueran tan indolentes con sus hijos.
No sólo consiguieron mis padres hacerme un mal genio con su
abandono, sino también enfermizo con su cuidado. Mis nodrizas
comenzaron a debilitar mi salud, y hacerme resabido, soberbio e
impertinente con sus desarreglos y descuidos, y mis padres la acabaron
de destruir con su prolijo y mal entendido cuidado y cariño;
porque luego que me quitaron el pecho, que no costó poco
trabajo, se trató de criarme demasiado regalón y
delicado; pero siempre sin dirección ni tino.
Es menester que sepáis, hijos míos, (por si no os lo
he dicho) que mi padre era de mucho juicio, nada vulgar, y por lo
mismo se oponía a todas las candideces de mi madre; pero
algunas veces, por no decir las más, flaqueaba en cuanto la
veía afligirse o incomodarse demasiado, y ésta fue la
causa porque yo me crié entre bien y mal, no sólo con
perjuicio de mi educación moral, sino también de mi
constitución física.
Bastaba que yo manifestara deseo de alguna cosa para que mi madre
hiciera por ponérmela en las manos, aunque fuera
injustamente. Supongamos: quería yo su rosario, el dedal con
que cosía, un dulcecito que otro niño de casa tuviera en
la mano, o cosa semejante, se me había de dar en el instante, y
cuenta como se me negaba, porque aturdía yo el barrio a gritos;
y como me enseñaron a darme cuanto gusto quería porque
no llorara, yo lloraba por cuanto se me antojaba para que se me diera
pronto.
Si alguna criada me incomodaba, hacía mi madre que la
castigaba, como para satisfacerme, y esto no era otra cosa que
enseñarme a soberbio y vengativo.
Me daban de comer cuanto quería, indistintamente a todas
horas, sin orden ni regla en la cantidad y calidad de los alimentos, y
con tan bonito método lograron verme dentro de pocos meses
cursiento, barrigón y descolorido.
Yo, a más de esto, dormía hasta las quinientas, y
cuando me despertaban, me vestían y envolvían como un
tamal de pies a cabeza; de manera que, según me contaron, yo
jamás me levantaba de la cama sin zapatos, ni salía del
jonuco
sin la cabeza entrapajada. A más de esto,
aunque mis padres eran pobres, no tanto que carecieran de proporciones
para no tener sus vidrieritas; teníanlas en efecto, y yo no era
dueño de salir al corredor o al balcón sino por un raro
accidente, y eso ya entrado el día. Me economizaban los
baños terriblemente, y cuando me bañaban por campanada
de vacante, era en la recámara muy abrigada y con una agua bien
caliente.
De esta suerte fue mi primera educación física;
¿y qué podía resultar de la observancia de tantas
preocupaciones juntas, sino el criarme demasiado débil y
enfermizo? Como jamás, o pocas veces me franqueaban el aire, ni
mi cuerpo estaba acostumbrado a recibir sus saludables impresiones, al
menor descuido las extrañaba mi naturaleza, y ya a los dos y
tres años padecía catarros y constipados con frecuencia,
lo que me hizo medio raquítico. ¡Ah!, no saben las madres
el daño que hacen a sus hijos con semejante método de
vida. Se debe acostumbrar a los niños a comer lo menos que
puedan, y alimentos de fácil digestión proporcionados a
la tierna elasticidad de sus estómagos; deben familiarizarlos
con el aire y demás intemperies, hacerlos levantar a una hora
regular, andar descalzos, con la cabeza sin pañuelos ni
aforros, vestir sin ligaduras para que sus fluidos corran sin
embarazo, dejarlos travesear cuanto quieran, y siempre que se pueda al
aire fresco, para que se agiliten y robustezcan sus nerviecillos, y
por fin, hacerlos bañar con frecuencia, y si es posible en agua
fría, o cuando no, tibia o quebrantada, como dicen. Es
increíble el beneficio que resultaría a los niños
con este plan de vida. Todos los médicos sabios lo encargan, y
en México ya lo vemos observado por muchos señores de
proporciones y despreocupados, y ya notamos en las calles multitud de
niños de ambos sexos vestidos muy sencillamente, con sus
cabecitas al aire, y sin más abrigo en las piernas que el
túnico o pantaloncito flojo. ¡Quiera Dios que se haga
general esta moda para que las criaturas logrenser hombres robustos, y
útiles por esta parte a la sociedad!
Otra candidez tuvo la pobrecita de mi madre, y fue llenarme la
fantasía de
cocos
,
viejos
y
macacos
,
con cuyos extravagantes nombres me intimidaba cuando estaba enojada y
yo no quería callar, dormir o cosa semejante. Esta corruptela
me formó un espíritu cobarde y afeminado, de manera que
aun ya de ocho o diez años, yo no podía oír un
ruidito a media noche sin espantarme, ni ver un bulto que no
distinguiera, ni un entierro, ni entrar en un cuarto oscuro, porque
todo me llenaba de pavor; y aunque no creía entonces en el
coco
, pero sí estaba persuadido de que los muertos se
aparecían a los vivos cada rato, que los diablos salían
a rasguñarnos y apretarnos el pescuezo con la cola cada vez que
estaban para ello, que había bultos que se nos echaban encima,
que andaban las ánimas en penas mendigando nuestros sufragios,
y creía otras majaderías de esta clase, más que
los artículos de la fe. ¡Gracias a un puñado de
viejas necias que o ya en clase de criadas o de visitas procuraban
entretener al niño con cuentos de sus espantos, visiones y
apariciones intolerables! ¡Ah, qué daño me
hicieron estas viejas! ¡De cuántas supersticiones
llenaron mi cabeza! ¡Qué concepto tan injurioso
formé entonces de la divinidad, y cuán ventajoso y
respetable hacia los diablos y los muertos! Si os casareis, hijos
míos, no permitáis a los vuestros que se familiaricen
con estas viejas supersticiosas, a quienes yo vea quemadas con todas
sus fábulas y embelecos en mis días; ni les
permitáis tampoco las pláticas y sociedades con gente
idiota, pues lejos de enseñarles alguna cosa de provecho, los
imbuirán, en mil errores y necedades que se pegan a nuestra
imaginación más que unas garrapatas, pues en la edad
pueril aprenden los niños lo bueno y lo malo con la mayor
tenacidad, y en la adulta, tal vez no bastan ni los libros ni los
sabios para desimpresionarlos de aquellos primeros errores con que se
nutrió su espíritu.
De aquí proviene que todos los días vemos hombres en
quienes respetamos alguna autoridad o carácter, y en quienes
reconocemos bastante talento y estudio; y sin embargo los notamos
caprichosamente adheridos a ciertas vulgaridades ridículas, y
lo peor es que están más aferrados a ellas que el
codicioso Creso a sus tesoros; y así suelen morir abrazados con
sus envejecidas ignorancias; siendo esto como natural, pues como dijo
Horacio:
la vasija guarda por mucho tiempo el olor del primer
aroma en que se infurtió cuando nueva.
Mi padre era, como he dicho, un hombre muy juicioso y muy prudente;
siempre se incomodaba con estas boberías; era demasiadamente
opuesto a ellas; pero amaba a mi madre con extremo, y este excesivo
amor era causa de que por no darle pesadumbre, sufriera y tolerara, a
su pesar, casi todas sus extravagantes ideas, y permitiera, sin mala
intención, que mi madre y mis tías se conjuraran en mi
daño. ¡Válgame Dios, y qué consentido y mal
criado me educaron! ¿A mí negarme lo que pedía,
aunque fuera una cosa ilícita en mi edad o perniciosa a mi
salud? Era imposible. ¿Reñirme por mis primeras
groserías? De ningún modo. ¿Refrenar los
ímpetus primeros de mis pasiones? Nunca. Todo lo contrario. Mis
venganzas, mis glotonerías, mis necedades y todas mis boberas
pasaban por gracias propias de la edad, como si la edad primera no
fuera la más propia para imprimirnos las ideas de la virtud y
del honor.
Todos disculpaban mis extravíos y canonizaban mis toscos
errores con la antigua y mal repetida cantinela de
déjelo
usted, es niño, es propio de su edad, no sabe lo que hace,
¿cómo ha de comenzar por donde nosotros acabamos?
y
otras tonteras de este jaez, con cuyas indulgencias se
pervertía más mi madre, y mi padre tenía que
ceder a su impertinente cariño. ¡Qué mal hacen los
hombres que se dejan dominar de sus mujeres, acerca de la crianza o
educación de sus hijos!
Finalmente, así viví en mi casa los seis años
primeros que vi el mundo. Es decir, viví como un mero animal,
sin saber lo que me importaba saber, y no ignorando mucho de lo que me
convenía ignorar.