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Authors: Justin Cronin

El pasaje (67 page)

BOOK: El pasaje
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Fue un buen disparo, un disparo limpio, en el centro del punto débil. Se sintió seguro de su puntería, de su perfección, en cuanto el proyectil salió disparado. Y en la fracción de segundo que la flecha tardó en recorrer su trayectoria, una distancia de unos cinco metros, lo supo. La llave centelleante colgando del cordón. La mirada de afligida gratitud en los ojos del viral. La idea se materializó en la mente de Hollis formada por completo, una sola palabra que llegó a sus labios en el mismo instante en que la flecha (la misericordiosa, horrible e irrecuperable flecha) se clavaba en el centro del pecho del viral.

—Arlo.

Hollis acababa de matar a su hermano.

Aunque no lo recordaba y nunca lo haría, Sara supo de la existencia de la caminante en un sueño, un sueño confuso en el que volvía a ser una niña pequeña. Estaba preparando una tarta. Estaba erguida sobre un taburete, batiendo la espesa masa en un cuenco ancho de madera. La cocina en la que trabajaba era al mismo tiempo la de la casa donde vivía y también la del Asilo, y estaba nevando, una nieve suave que no caía del cielo, porque no había cielo, sino que daba la impresión de materializarse del aire delante de su cara. Era extraño que nevara y, que Sara recordara, casi nunca dentro de casa, pero tenía cosas más importantes por las que preocuparse. Era el día de su liberación, Profesora no tardaría en acudir a buscarla, pero sin la tarta de harina de maíz no tendría nada que comer en el mundo exterior. Profesora le había contado que eso era lo único que la gente comía en el mundo exterior.

Además, había un hombre. Era Gabe Curtis. Estaba sentado a la mesa de la cocina, delante de un plato vacío.

—¿Está preparada? —preguntó a Sara, y después se volvió hacia la niña sentada a su lado—. Siempre me ha gustado la tarta de harina de maíz.

Sara se preguntó, algo alarmada, quién era la chica. Intentó mirarla, pero por lo que fuera no podía verla. Siempre acababa de abandonar el punto al que Sara miraba, fuera cual fuera. Su mente registró poco a poco el hecho de que ahora se encontraba en otro lugar. Estaba en la habitación a la que la había llevado Profesora, el lugar de la revelación, y sus padres estaban esperando en la puerta.

—Ve con ellos, Sara —dijo Gabe—. Ya es hora de que te marches. Corre y sigue corriendo.

—Pero tú estás muerto —dijo Sara, y cuando miró a sus padres, vio que donde deberían estar las caras había regiones de vacío, como si los estuviera viendo a través de una corriente de agua. Les pasaba algo en los cuellos. Oyó un latido fuerte, fuera de la habitación, y el sonido de una voz que la llamaba por el nombre.

—Estáis todos muertos.

Entonces despertó. Se había quedado dormida en una silla junto a la chimenea apagada. Fue la puerta lo que la despertó. Alguien la llamaba desde el otro lado. ¿Dónde estaba Michael? ¿Qué hora era?

—¡Sara! ¡Abre!

¿Caleb Jones? Abrió la puerta cuando el muchacho iba a llamar de nuevo, el puño petrificado en el aire.

—Necesitamos una enfermera. —Su respiración era agitada y tenía el rostro perlado de sudor—. Han disparado contra alguien.

Se despertó al instante y buscó su maletín, que descansaba sobre la mesa contigua a la puerta.

—¿Quién?

—Lish la ha traído.

—¿Lish? ¿Han disparado contra Lish?

Caleb sacudió la cabeza, mientras intentaba recuperar el aliento.

—A ella no. A la chica.

—¿Qué chica?

Los ojos de Caleb reflejaron asombro.

—Es una caminante, Sara.

Cuando llegaron al hospital estaba clareando. No había nadie, lo cual le resultó extraño. Esperaba una multitud, a juzgar por lo que le había dicho Caleb. Subió los escalones y entró corriendo en el pabellón.

En el catre más cercano había una chica tumbada.

Estaba boca arriba, con la flecha todavía clavada en el hombro. Detrás de ella había una forma oscura. Era Alicia, que tenía el jersey manchado con sangre.

—Haz algo, Sara —dijo Alicia.

Sara avanzó a toda prisa y pasó la mano por debajo del cuello de la chica para examinar sus vías respiratorias. La chica tenía los ojos cerrados. Su respiración era rápida y superficial, y la piel, fría y húmeda al tacto. Sara le buscó el pulso en el cuello. El corazón le latía como el de un pájaro.

—Se encuentra en estado de choque. Ayúdame a darle la vuelta.

El proyectil había perforado el hombro izquierdo de la chica, justo por debajo de la curva en forma de cuchara de la clavícula. Alicia pasó las manos por debajo de los hombros de la muchacha, mientras Caleb le levantaba los pies y juntos la colocaban de costado. Sara cogió unas tijeras y empezó a cortar las correas de la mochila empapada en sangre, y después la mugrienta camiseta de la muchacha, hasta revelar el cuerpo esbelto de una adolescente, los pequeños y curvos brotes de sus pechos y su pálida piel. La punta de la flecha sobresalía de una herida en forma de estrella situada justo encima de la línea de la escápula.

—Tengo que sacarla. Y voy a necesitar algo más grande que estas tijeras.

Caleb asintió y salió corriendo de la sala. Cuando atravesó la cortina, Soo Ramírez entró como una exhalación. Llevaba el pelo largo suelto y la cara manchada de tierra. Se detuvo con brusquedad al pie del catre.

—Que me aspen. No es más que una niña.

—¿Dónde coño está Otra Sandy? —preguntó Sara.

La mujer parecía desconcertada.

—¿De dónde demonios ha salido?

—Soo, estoy sola aquí. ¿Dónde está Sandy?

Soo levantó la cabeza y clavó la vista en Sara.

—Está... en el Asilo, creo.

Se oían pasos y voces, un alboroto procedente del exterior: la habitación de fuera estaba llena de curiosos.

—Soo, echa a esa gente. —Sara levantó la voz en dirección a la cortina—. ¡Todo el mundo fuera! ¡Quiero que salgáis de este edificio!

Soo asintió y salió corriendo. Sara volvió a tomar el pulso a la chica. Daba la impresión de que su piel había adoptado una apariencia algo moteada, como un cielo invernal a punto de nevar. ¿Cuántos años tendría? ¿Catorce? ¿Qué hacía una chica de catorce años en la oscuridad?

Se volvió hacia Alicia.

—¿La has traído tú?

Alicia asintió.

—¿Te dijo algo? ¿Iba sola?

—Dios, Sara. —Los ojos de Alicia parecieron flotar—. No lo sé. Sí, creo que iba sola.

—¿Esa sangre es tuya o de ella?

Alicia bajó la vista hacia la pechera del jersey, y dio la impresión de que reparaba por primera vez en la sangre.

—De ella, creo.

Más alboroto fuera de la sala, y la voz de Caleb que gritaba: «¡Voy a entrar!».

Atravesó la cortina, agitando un pesado cúter, y lo puso en las manos de Sara.

Era un trasto grasiento, pero debía usarlo. Sara vertió licor sobre la hoja del cúter, y después en sus manos, que secó con un trapo. Con la muchacha todavía tendida de costado, utilizó el cúter para arrancar la punta de la flecha, y vertió más alcohol por encima de todo ello. Después, ordenó a Caleb que se lavara las manos como ella, mientras bajaba una madeja de lana de la estantería y cortaba un trozo largo, que enrolló hasta convertirlo en una compresa.

—Zapatillas, cuando extraiga el proyectil, quiero que aprietes esto contra la herida. No seas delicado, aprieta con fuerza. Voy a suturar el otro lado, por si puedo detener la hemorragia.

El muchacho asintió vacilante. Sara sabía que estaba superado por las circunstancias, pero todos lo estaban. La supervivencia de la chica durante las próximas horas dependería del alcance de la hemorragia, de las lesiones internas. Volvieron a acostar a la chica de espaldas. Mientras Caleb y Alicia le levantaban los hombros, Sara aferró la flecha y empezó a tirar. Como el astil era metálico, Sara intuyó el cartílago fibroso de tejido destrozado, y el hueso fracturado. No podían ser delicados. Lo mejor era proceder con rapidez. Dieron un fuerte tirón y el proyectil salió con un chorro de sangre.

—¡Joder, pero si es ella!

Sara volvió la cabeza y vio a Peter en la puerta. ¿Qué había querido decir? Si la conocía, ¿quién era la chica? Pero era imposible, por supuesto.

—Ponedla de costado. Peter, ayúdalos.

Sara se colocó detrás de la chica, cogió una aguja y un carrete de hilo, y se puso a coser la herida. Había sangre por todas partes, un charco en el colchón que chorreaba hasta el suelo.

—¿Qué tengo que hacer, Sara?

La compresa de Caleb ya estaba empapada.

—Sigue apretando. —Atravesó la piel de la chica con la aguja y le dio un punto—. ¡Que alguien traiga más luz!

Tres puntos, cuatro, cinco, todos ellos cosiendo los bordes de la herida. Pero sabía que era inútil. La pieza debía de haber afectado la arteria subclavia. De ella brotaba la sangre. La chica tardaría unos pocos minutos en morir. Debía de tener catorce años, pensó Sara. ¿De dónde vendría?

—Creo que está parando —dijo Caleb.

Sara estaba terminando de coser el último punto.

—No puede ser. Continúa apretando.

—No, de veras. Míralo tú misma.

Colocaron a la chica sobre su espalda y Sara apartó la compresa. Era verdad: la hemorragia estaba cesando. La herida parecía más pequeña, rosada y arrugada en los bordes. El rostro de la muchacha se veía sereno, como si estuviera durmiendo. Sara apoyó los dedos sobre la garganta de la chica: sus latidos eran fuertes y regulares. ¿Qué demonios estaba pasando?

—Peter, acerca el farol.

Peter hizo oscilar el farol sobre la cara de la muchacha. Sara levantó con delicadeza el párpado de su ojo izquierdo. Una órbita oscura y húmeda, la pupila en forma de disco, que se contraía y revelaba el iris, del color de la tierra mojada. Pero había algo diferente. Algo más.

—Acércalo más.

Cuando Peter movió el farol y bañó el ojo de luz, Sara experimentó una sensación de caer, como si la tierra se hubiera abierto bajo sus pies, algo peor que morir, peor que la muerte. Una terrible negrura a su alrededor, y estaba cayendo, precipitándose eternamente hacia ella.

—¿Qué pasa, Sara?

Se irguió y retrocedió. El corazón se le salía del pecho, y las manos le temblaban como hojas al viento. Todo el mundo estaba mirándola. Intentó hablar, pero no encontró las palabras. ¿Qué había visto? Pero no había visto nada, sino que lo había sentido. Sara pensó en la palabra «sola». ¡Sola! Ésa era su situación, y la de todos los demás. Sus padres, cuyas almas habían caído para siempre en la negrura. ¡Estaban solos!

Tomó conciencia de las demás personas presentes en el pabellón. Sanjay y, a su lado, Soo Ramírez. Había otros dos centinelas al acecho. Todo el mundo estaba esperando a que ella dijera algo. Notó el calor de sus miradas sobre ella.

Sanjay avanzó.

—¿Vivirá?

Sara respiró hondo para calmarse.

—No lo sé. —Notó la voz débil en la garganta—. La herida es mala, Sanjay. Ha perdido mucha sangre.

Sanjay contempló a la muchacha un momento. Daba la impresión de estar decidiendo qué debía pensar de ella, cómo explicar su presencia imposible. Entonces desvió la mirada hacia Caleb, que estaba parado al lado del catre con el vendaje empapado en la mano. Algo pareció consolidarse en el aire. Los hombres que estaban en la puerta avanzaron, con las manos apoyadas sobre los cuchillos.

—Acompáñanos, Caleb.

Los dos hombres, Jimmy Molyneau y Ben Chou, agarraron al muchacho de los brazos. Caleb estaba demasiado sorprendido para oponer resistencia.

—¿Qué estáis haciendo, Sanjay? —preguntó Alicia—. Soo, ¿qué coño pasa?

Fue Sanjay quien contestó.

—Caleb está detenido.

—¿Detenido? —chilló el chico—. ¿Por qué?

—Caleb abrió la puerta. Conoce la ley tan bien como cualquiera. Jimmy, sácalo de aquí.

Jimmy y Ben empezaron a arrastrar al chico hacia la cortina.

—¡Lish! —gritó.

Ella se colocó delante de la puerta para impedirles el paso.

—Díselo, Soo —dijo Alicia—. Fui yo. Fui yo quien saltó. Si queréis detener a alguien, detenedme a mí.

Soo, parada al lado de Sanjay, no dijo nada.

—Díselo, Soo.

Pero la mujer sacudió la cabeza.

—No puedo, Lish.

—¿Qué quieres decir con que no puedes?

—Porque no depende de ella —dijo Sanjay—. Profesora ha muerto. Han detenido a Caleb por asesinato.

27

A media mañana, todos los habitantes de la Colonia estaban enterados de la historia de la noche anterior, o de alguna de las versiones que corrían. Había aparecido una caminante junto a las murallas. Caleb había abierto la puerta, y dejado que entrase un viral. La caminante, una muchacha, estaba en el hospital, agonizante, alcanzada por la flecha de la ballesta de un centinela. El Coronel había muerto, en apariencia se trataba de un suicidio (nadie sabía cómo había saltado la muralla), y Arlo había muerto en el Asilo a manos de su hermano.

Pero lo peor de todo era Profesora.

La encontraron bajo una ventana, en la Sala Grande. Una hilera de catres vacíos había estorbado la visual de Hollis. Era probable que la mujer hubiera oído al viral saltar del tejado y decidiese plantarle cara. Sujetaba un cuchillo en la mano.

Habían pasado muchas Profesoras, por supuesto. Pero en un sentido más estricto sólo había existido una. Cada una de las mujeres que aceptaba el trabajo a lo largo de los años se convertía en esa persona. La que había muerto la noche anterior era una Darrell, April Darrell. Era la mujer que Peter recordaba, que se reía de sus preguntas sobre el mar, aunque entonces era más joven, no mucho mayor de lo que era él ahora, y bonita pese a su palidez, como una hermana mayor a quien una enfermedad mantuviera encerrada sin poder salir. Era la mujer que Sara recordaba de la mañana de su liberación, la que la había dirigido con su interrogatorio, como un tramo de escaleras que la condujera a un sótano oscuro en el que acechaba la terrible verdad, para luego entregarla a los brazos de su madre, para que llorara por el mundo y su realidad. Todo el mundo sabía que ser Profesora era un trabajo duro y desagradecido, que implicaba vivir encerrada con los Pequeños sin apenas compañía adulta, salvo las mujeres embarazadas o que daban el pecho, y sin poder pensar en otra cosa que no fueran los bebés. Y también era cierto que, como Profesora era la persona que te lo contaba (que se lo contaba a todos), cargaba con el resentimiento colectivo de aquel trauma. Salvo la Primera Noche, cuando hacía una breve aparición en el Solárium, Profesora apenas salía del Asilo, y cuando lo hacía, era como si se moviera en un contenedor invisible de traición. Peter sentía pena por ella, pero también era cierto que apenas tenía fuerzas para mirarla a los ojos.

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