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Authors: Justin Cronin

El pasaje (70 page)

BOOK: El pasaje
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Algunos hombres lanzaron una carcajada nerviosa, pero enmudecieron enseguida. Milo había retrocedido un paso. Peter, todavía un poco separado de la multitud, se dio cuenta de que había dejado caer la mano sobre su cuchillo. Todo parecía depender de lo que sucediera a continuación.

—Creo que te estás echando un farol —dijo Sam, sosteniendo con firmeza la mirada a Alicia.

—Ah, ¿sí? Se nota que no me conoces muy bien.

—El Hogar lo expulsará. Ya lo verás.

—Puede que tengas razón. Pero eso no vamos a decidirlo ninguno de nosotros. Aquí no pasa nada, salvo que estás molestando a un montón de gente sin ningún motivo. No pienso permitirlo.

La multitud había callado de repente. Peter intuyó que titubeaban. El momento había pasado. Salvo por Sam, y quizá Milo, su ira resultaba irrelevante. Sólo tenían miedo.

—Ella tiene razón —dijo Milo—. Déjala en paz.

Sam seguía clavando la mirada, rebosante de ira, en la cara de Alicia. La ballesta aún no se había movido de su sitio, pero no era necesario que lo hiciera. Peter, de pie detrás de los dos hombres, tenía aún la mano apoyada sobre el cuchillo. Todos los demás se habían alejado.

—Sam —dijo Dale, que había recuperado la voz—, vete a casa, por favor.

Milo extendió la mano hacia Sam, con la intención de aferrarlo por el codo, pero Sam lo apartó de un manotazo. Parecía desconcertado, como si el contacto de la mano de Milo lo hubiera despertado de un trance.

—Vale, vale. Ya me voy.

Peter contuvo la respiración hasta que los dos hombres hubieron desaparecido en el laberinto de remolques. Tan sólo un día antes, no habría podido imaginar que algo así pudiera suceder, que la ira pudiese convertir en una turba iracunda a aquella gente a la que conocía, que trabajaba, hacía su vida e iba a ver a sus hijos al Asilo. Nunca había visto a Sam Chou tan furioso. De hecho, nunca lo había visto furioso.

—¿Qué coño ha pasado, Dale? —preguntó Alicia—. ¿Cuándo ha empezado esto?

—En cuanto trasladaron a Caleb aquí. —Ahora que estaban solos, el rostro de Dale dejó patente que comprendía todas las implicaciones de lo que había ocurrido, o había estado a punto de ocurrir. Parecía un hombre que hubiera caído desde una gran altura y descubriese que estaba ileso de milagro—. Vaya, pensé que iba a tener que dejarlos entrar. Tendrías que haber oído las cosas que decían antes de que llegaras.

Se oyó la voz de Caleb dentro de la cárcel.

—¿Eres tú, Lish?

Alicia dirigió su voz hacia las ventanas, como había hecho Sam.

—¡Sé fuerte! —Alicia volvió a mirar a Dale—. Ve a buscar más centinelas. No sé en qué estaba pensando Jimmy, pero necesitas al menos tres más. Peter y yo nos quedaremos hasta que vuelvas.

—Lish, sabes que no puedo dejarte aquí. Sanjay pedirá mi cabeza. Ni siquiera estás en la Guardia.

—Puede que no, pero Peter sí. ¿Desde cuándo obedeces órdenes de Sanjay?

—Desde esta mañana. —Les dirigió una mirada de perplejidad—. Eso me ha dicho Jimmy. Sanjay ha declarado una... ¿cómo lo llaman? Una emergencia civil.

—Lo sabemos. Eso no significa que Sanjay dé las órdenes.

—Será mejor que se lo digas a Jimmy. Parece que él sí lo cree. Y Galen también.

—¿Galen? ¿Qué tiene que ver Galen en todo esto?

—¿No te has enterado? —Dale escrutó sus caras a toda prisa—. Ya veo que no. Galen es capitán ahora.

—¿Galen Strauss?

Dale se encogió de hombros.

—A mí también me parece absurdo. Jimmy reunió a todo el mundo y nos dijo que Galen ocupaba tu puesto, e Ian el de Theo.

—¿Y el de Jimmy? Si ahora ha ascendido a comandante, ¿quién lo sustituye como capitán?

—Ben Chou.

Ben e Ian. Tenía sentido. Ambos estaban en la cola de ascenso a capitán. Pero ¿Galen?

—Dame la llave, Dale —dijo Alicia—. Ve a buscar dos centinelas más. Que no sean capitanes. Localiza a Soo y repítele lo que te he dicho.

—No sé quién queda...

—Te lo digo en serio, Dale —masculló Alicia—. Lárgate.

Abrieron la cárcel y entraron. La habitación era una caja de hormigón desnuda y vulgar. Una pared estaba ocupada por unos viejos urinarios, cuyas tazas habían desaparecido hacía mucho tiempo. Enfrente había una hilera de tuberías, y encima, un espejo largo, sembrado de grietas diminutas.

Caleb estaba sentado en el suelo, debajo de las ventanas. Le habían dejado una jarra de agua y un cubo, pero eso era todo. Lish apoyó la ballesta sobre uno de los urinarios y se acuclilló delante de él.

—¿Se han ido?

Alicia asintió. Peter reparó en que Caleb estaba aterrorizado. Parecía que había llorado.

—Estoy jodido, Lish. Sanjay va a expulsarme.

—No va a pasar nada de eso. Te lo juro.

El chico se frotó su nariz llena de mocos con el dorso de la mano. Tenía la cara y las manos sucias, las uñas incrustadas de mugre.

—¿Qué puedes hacer tú?

—Ya me preocuparé yo de eso. —Desenvainó el cuchillo—. ¿Sabes usarlo?

—Vamos, Lish. ¿Qué voy a hacer con un cuchillo?

—Por si acaso. ¿Sabes?

—No soy muy bueno.

Ella lo apretó contra su mano.

—Escóndelo.

—Lish —dijo Peter en voz baja—, ¿crees que es una buena idea?

—No voy a dejarlo desarmado. —Alicia clavó la vista en Caleb—. Sé fuerte y no bajes la guardia. Si pasa algo, y se te presenta la ocasión de escapar, no lo dudes. Corre como un loco hacia los corrales. Allí encontrarás refugio, yo te localizaré.

—¿Por qué allí?

Oyeron voces fuera.

—Es demasiado largo de explicar. ¿Te ha quedado claro?

Dale entró en la habitación, a quien seguía una sola centinela, Sunny Greenberg. Sólo tenía dieciséis años y era corredora. Ni siquiera tenía un puesto fijo en la muralla.

—Lish, no estoy bromeando —empezó Dale—. Debes largarte de aquí.

—Tranquilo. Nos vamos. —Pero cuando Alicia se puso en pie y vio a Sunny parada en la puerta, sus ojos se encendieron, llenos de ira—. ¿Esto es lo mejor que has podido conseguir? ¿Una corredora?

—Todos los demás están en la muralla.

Peter cayó en la cuenta de que, hacía doce horas, Alicia habría podido conseguir a quien le diera la gana, todo un destacamento. Ahora tenía que suplicar las sobras.

—¿Y Soo? —insistió Alicia—. ¿La has visto?

—No sé dónde estará. Supongo que arriba. —La mirada de Dale se desvió hacia Peter—. ¿Te la llevarás de aquí?

Sunny, quien hasta el momento no había dicho nada, entró en la habitación.

—¿Se puede saber qué haces, Dale? ¿No dijiste que Jimmy había solicitado otro centinela? ¿Por qué aceptas órdenes de ella?

—Lish estaba echando una mano.

—No es capitana, Dale. Ni siquiera es centinela. —La chica saludó a Alicia con un torpe encogimiento de hombros—. Te ruego que me disculpes, Lish.

—Disculpas aceptadas. —Alicia señaló con un ademán la ballesta que sostenía la chica—. ¿Se te da bien eso?

Un encogimiento de hombros falsamente modesto.

—Obtuve las mejores puntuaciones de mi curso.

—Bueno, espero que eso sea cierto. Porque me da la impresión de que te acaban de ascender. —Alicia se volvió también hacia Caleb—. ¿Estarás bien aquí?

El muchacho asintió.

—Recuerda lo que te he dicho. No estaré lejos.

Y con eso, Alicia miró a Dale y Sunny por última vez, utilizando los ojos para transmitir su mensaje:

«No os equivoquéis, se trata de algo personal», y salió de la cárcel seguida de Peter.

29

Sanjay Patal, jefe del Hogar, habría jurado que todo comenzó hacía años, con los sueños.

Con la chica no. Nunca había soñado con ella, de eso estaba seguro. O casi seguro. Todo el mundo la llamaba Chica de Ninguna Parte, incluso Old Chou. Había bastado una mañana para que ese apelativo se convirtiera en su nombre. Había llegado al seno de la Colonia como si fuese una aparición procedente del mundo de las tinieblas y convertida en un ser de carne y hueso. El hecho de su existencia refutaba la evidencia, el que era imposible que hubiese nadie como ella. Había rebuscado en su memoria, pero no la encontró en ella, en la parte que era él, Sanjay Patal, ni en la otra, la parte secreta, la parte soñadora.

Porque esa sensación residía en su interior desde que Sanjay tenía recuerdo. La sensación de que existía otra persona, un alma diferente, dentro de la propia. Un alma con nombre y una voz que cantaba en su interior: «Sé mío. Soy tuyo y tú eres mío, y juntos somos más grandes que la suma, que la suma de nuestras partes».

El sueño acudía a su encuentro desde que él era un Pequeño y estaba en el Asilo. Un sueño de un mundo desaparecido y una voz que cantaba en su interior. A su manera, era un sueño como cualquier otro, hecho de sonidos, luz y sensaciones. Soñaba que había una mujer gorda en su cocina, y que respiraba humo. La mujer deglutía comida en la amplia caverna de su boca, y hablaba por teléfono, que era un objeto curioso con un cable largo como una serpiente, y con un sitio para hablar y otro para escuchar. Sabía lo que era aquella cosa, un teléfono, y así fue como Sanjay comprendió que aquello no era sólo un sueño, sino una visión. Una visión del Tiempo de Antes. Y la voz de su interior cantaba su misterioso nombre:

«Soy Babcock.

»Soy Babcock. Somos Babcock.

»Babcock. Babcock. Babcock.»

Por aquel entonces había pensado en Babcock como una especie de amigo imaginario, como un juego, sólo que el juego no se acababa nunca. Babcock estaba siempre con él, en la Sala Grande y en el patio, comía con él y subía a su catre por la noche. Los acontecimientos de aquel sueño no le parecieron diferentes de los de cualquier otro sueño tontorrón e infantil, como darse un baño, jugar sobre los neumáticos o mirar a una ardilla mientras comía nueces. A veces soñaba con aquellas cosas, y a veces soñaba con la mujer gorda del Tiempo de Antes, y no había ningún motivo aparente para ello.

Recordaba un día, hacía mucho tiempo, en que estaba sentado en un círculo en la Sala Grande, y Profesora les había pedido que hablaran de lo que significa ser amigo de alguien. Los niños acababan de comer. Le embargaba la agradable somnolencia de quienes tienen el estómago lleno. Los demás Pequeños reían y correteaban, pero él no, él no era así, él obedecía, y entonces Profesora dio palmas para acallarlos, y como él era tan bueno, el único, ella lo miró, con esa expresión suya de estar a punto de hacerte un regalo, el maravilloso regalo de su atención, y dijo:

—Y bien, pequeño Sanjay, ¿quiénes son tus amigos?

—Babcock —contestó él.

No fue un pensamiento. La palabra surgió de su boca con espontaneidad. Comprendió al instante la magnitud de su error, de haber pronunciado su nombre secreto. Dio la impresión de que se marchitaba en el aire, de que menguaba al haber sido revelado. Profesora frunció el ceño, vacilante. La palabra no significaba nada para ella.

—¿Babcock? —repitió—. ¿He oído bien?

Y Sanjay comprendió que no todo el mundo sabía quién era, claro que no, ¿por qué había creído lo contrario? Babcock era algo especial y privado, le pertenecía por completo, y pronunciar su nombre tal como lo había hecho, de manera irreflexiva, con el único deseo de complacer y ser bueno, era un error. Más que un error, se trataba de una violación. Pronunciar el nombre era dejar de ser especial.

—¿Quién es Babcock, pequeño Sanjay?

En el ominoso silencio que siguió (pues todos los niños habían dejado de hablar, concentrados en aquella extraña palabra), oyó una risita disimulada, y, según recordaba, provenía de Demo Jaxon, a quien ya odiaba entonces, y luego otra, y otra, el sonido de su ridículo que saltaba alrededor del círculo de niños sentados como chispas de una hoguera. Demo Jaxon. Pues claro que había sido él. Sanjay también era Primera Familia, pero tal como se comportaba Demo, con su risa fácil y espontánea, y lo bien que caía a todo el mundo, era como si existiera una segunda categoría, más exquisita, Primero entre los Primeros, y él, Demo Jaxon, fuera su único integrante.

Pero el más ofensivo fue Raj. El pequeño Raj, que era dos años más joven que Sanjay y, por lo tanto, tendría que haberlo respetado y haberse mordido la lengua, se había sumado también a las carcajadas. Estaba sentado con las piernas cruzadas a la izquierda de Sanjay (si Sanjay estaba situado a las seis y Demo al mediodía, Raj estaba a media mañana), y mientras Sanjay miraba horrorizado, su hermano lanzó a Demo una veloz mirada inquisitiva en busca de su aprobación. «¿Lo ves? —decía la mirada de Raj—. ¿Ves cómo yo también puedo burlarme de Sanjay?» Profesora estaba dando palmas de nuevo, con la intención de restablecer el orden. Sanjay sabía que, si no actuaba con rapidez, la rechifla no se acabaría. Oyó el coro estridente que retumbaba en sus oídos, en las comidas, después de que las luces se apagaran por las noches, en el patio cuando Profesora desapareciera: «¡Babcock! ¡Babcock! ¡Babcock!», como si fuera una palabra malsonante o algo peor. «¡Sanjay tiene un pequeño Babcock!»

Comprendió lo que tenía que decir.

—Lo siento, Profesora. Quería decir Demo. Demo es mi amigo. —Dedicó su sonrisa más entusiasta al chico que se sentaba frente a él, con su melena de pelo oscuro (pelo Jaxon), dientes como perlas e inquietos ojos risueños—. Demo Jaxon es mi mejor amigo.

Era extraño que lo recordara, tantos años después. Demo Jaxon desaparecido sin dejar rastro, y Willem, y también Raj. La mitad de los niños que se habían sentado en el círculo aquella tarde estaban muertos o habían sido secuestrados. La Noche Oscura se llevó a la mayoría. Los demás encontraron su forma de desaparecer, uno tras otro. Como si los hubieran devorado poco a poco. Eso era lo que hacía la vida. Habían pasado tantos años (el paso del tiempo era una especie de prodigio), y Babcock era parte de todo ello. Como una voz en su interior, perentoria y silenciosa, que era amiga de él cuando los demás no podían, aunque no siempre se expresaba con palabras. Babcock era algo más parecido a una sensación. No había vuelto a hablar de Babcock desde aquel día en el Asilo.

Y lo cierto era que, con el tiempo, la sensación de Babcock, y los sueños, se habían transformado en otra cosa. No lo había hecho la mujer gorda del Tiempo de Antes, aunque él pensaba que aún sucedía de vez en cuando. (Aunque, pensándolo bien, ¿qué estaba haciendo Sanjay en el Faro aquella extraña noche? Ya no se acordaba.) Tampoco lo había hecho el pasado, sino el futuro, y su lugar, el lugar de Sanjay, con sus nuevas circunstancias. Estaba a punto de pasar algo realmente gordo, pero no sabía muy bien el qué. La Colonia no duraría para siempre. Demo había tenido razón en eso, y también Joe Fisher. Algún día, las luces se apagarían. Estaban viviendo de tiempo prestado. El ejército había desaparecido, y no volvería. Aún había quienes se aferraban a esa idea, pero él no, Sanjay Patal no. No. Lo que llegaría no sería el ejército.

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