Authors: Justin Cronin
En lo más profundo de la jungla, un científico, al frente de una expedición, descubre una sustancia milagrosa que tal vez permita aumentar la esperanza de vida de la humanidad y acabar con la mayoría de las enfermedades. Al menos, eso es lo que él cree. Se equivoca.
Ningún ser humano sale vivo de la expedición. Los que sobreviven ya no son seres humanos.
En unas instalaciones ultrasecretas del gobierno norteamericano sucede lo impensable: un fallo de seguridad permite que escapen unos monstruosos seres que habían sido objeto de un experimento militar escalofriante. En un período de tiempo increíblemente corto, desatan el caos y la destrucción a su paso.
Justin Cronin
El pasaje
ePUB v1.0
adruki07.06.11
I
Antes de convertirse en la Chica de Ninguna Parte (La Que Entró, La Primera, Última y Única, que vivió mil años), era tan sólo una niña de Iowa llamada Amy. Amy Harper Bellafonte.
El día en que nació Amy, su madre, Jeanette, tenía diecinueve años. Jeanette puso a Amy el nombre de su madre, que había fallecido cuando Amy era pequeña, y le añadió el segundo nombre, Harper, por Harper Lee, la señora que había escrito
Matar un ruiseñor
, el libro favorito de Jeanette, aunque, la verdad sea dicha, era el único libro que había conseguido terminar durante todo el instituto. También podría haberla llamado Scout, por la niña de la novela, porque quería que su hija creciera así, dura, graciosa y lista, algo que ella, Jeanette, no había logrado. Pero Scout era un nombre de chico, y ella no quería que su hija fuera por la vida explicando algo así.
El padre de Amy era un hombre que había llegado un día al restaurante en el que Jeanette servía las mesas desde que cumpliera dieciséis años, un restaurante al que todo el mundo llamaba la Caja, porque era eso lo que parecía: una gran caja de zapatos de cromo, apartada a un lado de la carretera, con la parte de atrás asomada a campos de maíz y alubias; nada más en kilómetros a la redonda excepto un autolavado de coches, de esos que metes monedas en la máquina y te hace todo el trabajo. El hombre, que se llamaba Bill Reynolds, vendía cosechadoras y trastos grandes por el estilo, hablaba con dulzura y le dijo a Jeanette, mientras ésta le servía café, y también después, una y otra vez, lo bonita que era, cuánto le gustaba su pelo negro como el carbón, sus ojos color de avellana y sus muñecas esbeltas, y lo dijo como si lo creyera a pies juntillas, no como hacían los chicos de la escuela, como si fuera necesario pronunciar las palabras para que ella las dejara obrar a su libre albedrío. El hombre tenía un coche grande, un Pontiac nuevo, con un tablero que brillaba como una nave espacial y asientos de cuero del color de la crema de la mantequilla. Podría haber amado a aquel hombre, pensaba, haberlo amado de veras. Pero sólo se quedó unos días en la ciudad, y después continuó su camino. Cuando contó a su padre lo sucedido, él dijo que iría en su busca y le obligaría a asumir sus responsabilidades. Pero lo que Jeanette sabía y no dijo era que Bill Reynolds era un hombre casado. Tenía una familia en Lincoln, allá en Nebraska. Hasta le había enseñado fotografías de sus hijos, Bobby y Billy, dos críos con uniformes de béisbol. Por lo tanto, pese a las veces que su padre le preguntó quién era el hombre que le había hecho aquello, ella no lo dijo. Ni siquiera le dijo cómo se llamaba.
Y la verdad era que todo le dio igual: el embarazo, que fue fácil hasta el final; el parto, que fue doloroso pero rápido, y el tener a su hija, la pequeña Amy. Para hacer saber a Jeanette que la había perdonado, su padre había convertido el antiguo dormitorio de su hermano en el cuarto de la niña, y bajó del desván la antigua cuna, la misma en la que Jeanette había dormido años antes. Había ido con Jeanette a Wal-Mart, antes de que Amy llegara, para comprar algunas cosas que iba a necesitar, como pijamas, un pequeño tubo de plástico y un móvil que colgara sobre la cuna. Había leído en un libro que los bebés necesitaban mirar cosas como ésas, con el fin de que sus pequeños cerebros se conectaran y empezaran a funcionar como era debido. Desde el primer momento, Jeanette siempre había pensado en el bebé en femenino, porque en el fondo de su corazón deseaba una niña, pero sabía que no podía decir esas cosas a nadie, ni siquiera a ella misma. Le hicieron un escáner en el hospital de Cedar Falls. Una señora con una bata floreada pasó una pequeña pala de plástico sobre el estómago de Jeanette, y ella le preguntó si le podía decir qué iba a ser. Pero la mujer rió, mientras miraba las imágenes del bebé de Jeanette en la pantalla, dormido en su seno, y dijo:
—Cariño, este bebé es tímido. Unas veces puedes saberlo y otras no, y ésta va a ser de las que no.
Así pues, Jeanette se quedó sin saberlo, decidió que le daba igual, y después de que ella y su padre vaciaran la habitación de su hermano y bajaran sus banderines y carteles antiguos (José Canseco, y un grupo musical llamado Killer Picnic, y unas chicas Budweisser), y vieran lo descoloridas y destrozadas que estaban las paredes, las pintaron de un color que la etiqueta de la lata llamaba «Tiempo de Sueños», que era rosa y azul a la vez, y por lo tanto adecuado, fuera cual fuese el sexo del bebé. Su padre colgó una cenefa de papel pintado a lo largo del borde del techo, un dibujo repetido de patos que chapoteaban en un charco, y limpió una vieja mecedora de arce que encontró en una sala de subastas, de manera que cuando Jeanette volviera con la niña a casa, tuviera un sitio donde sentarse y acunarla.
La niña llegó en verano, la niña que ella deseaba y a la que llamó Amy Harper Bellafonte. Parecía inútil utilizar el apellido Reynolds, el apellido de un hombre a quien Jeanette suponía que no volvería a ver, y a quien, ahora que Amy estaba aquí, ya no deseaba. Y Bellafonte... No había apellido mejor. Significaba «fuente bella», y eso era Amy. Jeanette le daba de mamar, la mecía y cambiaba, y cuando Amy lloraba en plena noche porque estaba mojada, tenía hambre o no le gustaba la oscuridad, Jeanette se dirigía a su habitación tambaleante, fuera la hora que fuese, aunque estuviera cansada de trabajar en la Caja, la cogía y le decía que estaba allí, que siempre estaría allí:
—Si lloras, vendré corriendo, es un trato entre nosotras. Tú y yo, para siempre, mi pequeña Amy Harper Bellafonte.
Y la abrazaba y mecía hasta que el alba empezaba a clarear las persianas, y oía los pájaros cantar en las ramas de los árboles de fuera.
Después, Amy cumplió tres años y Jeanette se quedó sola. Su padre había muerto, le dijeron que de un infarto, o tal vez de una apoplejía. Era algo que no valía la pena comprobar. Fuera lo que fuera, le pilló una mañana temprano, cuando se dirigía hacia su camioneta para ir a trabajar al elevador de grano. Tuvo el tiempo justo de dejar el café sobre el guardabarros antes de caer y morir, sin derramar ni una sola gota. Ella todavía trabajaba en la Caja, pero el dinero no llegaba, ni para Amy ni para lo demás, y su hermano, que estaba en la Marina, no contestaba a sus cartas.
—Dios inventó Iowa para que la gente pueda marcharse y no regresar jamás —solía decir. Jeanette se preguntó qué iba a hacer.
Y un día entró un hombre en el restaurante. Era Bill Reynolds. Estaba diferente, y el cambio no había sido a bien. El Bill Reynolds a quien ella recordaba (y tenía que admitir que todavía pensaba en él de vez en cuando, sobre todo por nimiedades, como la forma en que el pelo rubio le caía sobre la frente cuando hablaba, o cuando soplaba el café antes de beberlo, incluso cuando ya no quemaba) tenía algo, una especie de luz cálida que irradiaba de su interior, y que querías tener cerca. Le recordaba aquellos bastoncitos de plástico que rompías, y que brillaban gracias al líquido de dentro. Era el mismo hombre, pero el resplandor había desaparecido. Parecía más viejo, y más delgado. Vio que no se había afeitado ni peinado el pelo, grasiento y revuelto, y que no llevaba el polo planchado, sino una camisa de trabajo vulgar como las que había utilizado su padre, con los faldones fuera y manchada bajo las axilas. Tenía aspecto de haber pasado la noche al raso, o en el coche. Le hizo una señal con la mirada desde la puerta, y ella lo siguió hasta un reservado del fondo.
—¿Qué haces aquí?
—La he dejado —dijo él, y cuando la miró, ella notó el olor a cerveza en su aliento, y el olor a sudor y ropa sucia—. Lo he hecho, Jeanette. He dejado a mi mujer. Soy un hombre libre.
—¿Has venido hasta aquí para decirme eso?
—He pensado en ti. —Carraspeó—. Mucho. He pensado en nosotros.
—¿Qué quieres decir con «nosotros»? De nosotros, nada. No puedes presentarte así como así y decir que has estado pensando en nosotros.
Él se irguió.
—Bien, pues lo estoy haciendo. Lo estoy haciendo en este momento.
—¿No te das cuenta de que tengo trabajo? No puedo estar hablando contigo. Tendrás que pedir algo.
—Bien —contestó él, pero no miró el menú de la pared, sino que mantuvo los ojos clavados en ella—. Tomaré una hamburguesa con queso. Una hamburguesa con queso y una Coca-Cola.
Mientras ella tomaba nota del pedido y las palabras daban vueltas ante sus ojos, se dio cuenta de que había empezado a llorar. Experimentó la sensación de no haber pegado ojo en un mes, en un año. Tan sólo una ínfima hebra de voluntad impedía que se desplomara agotada. En otros tiempos había deseado hacer algo con su vida, ser peluquera, tal vez, sacarse el bachillerato, abrir una tiendecita, mudarse a una ciudad de verdad, como Chicago o Des Moines, alquilar un apartamento o tener amigos. Por algún motivo, siempre había conservado en la memoria la imagen de sí misma sentada en un restaurante, una cafetería, pero agradable. Era otoño, fuera hacía frío, y estaba sentada sola a una mesa pequeña al lado de la ventana, leyendo un libro. Sobre la mesa había una taza de té humeante. Alzaba la vista hacia la ventana para ver pasar a la gente de la ciudad donde estaba, que iba de un lado a otro con sus abrigos gruesos y sombreros, y veía reflejada su cara en la ventana, que flotaba sobre la imagen de toda la gente de fuera. Pero aquellas ideas se le antojaban propias de una persona muy diferente. Ahora tenía a Amy, que estaba enferma la mitad del tiempo, resfriada o con unos trastornos estomacales que había pillado en la guardería, donde pasaba el día mientras Jeanette trabajaba en la Caja, y su padre muerto en un plis plas, tan deprisa como si hubiera caído por una trampilla abierta en la superficie de la tierra, y Bill Reynolds sentado a la mesa como si sólo hubiera transcurrido un segundo en lugar de cuatro años.
—¿Por qué me haces esto?
Él le sostuvo la mirada durante un buen rato, y después le tocó la cabeza.
—Reúnete conmigo más tarde. Por favor.
Acabó viviendo en la casa, con ella y con Amy. Jeanette era incapaz de decidir si ella lo había invitado, o si había ocurrido así como así. Sea como fuere, lo lamentó enseguida. ¿Quién era en realidad ese tal Bill Reynolds? Había abandonado a su esposa e hijos, Bobby y Billy, con sus uniformes de béisbol, allá en Nebraska. El Pontiac ya no existía, y tampoco tenía trabajo. Eso también estaba finiquitado. Tal como iba la economía, explicó, nadie compraba una mierda. Dijo que tenía un plan, pero el único plan que Jeanette había advertido consistía en que él se quedaba en casa sin hacer nada por Amy, ni siquiera retirar los platos del desayuno, mientras ella trabajaba todo el día en la Caja. La pegó por primera vez al cabo de tres meses. Estaba borracho, y en cuanto lo hizo, se puso a llorar y dijo, una y otra vez, que lo sentía mucho. Se puso de rodillas, lloriqueando, como si ella le hubiera hecho algo. Tenía que entenderlo, dijo, lo difícil que resultaba todo..., los cambios ocurridos en su vida... y todo ello era algo más de lo que un hombre, cualquier hombre, podía aguantar. La quería, lo sentía y no volvería a ocurrir, nunca más. Lo juró. Ni a ella ni a Amy. Al final, ella se oyó decir que también lo sentía.