Authors: Justin Cronin
¿Qué estaba buscando la señal? ¿Cuál era la respuesta digital a la pregunta que estaba formulando cada noventa minutos?
Elton había dicho algo, justo antes de acostarse. «Alguien nos está llamando.»
Fue entonces cuando lo comprendió.
Sabía lo que necesitaba. El Faro estaba lleno de todo tipo de chatarra, almacenada en cubos que descansaban sobre las estanterías. Que él supiera, había al menos una PDA del ejército. Guardaban viejas pilas de litio que aún podían contener carga. Sólo aguantarían unos minutos, pero eso era justo lo que necesitaba. Trabajó a toda prisa, con un ojo puesto en el reloj, a la espera de que transcurriera el siguiente intervalo de noventa minutos para poder apoderarse de la señal. Fue vagamente consciente de que fuera se había producido un alboroto, pero a saber de qué se trataba. Acoplaría la PDA al ordenador, captaría la señal cuando llegara, capturaría su identificación incorporada y programaría la PDA desde el panel.
Elton estaba dormido, roncando en el catre sembrado de cráteres que había al fondo de la cabaña, soñando sus sueños salaces y dejando a Michael trabajar en paz. ¡Joder!, si el viejo no se bañaba pronto, Michael no sabía lo que haría. Todo el lugar hedía a calcetines.
Cuando terminó, ya era mediodía. ¿Cuánto llevaba trabajando, sin apenas levantarse de la silla? Después del encuentro con Mausami, se había quedado demasiado nervioso para dormir y regresar a la cabaña. Eso habría sucedido unas diez horas antes. Tenía el culo cuadrado de tanto estar sentado. Sentía la necesidad imperiosa de mear.
Salió de la cabaña con demasiada celeridad. No estaba preparado para el resplandor que lo deslumbró.
—¡Michael!
Era Jacob Curtis, el chico de Gabe. Michael lo vio subir corriendo el sendero con paso cojeante, al tiempo que agitaba los brazos. Michael respiró hondo para prepararse. El muchacho no tenía la culpa de ello, pero hablar con Jacob era una cruz. Antes de que Gabe enfermara, a veces llevaba a Jacob al Faro, y pedía a Michael que buscara algún trabajo para el chico. Michael había hecho lo posible, pero Jacob era corto de entendederas. Podía tardar días enteros en explicarle las tareas más sencillas.
Se detuvo ante Michael, apoyó las manos sobre las rodillas y jadeó en busca de aliento. Pese a su tamaño, sus movimientos poseían una torpeza infantil, como si los miembros no acabaran de sincronizarse.
—Michael —jadeó—, Michael...
—Tranquilo, Jacob. Descansa.
El chico estaba agitando una mano delante de su cara, como para introducir más oxígeno en sus pulmones. Michael no sabía si estaba preocupado o muy emocionado.
—Quiero ver a... Sara —dijo con voz ahogada.
Michael le dijo que no estaba allí.
—¿Has probado en casa?
—¡Tampoco está allí! —Jacob levantó la cara. Tenía los ojos abiertos de par en par—. La vi, Michael.
—¿No has dicho que no la habías encontrado?
—Ella no. La otra. ¡Estaba durmiendo y la vi!
Jacob no siempre conseguía explicarse bien, pero Michael nunca lo había visto así. En su cara se reflejaba el terror absoluto.
—¿Le ha pasado algo a tu padre, Jacob? ¿Se encuentra bien?
El muchacho frunció el ceño.
—Ah. Ha muerto.
—¿Gabe ha muerto?
El tono de Jacob delataba una indiferencia inquietante. Podría haber estado informando a Michael de la previsión del tiempo.
—Murió y ya no volverá a despertar.
—¡Joder, Jacob! Lo siento.
Fue entonces cuando Michael vio a Mar corriendo patio abajo. Experimentó alivio a raudales.
—¿Dónde estabas, Jacob? —La mujer se detuvo ante ellos—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No puedes desaparecer así como así, no puedes.
El muchacho retrocedió, agitando los brazos.
—¡Debo encontrar a Sara!
—¡Jacob!
Su voz pareció golpearlo como una flecha. Se quedó de piedra, aunque su rostro se veía animado por un extraño y desconocido temor. Tenía la boca abierta y respiraba con rapidez. Mar avanzó hacia él con cautela, como si se estuviera aproximando a un animal grande e impredecible.
—Mírame, Jacob.
—Mamá...
—Calla. Basta de cháchara. Mírame.
Apoyó las manos sobre sus mejillas y clavó los ojos en su rostro.
—La vi, mamá.
—Lo sé, pero sólo fue un sueño, Jacob, eso es todo. ¿No te acuerdas? Volvimos a casa, te acosté y te quedaste dormido.
—¿Sí?
—Sí, cariño. No fue nada, sólo un sueño. —Jacob respiró más aliviado ahora, el cuerpo tranquilo debido al contacto con su madre—. Buen chico. Quiero que vayas a casa y me esperes allí. Basta de buscar a Sara. ¿Lo harás por mí?
—Pero mamá...
—Nada de peros, Jacob. ¿Harás lo que te pido?
Jacob asintió a regañadientes.
—Buen chico. —Mar retrocedió y le soltó la mano—. Vete a casa.
El muchacho miró una vez a Michael, una mirada fugaz, furtiva, y se alejó corriendo.
Por último, Mar se volvió hacia Michael.
—Siempre funciona cuando se pone así. Es la única manera.
—Me ha dicho lo de Gabe —farfulló Michael—. Lo siento.
Los ojos de Mar parecían los de alguien que hubiera llorado hasta quedarse sin lágrimas.
—Gracias, Michael. Creo que Jacob quería ver a Sara porque estuvo con él hasta el final. Es una buena amiga. De todos nosotros. —Mar calló un momento, y una expresión contrita cruzó su cara, pero sacudió la cabeza, como para alejar el pensamiento—. Si puedes darle el mensaje, dile que todos pensamos en ella. Creo que no tuve la oportunidad de darle las gracias como es debido. ¿Lo harás?
—Estoy seguro de que no anda lejos. ¿Miraste en el hospital?
—Pues claro que está en el hospital. Fue el primer sitio al que fue Jacob.
—Pues no lo entiendo. Si Sara está en el hospital, ¿por qué no la encontró?
Mar lo estaba mirando de una forma rara.
—Debido a la cuarentena, por supuesto.
—¿Cuarentena?
El rostro de Mar se desencajó.
—Michael, ¿se puede saber dónde has estado?
Al final, quien acudió a su encuentro no fue Alicia, sino todo lo contrario. Peter sabía dónde estaría.
Estaba sentada en una cuña de sombra que había delante de la cabaña del Coronel, con la espalda apoyada contra una pila de leña, y las rodillas subidas hasta el pecho. Al oír los pasos de Peter, alzó la mirada al instante y se secó los ojos con el dorso de la mano.
—Maldita sea —dijo.
Él se sentó en el suelo, a su lado.
—No pasa nada.
Alicia suspiró con amargura.
—No, no pasa nada. Si cuentas a alguien que me has visto así, te mataré, Peter.
Estuvieron sentados un rato en silencio. El día estaba nublado, brillaba una luz pálida y oscura, que transportaba un olor fuerte y acre: se estaban enumerando los cadáveres, y después se incineraban los cuerpos ante la muralla.
—Siempre me he preguntado algo —dijo Peter—. ¿Por qué lo llamábamos Coronel?
—Porque ése era su nombre. No tenía otro.
—¿Por qué crees que salió? No parecía de esa clase. Rendirse así.
Pero Alicia no contestó. Apenas hablaba de su relación con el Coronel, y nunca entraba en detalles. Era un aspecto de su vida, tal vez el único, que había ocultado a Peter. No obstante, su presencia era algo de lo que siempre era consciente. No creía que considerara al Coronel un padre. Peter nunca había detectado el menor afecto entre ellos. En las raras ocasiones en que su nombre salía a colación, o si aparecía de noche en la pasarela, Peter notaba que Alicia se ponía tensa, y adoptaba una frialdad distante. No era algo que resultase evidente, y él debía de ser la única persona que se había dado cuenta. Pero significara lo que significara el Coronel para ella, su vínculo era real. Supuso que ella lloraba por él.
—Es increíble —dijo Alicia en tono lastimero—. Me han despedido.
—Sanjay se echará atrás. No es estúpido. Se dará cuenta de que es una equivocación.
Pero Alicia no lo escuchaba.
—No, Sanjay tiene razón. No debí haber saltado la muralla como lo hice. Perdí la cabeza cuando vi a la chica. —Meneó la cabeza con desesperación—. Pero eso da igual. Ya viste la herida.
Peter pensó en la chica. No había averiguado nada sobre ella. ¿Quién era? ¿Cómo había sobrevivido? ¿Habría más como ella? ¿Cómo había escapado de los virales? Pero ahora daba la impresión de que iba a morir, y se llevaría con ella las respuestas.
—Tenías que intentarlo. Creo que hiciste lo correcto. Y Caleb también.
—¿Sabes que Sanjay está pensando en expulsarlo? Expulsar a Zapatillas, por el amor de Dios.
La expulsión era el peor destino imaginable.
—No me lo puedo creer.
—Hablo en serio, Peter. Están hablando de eso en este mismo momento, te lo juro.
—Los demás no lo aprobarán.
—¿Desde cuándo tienen voz y voto? Tú estuviste en aquella habitación. La gente está asustada. Alguien debe cargar con la culpa de la muerte de Profesora. Caleb está más solo que la una. Es un blanco fácil.
Peter contuvo el aliento y lo soltó.
—Escucha, conozco a Sanjay. Puede que esté encantado de conocerse, pero no parece su estilo. Todo el mundo aprecia a Caleb.
—Todo el mundo apreciaba a Arlo. Todo el mundo apreciaba a tu hermano. Eso no quiere decir que la historia acabe bien.
—Empiezas a hablar como Theo.
—Es posible. —Alicia tenía la mirada clavada en la lejanía—. Lo único que sé es que Caleb me salvó anoche. Si Sanjay cree que va a expulsarlo, se las tendrá que ver conmigo.
—Lish. —Peter hizo una pausa—. Ve con cuidado. Piensa en lo que dices.
—Ya lo he pensado. Nadie va a expulsarlo.
—Sabes que cuentas con todo mi apoyo.
—Tal vez llegue un momento en que no lo hagas.
Reinaba un silencio espectral en la Colonia, pues todo el mundo andaba todavía estupefacto por los sucesos de la madrugada anterior. Peter se preguntó si era el tipo de silencio que se produce después de que suceda algo, o el de antes de que suceda. Tal vez fuera el silencio de los culpables. Alicia tenía razón: la gente estaba asustada.
—A propósito de la chica —dijo—. Tengo que decirte algo.
Unos antiguos lavabos públicos del aparcamiento de remolques, en el lado este de la ciudad, hacían las veces de cárcel. A medida que se acercaban, Peter y Alicia oyeron voces con más claridad. Aceleraron el paso mientras atravesaban el laberinto de armatostes volcados (la mayoría habían sido separados de sus piezas), y cuando llegaron vieron que una pequeña multitud se congregaba ante la entrada, más o menos una docena de hombres y mujeres que se agolpaban alrededor de un único centinela, Dale Levine.
—¿Qué coño está pasando? —murmuró Peter.
El rostro de Alicia era todo un poema.
—Pues que ya ha empezado —dijo—. Eso es lo que está pasando.
Dale no era un hombre pequeño, pero en aquel momento lo parecía. Plantando cara a la multitud, parecía un animal acorralado. Era algo duro de oído y tenía la costumbre de ladear la cabeza un poco a la derecha con el fin de apuntar su oído bueno a quien le hablara, lo cual le confería un aire distraído. Pero ahora no parecía distraído.
—Lo siento, Sam —decía Dale—. No sé más que tú.
La persona a quien hablaba era Sam Chou, el sobrino de Old Chou, un hombre con una carencia absoluta de pretensiones a quien Peter había oído hablar muy pocas veces. Su esposa era Otra Sandy. Entre ambos tenían cinco hijos, tres de ellos en el Asilo. Cuando Peter y Alicia avanzaron hacia el borde del grupo, se dio cuenta de lo que estaba viendo: todos eran padres. Al igual que Ian, todas las personas congregadas ante la cárcel tenían un hijo, o más. Patrick y Emily Phillips, Hodd y Lisa Greenberg, Grace Molyneau y Belle Ramírez y Hannah Fisher Patal.
—Ese chico abrió la puerta.
—¿Y qué quieres que haga? Pregúntale a tu tío si quieres saber más.
Sam apuntó la voz hacia las altas ventanas de la cárcel.
—¿Me oyes, Caleb Jones? ¡Todos sabemos lo que hiciste!
—Vamos, Sam. Deja al pobre chico en paz.
Otro hombre avanzó: era Milo Darrell. Al igual que su hermano Finn, Milo era mecánico, y tenía la corpulencia y el comportamiento taciturno de un mecánico. Era alto y de hombros encorvados, con una barba poblada y el pelo enmarañado que le caía sobre los ojos. Detrás de él, empequeñecida por su estatura, estaba su esposa, Penny.
—Tú también tienes un hijo, Dale —dijo Milo—. ¿Qué haces parado ahí?
Era una de las tres jotas, comprendió Peter. La pequeña June Levine. Peter vio que Dale había palidecido un poco.
—¿Te crees que no lo sé? —Cualquier traza de autoridad que lo diferenciara de la multitud estaba a punto de diluirse—. Y no estoy aquí parado sin más. Debes dejar que el Hogar se encargue de ese asunto.
—Deberían expulsarlo.
Una voz, perteneciente a una mujer, se había alzado entre la multitud. Belle Ramírez, la esposa de Rey. Su hija era Jane. Peter vio que las manos de la mujer temblaban. Estaba a punto de llorar. Sam se acercó a ella y le pasó la mano por los hombros a modo de consuelo.
—¿Lo ves, Dale? ¿Has visto lo que ha conseguido ese chico?
En ese momento Alicia se abrió paso a codazos entre la multitud. Sin mirar a Belle, ni a nadie, se plantó ante Dale, quien estaba mirando a Belle con una expresión de impotencia absoluta.
—Dale, quiero que me des tu ballesta.
—No puedo hacer eso, Lish. Me lo ha dicho Jimmy.
—Me trae sin cuidado. Dámela.
En vez de esperar a que se la diera, Alicia se la arrebató de las manos. Se encaró con todos, la ballesta caída al costado, en una postura no amenazadora. No obstante, Alicia era Alicia. Su aparición significaba algo.
—Sé que todos estáis preocupados, y si queréis saber mi opinión, tenéis todo el derecho. Pero Caleb Jones es uno de los nuestros, tanto como cualquiera de vosotros.
—Para ti es fácil decir eso. —Sam y Bell apoyaban a Milo—. Tú estabas fuera.
Un murmullo de aprobación se adueñó de la multitud. Alicia miró al hombre con frialdad y dejó que pasara el momento.
—Tienes razón, Milo. Si no fuera por Zapatillas, yo estaría muerta. De modo que si estáis pensando en hacerle algo, yo me lo pensaría dos veces.
—¿Qué vas a hacer? —dijo Sam con desdén—. ¿Asaetearnos a todos con esa ballesta?
—No. —Alicia frunció el ceño—. Sólo a ti, Sam. En cuanto a Milo, pensaba pasarlo a cuchillo.